Memorias de un Bilbaíno

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MEMORIAS DE UN BILBAINO

1870 A 1900






José de Orueta




JULIO DE URQUIJO'REN


LIBURUETATIK BAT



AMBIOLACO SUPITAC EGUIAC





MEMORIAS DE UN BILBAINO


1870 A 1900





JOSE DE ORUETA




Dedicado al Excmo. Sr. Conde de Urquijo,

D. Adolfo Gabriel de Urquijo e lbarra.





PRÓLOGO - DEDICATORIA

PRÓLOGO - DEDICATORIA

DE ordinario, todo emigrado siente primero la nostalgia y luego el recuerdo cariñoso de su país. Tal vez el alejamiento nos haga ver las cosas y personas con más agrado que las vimos en los momentos de vivirlas, y cuando el alejamiento es doble por lugar y por tiempo, llega el recuerdo dulcificado a convertirse en cariñosa obsesión.

Yo dejé de vivir en Bilbao a los 34 años de edad, y de esto a hoy van 29 años más, pero conservo neto en mi ser íntimo, el sentimiento que de joven tenía, y teníamos todos los de mi tiempo, de que Bilbao era lo mejor del mundo, y será un gran pueblo, pase lo que pase.

Viejo ya, y pese a todo razonamiento, siento ahora la exaltación de ese sentimiento juvenil, y a ello principalmente obedece este deseo de ordenar recuerdos y memorias y de hacerlas salir a luz, bien o mal aderezadas.

Pero tal vez eso no hubiera bastado para vencer la pereza, que una inacción bastante larga, por causa de achaques, ha hecho crecer; y sin la excitación cariñosa de amigos y paisanos contemporáneos, que sienten ese intenso cariño a Bilbao y quieren hacer revivir sus recuerdos que son los míos, yo no me hubiera lanzado a escribirlas y sobre todo a publicarlas.

Unas memorias pueden ser interesantes por dos motivos: o porque el que las escribe haya encarnado en su vida una situación o una época o porque sepa reflejar y describir con acierto e interés esa situación o esa época.

El primer motivo de interés, el subjetivo, no existe aquí; mi vida ha sido una vida vulgar, y en cuanto al segundo u objetivo, creí siempre difícil que, tanto bueno como hay que decir de nuestro Bilbao de mi época, salga por mí bien definido y en forma amena e interesante. Algunas veces me han hecho creer mis amigos que tengo dotes de narrador, memoria y oportunidad en el recuerdo. pero, aun siendo así, una cosa es narrar y otra escribir; y así, dudé salir con bien del empeño sin condiciones de escritor y, sobre todo, de escritor ameno, que es lo interesante en estos casos.

* * *

Un amigo mío de infancia, hombre de mucha valía, fina flor de vizcaínos, me ha hecho excitaciones aún más perentorias en sus libros. Ya en la primera, le escribí prometiéndole hacer por él un esfuerzo, pero no encontraba forma hábil de hacerlo, ni tuve salud bastante para esa labor, que aunque agradable y amena, no dejaba de ser difícil. Pero llegó un segundo libro, y ese ya es para mí una deuda enorme, que no podré, es cierto, pagar bien, pero que deseo hacerlo, siquiera sea con mis escasas dotes, por el afecto.

Un día cometí yo en mi vida política un error; quise aplicar la manera vizcaína, clara, firme, áspera, pero vigorosa y eficaz, a la resolución de un problema de la vida pública de Guipúzcoa.

Me encontré con un bloque formidable enfrente, que la suavidad, a amabilidad, la dulzura y la cohesión de los guipuzcoanos para las buenas apariencias ante todo, me oponían. Salí airoso de mi empeño principal y creo que presté un servicio a Guipúzcoa, pero hice firme propósito de prescindir en adelante de intervenir más en su política.

En aquellos momentos de lucha me motejaron de vizcaino «que no tenía por qué venir a meterme en asuntos de Guipúzcoa con aquel ardor». Adolfo Urquijo lo oyó, sabía lo muy vizcaíno y bilbaíno que yo era, pero sintió la injusticia del cargo; y sabiendo que yo tenía, entre otras cosas, por mi madre, también sangre guipuzcoana, escribió todo un libro de genealogía por vindicarme. Y ¡qué libro! Dieciséis generaciones con sus partidas de bautismo, casamiento y defunciones. Arboles genealógicos frondosos y abundantes entronques con media Guipúzcoa desde hace más de cinco siglos; todo eso salió como resultado del más detenido y prolijo estudio que los revueltos archivos de Guipúzcoa hayan podido tener.

Y resulté por ese lado muy guipuzcoano, de cepa vieja, a la par que muy vizcaíno también; de Bilbao, de Arratia y de Llodio y de Zumaya.

¿Con qué pagar ese erudito y enorme Irabajo? Que es, como son todas las cosas de mi querido amigo, magnífica.

Imposible para mí hacerlo con un libro de estudio, serio y documentado; yo no sé hacer eso, sino todo lo contrario; esto es, un libro de sentimiento, de recuerdos, de imaginación a lo sumo; y así, poniendo lo único que yo tengo, que son: buen deseo y recuerdos gratos, y mezclando mi gran reconocimiento a mi amigo, con mi gran cariño a Bilbao, a Vizcaya y a mi país vasco, y tomando por pauta la más severa sinceridad, escribo estas cosas, que van a continuación y que dedico gustosísimo a mi entrañable amigo Adolfo.

Aunque achicado, sin falsa modestia, por la labor que él me dedicó antes, tengo presente al hacerlo que sabrá apreciarlo; más que por su valor, por el de nuestra buena y vieja amistad, y porque él por su parte abunda en el mismo querer intenso a nuestro pueblo y patria comunes; y tendrá satisfacción sincera en cualquier cosa que pueda servir al conocimienlo y estimación de lo que fué nuestro Bilbao, vivido por nosotros, hace más de 50 años, a que alcanzan mis recuerdos.

En cuanto a mis amigos y paisanos todos, chimbos de nacimiento y corazón, me alegrará que les sean gratos los momentos de lectura de estas páginas. Con ello quedará muy recompensado este modesto esfuerzo mío.

Los dibujos y reproducciones hechos por bilbaínos, especialmente por Manuel Losada, que tan abundante y profundamente ha sabido evocar con lápices y pinceles al Bilbao antiguo, y que van con este libro, podrán servir, más que el texto mismo, para amenizarlo.

* * *

DOS ADVERTENCIAS: Si en gran parte estas memorias pueden parecer algo como una autobiografía, debo advertir que al relatar mi modesta vida íntima, mezclada en ellas, lo hago sólo como el mejor método o plan aplicable a tan variado y heterogéneo surtido de recuerdos, bastante diffciles de ordenar de otra manera. Pido por ello perdón anticipado a quien lea y pueda creer que encierra petulancia o vanidad, con empeño de hablar de mí mismo.

Advierto también a quien estime que el lenguaje empleado, especialmente en diálogos y relaciones, no es el castellano de hoy en Bilbao, se dé cuenta de que en aquella época de transición de un mayor uso del vascuence por el pueblo, tanto el vocabulario. como la sintaxis y la prosodia eran otros, hasta en las clases más elevadas y cultas, y que al recordar unos y otras es inevitable a quien las ha vivido volver a aquellas formas, sin las cuales parecen desprovistos, escenas y diálogos, de su color y aun de su misma exactitud de expresión.

San Sebastián, 30 de Noviembre de 1929.

EL AUTOR.



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Olaveaga a fines del siglo XVIII

Cuadro de Luis Paret, actualmente en la colección de de Lord Bearstead, en Carlton Gardens, Londres



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El Muelle del Arenal a fines del siglo XVIII

Cuadro de Luis Paret. A la derecha, Arenal y Sendeja; al fondo, el Convento de San Agustín, y, entre ambos, el palacio de Quintana





PRIMERA PARTE

1870 - 1880



Recuerdos nebulosos

EL primero que yo tengo, de cosas por mí vistas en mi niñez, fué la entrada de Amadeo por mar, en una fragata («Numancia» o «Victoria»), desembarcando en Las Arenas y siguiendo en landó a Bilbao, acompañado por numerosos coches con las autoridades y comitiva.

Mi familia veraneaba en Las Arenas, y en la tarde algo lluviosa de la llegada, se hacía la espera en la pequeña terraza del Establecimiento (hoy Club del Abra), y entre el personal allí reunido estaban los hijos de Prim, de luto riguroso de su padre. De los dos, la menor, que era la hija, jugaba con nosotros, los niños veraneantes, pero su paso por Las Arenas fué breve.

Los veraneantes seguimos a la comitiva y chicos y grandes llegamos hasta la Salve, donde fué recibido por el Alcalde de Bilbao, Don Alejandro Rivero (mi futuro padre político, por cierto), dirigiéndose al Te Deum en Santiago.

De las fiestas que siguieron no conservo recuerdos, pero sí de la comida que, al aire libre y en el campo de Volantín, se dió a las tropas al advenimiento de la República poco tiempo después; conservando la visión de las largas mesas con manteles blancos, debajo de la frondosa arboleda que entonces formaba aquel hermoso paseo.

Por cierto que, de aquella fiesta, guardo otro recuerdo preciso, que fué el de unas enormes y numerosas fuentes de arroz con leche que, para servir a los soldados, se veían alineadas y preparadas sobre unas tablas, y que me explicaron, al verlas, diciéndome eran un obsequio que la República hacia a sus soldados. En mi condición de chico goloso, me quedó por mucho tiempo la visión de la República como la de una señora espléndida y generosa, cuando tales y tan inmensas delicias repartía.

Y en poco estuvo que, por ello, no siguiera siendo republicano por toda mi vida.


El Muelle del Arenal

EN esos primeros años, y por vivir en la última casa de la calle de la Estufa (hoy Viuda de Epalza), que hace esquina a la Sendeja, que por cierto está hoy en el mismo estado que entonces, las impresiones más vivas son, para mi, las del Muelle y Paseo del Arenal y Sendeja: los lanchones, pataches y bergantines, las gabarras y las zapatillas. Estas fueron, primero, dos: «Bilbao» y «Portugalete», y hacían el servicio por la ría, entre el Arenal y el muelle viejo de Portugalete, próximamente en una hora, y combinando con las mareas, a causa de los churros de la «Salve» y de «la botica de Olaveaga», donde no tenían calado bastante a bajamar, y por lo que hacian trasbordo de los viajeros a «La Paloma». Era ésta una enorme diligencia de muchos asientos, que los llevaba de Olaveaga a Bilbao o viceversa, en cuanto el paso del vaporcito se cerraba por falta de agua. La mitad del vaporcito, de popa, era una gran cámara cubierta, y la proa descubierta; por esa forma se llamaban zapatillas. Más tarde hubo un tercero, de corte más moderno y airoso y mayor capacidad: el «Luchanita».

El tráfico del Muelle del Arenal era muy animado, especialmente hasta el Puente de Isabel II, que ya desde el 63 no abría su ojo móvil del lado de Albia, y de mercancía general: harina, coloniales, barricas de vino y de aceite, y tabla de Francia, cuyos montones de tablón plegado eran motivo de juego y diversión para los muchachos. Nada de tranvía urbano, ni camiones; el suelo del muelle estaba adoquinado y la narria era el vehículo más común de transporte. Se componía de dos tablones de canto, separados entre si de unos 70 u 80 centímetros, con las puntas redondeadas como los trineos; las barricas y carga iban sencillamente encima, y la carga y descarga eran muy cómodas; para facilitar el resbalamiento de los tablones sobre el adoquinado, llevaban delante un barril con agua del que, por dos guías de trapo, escurrían para humedecer el suelo por delante de cada ta- blón. La tracción era de bueyes. El conjunto era para su tiempo muy eficaz y además sencillísimo y fuerte.

De los lanchones, pataches, quechemarines, bergantines y goletas, había algunos con nombres ya familiares. La mayor parte eran de la costa cercana; traían cal hidráulica, de Zumaya; tabla, de Francia; vino, carbón, etc.; y de entre ellos recordaré siempre el de un patache que dió lugar a una denominación muy original. Algún armador, entusiasta de asuntos mitológicos, llamó a su barco «Joven Telémaco». Este, sin duda, se perdió, y al rehacerlo lo llamaron «Nuevo joven Telémaco». Algún otro armador celoso, y por lo visto más modernista, bautizó a otro patache con el nombre, ya algo anacrónico, aunque entonces de actualidad, de «Joven Telégrafo», y como la fragilidad hacía, sin duda, efímera la vida de estos barcos, también éste se perdió, y al reproducirlo le llamaron «Nuevo Joven Telégrafo», nombre que daba que pensar en el Muelle, no sólo a humanistas y filólogos, sino a muchos mirones que quedaban ante él perplejos buscando algún significado oculto.

Los vapores que llegaban al Arenal eran pocos y bien conocidos. Por de pronto, el «Pelayo» y el «Vizcaíno Montañés», pintados de negro y con ruedas de tambor blanco, hacían un servicio regular con Santander, que entonces tenía mucha importancia, para combinar el comercio de harinas y coloniales con América, ya que nuestro puerto aun no albergaba trasatlánticos.

«El primero de España». que se llamó así porque, según se decía, era el primer vapor de hélice español; años más tarde vinieron el «Fomento» y el «Progreso», para el servicio regular a Burdeos, y los despachaba la correduría de Maruri, en la Estufa. y Juego los de carbón de Asturias, el «Fátima» y otros de la casa de Oscar Olavarria, de Gijón, de origen bilbaíno.

Pero en aquellos primeros años no sabía yo esos detalles, salvo el nombre de los vapores, que todos los chicos conocíamos de lejos, y que difícilmente llegábamos a escalar sus puentes estando amarrados, con la ilusión de viajes fantásticos y de aventuras imaginarias.

Pero lo que si sentíamos, vivíamos, aspirábamos y nos dejó a todos recuerdos imborrables, era la alegría y el movimiento de aquel Muelle. A cambio de ser pequeños, los barcos de vela eran muchos; el ajetreo de barricas, tablas y narrias; el poner y soltar amarras; las cargueras, cantando y pasando la plancha al barco con sus cestos en la cabeza; los silbidos de llegada y paso de vapores, y los anuncios, con tres pitidos largos, de las salidas de las zapatillas; eran ya en si notas de animación y movimiento, que llegaba a su periodo álgido, cuando uno de aquellos remolcadores de ruedas, el «Volador» o el «Algorta», pintorescamente pintados de azul y verde claro, con sus chimeneas encarnadas y sus inmensos tambores de ruedas blancas, entraban airosos en aquel trozo de ria y zarandeando con sus paletas y levantando gran oleaje, agitaban botes, gabarras, lanchones y vapores y chapoteaban con sus oleadas, rampas, escalas, escaleras y orillas.

Para mi era, y sigue siendo aquél, uno de los cuadros más alegres que recuerdo de mi vida, y podrá toda la grandiosidad actual del puerto de Bilbao dejar, en cifras, arrinconado a nuestro Muelle del Arenal de entonces, pero como animación y alegria, como pintoresco y vibranre, aquéllo era mayor y único, y tenía que serlo, ya que allí estaba el germen vigoroso y fuerte de donde salió después el hermoso pueblo de hoy.


Olaveaga

POCO recuerdo yo, en estos primeros años antes de la segunda guerra carlista, de lo largo de toda la ría, pero si tengo la idea de los barcos atracados en Olaveaga. Como alli estaban los churros un poco más aguas abajo, y después de los «tres puentes», amarraban muchos de ellos de más calado; y, o bien descargaban allí toda la carga a gabarras y almacenes de las casas bilbaínas, o la aligeraban y seguína luego hasta el Arenal o la Ribera; a ésta, mientras fué móvil un ojo del puente de Isabel II , en el Arenal, y pasaban de él aguas arriba.

El bacalao, por ejemplo, se descargaba gran parte en Olaveaga, y como se hacia a brazo y por cargueras, había siempre que contar con una merma sensible por ese sistema de descarga inevitable.

Por eso, sin duda, ya era legendario entonces que ningún vecino de Olaveaga había jamás comprado un bacalao en Bilbao.

Las gabarras, con la carga tomada a los barcos en Olaveaga, subían a Bilbao a la sirga, y en el paseo, junto a la ria, habla que separarse a menudo para dejar paso a la fila de pobres mujeres que, inclinadas hacia adelante y unidas en fila a la cuerda por bandoleras de lona o cuerda, aplastando sus pechos, tiraban de ella con paso decidido, para arrastrar la gabarra contra corriente.

El cuadro es igual al que hoy conocemos como de las «bateleras del Volga».

¡Qué lejos estaban aquellas pobres mujeres vizcaínas cargueras y sirgueras, y de ordinario las dos cosas alternando, de las leyes modernas de protección al trabajo y a la mujer! Pero no era esa falta de protección la que les impedía el cantar y reir, ni el decirse en el pintoresco lenguaje popular de entonces, todas aquellas cosas que formaban tan ameno florilegio y que regocijaban, contadas luego en tertulia, a los chimbos de la época.

¿Y de canciones?

No pretendo trasladar aqui el folk-lore de Olaveaga y la Sendeja de entonces; pero de la época, y aunque aprendidos pocos años más tarde por mi, son, aquella deliciosa invocación de las Capitanesas, pilotesas y mayordomesas de Olaveaga en los viajes de sus maridos:

San Antonio Finisterra
Tira los brasos a tierra
Dale viento a mi marido
Que viene de Ingalaterra.

y las profundas reflexiones filosóficas de las cargueras que, bajo el peso del cesto cargado, que lograba aminorar poco el sorqui, lanzaban al aire lo de:

Arbolito bien plantao
Siempre parese arbolera
La mujer de buen marido
Siempre parese soltera.

o la, más profunda aún, de:

Del pino se hase el carbón
Y le llevan a Valensia.
Cada cual debe atender
A su propia conmenensia.

* * *

¿Y de personas y tipos? No puedo yo precisar en aquellos años, si fueron ocho o diez antes o después, pero seguramente fué en tiempo de los churros, cuando heredó el famoso «Arrogante», espléndido pescador de caña de Olaveaga; pero el hecho es, que recibió una bonita suma y tuvo la humorada de cambiarla toda en onzas y centenes de oro, hasta llenar con ello un profundo cajón de su cómoda.

Del cajón iba tomando, y sin contar, monedas y monedas, según su antojo en gastarlas, y libre de toda preocupación de contabilidad, fué tirando, hasta que un buen día, resentido el cajón de las repetidas y abundantes sacas , enseñó las tablas del fondo a través de las monedas.

«¡Ya se le ve el churro al cajón!», parece que dijo, y recogiendo las monedas de oro que quedaban, las cambió en plata y volvió a tenerlo lleno con aquella nueva subida de la marea.

No sé si tuvo que llegar a cambiar la plata que quedase, al asomar el churro en otra bajamar, por cuartos y ochavos, que era el cobre entonces circulante, pero lo que sí es fama, es que vivió glorioso y arrogante como su mote, y sin entregarse jamás a la tétrica y fría contabilidad, antítesis de su ancha y espléndida vida de aventurero y arlote.

Tampoco estoy muy seguro de si fué en estos años o algunos después lo del famoso viaje de Jado, pero debió tener lugar en la época en que la mayoría de los barcos paraban en Olaveaga.

Paseaba este muy bilbaíno y excelente caballero, una mañana, por la orilla de la ría, Salve adelante, y llegando a Deusto y sus «tres puentes de tabla», se encontró con un amigo suyo, capitán, que estaba en tierra, frente al barco de su mando, y que era un barco velero.

-¿Qué hay? ¿Qué traes tú por aquí?-dijo el capitán.

-Pues nada; de paseo. ¿Y tú?

-Pues, chico, aquí. preparando todo para zarpar, y ya está todo listo. ¿Quieres ver el barco?

-Bueno.

Y subió el visitante al barco del amigo. Lo visitaron bien y al salir del bonito camarote del capitán y de tomar una copita de Jerez, preguntó Jado:

-Y ahora ¿adonde vas?

-Pues a Chile-dijo el otro-. ¿Quieres venir?

-Hombre, no he dicho nada en casa.

-Pues, por eso. no importa; manda recado con uno de aquí.

No debió de dudar mucho nuestro buen hombre, y llegado a su presencia el recadista, le dijo:

-Bueno, vete a mi casa y diles que no me esperen a comer.

Y sin más preparativos ni ceremonias, se sentó a comer con el capitán y salió para Chile en barco de vela, con viaje de varios meses de duración. Parece que a la vuelta, y desembarcando con un loro en el hombro, decía a sus amigos y parientes que salían a saludarle:

-Sí; ésta se ha... chiflado en todas.


La Salve

PERO, por ahora, volvamos a otros recuerdos de esa época, para mí poco definida y nebulosa, de antes de la guerra. Ya hablaremos más tarde del Arenal, ese paraíso terrenal de nuestro tiempo. y que, claro está, es también un precioso recuerdo; y de Ripa, con su casa de «la locomotora», obra de mi padre, y que aún existe, con algunos almacenes de los que hacían de vagones detrás.

Desde mi casa de la Estufa, y siendo piso cuarto, y alto por consiguiente, era lo que más enfrente tenía, viéndose detrás y hacia Albia la casa de Arana, la Iglesia, y cerca, más adelante, las dos casas de campo, donde habitaban la familia de Lund y la de Mac-Mahón, don Pedro.

Estos, que por allí vivían, eran unos valientes, porque Albia estaba en nuestro ánimo entonces más lejos que Begoña, y pasar el puente, aun sólo hasta la casa de Mazas, era una expedición al extrarradio.

Recuerdo de una fiesta hecha en honor del Papa Pío IX por entonces, en que hubo iluminaciones; la casa de Arana la pusieron con farolillos de aceite en vasitos de colores. A mi me pareció aquello tan fantástico, que lo recuerdo todavía con ilusión.

Paseando por el muelle de Ripa, hecho pocos años antes, se llegaba a una zona enfrente del campo de Volantín, en que el muelle, que era de rampa inclinada, estaba libre de tráfico y poblado de pescadores, de aparejo largo y muy ilustrados. Había quien atendía a cinco o seis aparejos a la vez, y para ello las cuerdas iban a amarrarse a unos arcos, algo como el central de un croquet, que es de donde debieron tomarse.

Tenían una campanilla que al tirón del muble sonaba. Excuso decir lo interesante que era para nosotros, los chicos. aquella faena. Junto al muelle, había unos preciosos cañaverales, y por detrás, se subía al alto de Albia, preciosísimo sitio lleno de caseríos, estradas, arboledas y sembrados, y que los actuales habitantes del Ensanche, que los ha devorado, no pueden ni soñar.

Al final estaba «La Salve» que, en realidad, era la vuelta hacia Deusto, al otro lado; pero por el lado de Albia tenia una suave playa que se llamaba «Fontanet», donde acababa el muro de muelle, y allí funcionaba:


«El Barquero»

ESTO de «el barquero», que fué la escuela de natación de nuestra generación, yo no estoy seguro de si funcionó sólo después de la guerra o antes; yo, al menos, concurrí alli después, pero tengo el recuerdo de que durante años estuve deseando que en casa me considerasen de talla para poder ir, y, por tanto, mis primeras impresiones debieron ser en esa época.

«El Barquero» se llamaba Ramón, y, por las tardes de verano, salía con su gabarra del muelle, de junto al teatro viejo, llena de chicos que llevábamos el taparrabos envuelto en un paño de manos, y el todo atado con una cuerda a la bandolera. Ramón guiaba y remaba la gabarra con un solo remo largo, de popa, y en la punta de la proa iba el perro de aguas, blanco, Peti, sentado, vigilante, y pelado según la moda de entonces, que consistía en dejarle su pelo rizado en la mitad delantera del cuerpo y pelado por detrás hasta la piel, rosa de salchicha, pero dejándole en rabo y patas unos pomponcitos de lana que eran característicos. La moda esa, que hizo furor, parece la importaron los carabineros, que tenían casi todos animales de esta raza tan inteligente.

La gabarra se deslizaba tranquila por el río, guiada por Ramón, y los chicos cantábamos en el trayecto canciones de ritmo, marineras, que iniciaba Ramón y dirigía entonando al unisono nuestro, con una gran voz de bajo que, unida a unas barbas y una tez de marino viejo y a cierto aspecto de serenidad y nobleza del maestro, despertaban en nosotros gran respeto y admiración.

El régimen era como de a bordo, y el mando todo en tono y términos marineros.

«¡Echeisos seis o siete más a estribor, que van muchos a esta banda! ¡Vengáis ahora todos a popa, a que levante el puntal de proa y tomar tierra!»

Esto era al llegar a la playa de «La Salve» y embarrancar suavemente, para empezar el baño. Parada la lancha y echada el ancla, nos desnudábamos y bajábamos de la gabarra al agua.

Ramón iba cogiendo a los primerizos y, después de ponerles los corchos, les tendía boca abajo, y cogiéndoles de la barbilla, les daba las primeras lecciones. en las que cada intentona iba acompañada de sendas tragadas... Los dejaba un poco y se hundían y salían apurados, y a fuerza de «¡despacio!. ¡a la una!...», y alguna que otra guantada o zarandeo a los más lerdos, se pasaba a la categoría de los que ya andaban en la orilla solos y con corchos y en sitio que no cubría. Poco a poco. el progreso llegaba a ir a pasao, esto es, a más fondo que la estatura, y éste se probaba tapándose con una mano la nariz y con otra sacada al aire por encima de la cabeza, hasta tocar fondo en la zambullida; luego venían los saltos y cabisbajos y la plancha y a lo perro y bajolagua, y todas las habilidades, a las que coronaban como diploma ya de nadador, el pasar la banda con cabizbajos a la vuelta.

Cuando Ramón terminaba con los primerizos, cogía el remo y subido a la popa de la gabarra, desde allí, lo manejaba, dirigiendo la maniobra general y corrigiendo malos pasos; a algunos que andaban apurados, les tendía el remo para ayuda; a otros, que desobedecían, haciendo algo impropio de su adelanto en natación o dando guerra a los demás, los amenazaba con él, y de vez en cuando descargaba algún remazo sobre hombros o nalgas, en forma que era forzoso obedecer; para los casos graves, estaba Peti, que salvaría a todos los que tuviesen peligro, según era fama. A la diversión del baño y sus peripecias, se añadía el paso de vapores de ruedas por la ría, que levantaban olas y convertían aquello en playa de gran movimiento.

Unos chalos repetidos, y todos a vestir para volver al pueblo en la misma forma, barquero, chicos y perro; mordiendo las meriendas a tariscos, discutiendo luego las proezas de la tarde o las legendarias de algún «as», gran nadador de la partida, como Hilario Lund, y después, nuevos cantos aún, hasta llegar a la Rambla del Teatro.

¿Qué recuerdos de playa moderna ni de fiesta deportiva náutica podrán borrar la memoria de aquellas alegres tardes de «el barquero», tan saboreadas?


Entre-calles

TAMBIÉN perdura el recuerdo de algunos cuadros de entre-calles, entre ellos, y como otra nota de alegría y color, la de la calle de la Cruz, hacia mediodía, al concurrir allí las aldeanas que por lturribide y las Calzadas volvían de la Plaza Vieja con sus cestos y sacos; las criadas, con el mismo camino y parándose en el puesto de la Cuartera del portal de Zamudio para hacer el cambio y el recao, porque hacía a la vez de agencia de colocaciones; e interpelándose, en vascuence o en castellano chapurreado, las unas a las otras; y dominando todo aquel borbor de las conversaciones y pasos, el grito alegre de lebatz prescuáaaa de las merluceras de Bermeo y de shardiña frescuáa de las sardineras de Santurce.

Todavía el vascuence hacía gran servicio en el vocerío callejero; hasta el mismo rosquero francés, que ya salía a esas horas, cantaba su:

Bérua, bérua, bérua,
Llevaros pronto las roscas;
Acaba, ácaba, ácaba,
Que quedan muy pocas ya.

con su cavatina de:

Si las roscas no están calientes,
No será culpa del vendedor,
Porque el hornero siempre las saca,
En el momento de dar las dos.

Yo no sé si este mismo francés de las roscas y de las que también se llamaban «Paminchas» fué el que inventó, o por lo menos dió nombre, al foi; lo que parece seguro es, que fuese él u otro compatriota suyo, quienes hicieron primero en Bilbao pan francés, y lo pregonaban como pan comme il faut para eI chocolate. Y, sin duda, por el proceso filológico correspondiente, pasó a llamarse pan faut y luego fot a secas, que era el más expresivo y sintético, con sus derivados de los fotes y la fotera.

Pues, ¿y el olorcilo clásico de entre calles? Aquella mezcla simpática de especias de ultramarinos, olor de tejidos nuevos, el de cacao de las confiterías y el que despedían las cestas llenas de verduras frescas de las aldeanas, ¿quién lo olvida?


Los Caños

MI padre, que era un bilbaíno nacido en la Plazuela de la Encarnación, donde vivió también mi abuelo, y murió a los 96 años, me llevaba mucho de paseo por «Los Caños», que era una preciosidad. Hasta hace poco, han vivido espléndidas las hayas del paseo de «los Druidas» famoso; y debajo de él se paseaba por el enlosado que cubría el canal de las aguas potables de «Uzcorta», que entonces abastecían la Villa. En una losa estaba grabado el pie del ángel que pisó allí, dejando una huella menudita, con ocasión, yo no me acuerdo de qué intervención, que me contaban entonces; más allá, había otra grande y deforme, que era el pie del diablo; por debajo, hacia la ría, chopos y césped y los puestos salientes de los anguleros.

Más adelante, «La Isla», con una gran presa y un molino blanco y llena de hierba y chopos, y chopos y hierba en las orillas todas, y campos verdes y deliciosos, hasta «El Pontón», donde estaba la fábrica de harina y la de papel de «La Peña».

No había aún allí rastro de minería, aunque «El Morro», que dominaba toda aquella zona. ya era rojo y la presentía; y tanto desde Miraflores como desde toda la orilla de un lado y otro, no se veían sino paisajes frescos y verdes y un rio limpio y cristalino, deslizándose entre ellos.

¡Quién te ha visto y quién te ve, Nervión de mis primeros años! Y ¡qué pena da el que las minas no se hayan limitado a Somorrostro!


Estradas y chimbos

CITO con entusiasmo estos tres recuerdos difusos, pero agradabilísimos, de visiones de Bilbao de mi niñez primera, la ría en el Arenal, el de entre-calles y el de Los Caños y La Isla, por ser los más salientes en mí.

Por lo demás, en aquel entonces, todos los alrededores de Bilbao eran una campiña fresca y deliciosa, y por todos lados, los caseríos llegaban casi hasta el poblado, comunicándose por las estradas, que eran el paseo predilecto del bilbaíno, lo mismo para ir a chimbos como al chacolí.

Y ... ¡no he dicho casi nada! ¡Chimbos y chacolí! Pero, todavía, no hablemos de esto más que en lo pertinente.

Mi padre era un chimbero empedernido. Con decir que en una ocasión salió con la escopeta y, entre paseos, coches y trenes, llegó a Haro, cazando chimbos, está dicho todo.

El dibujo del Chimbero, de Anselmo Guinea, que adjunto, y que es una acuarela que hizo por mi deseo, con las otras dos del Angulero y el Cazador con brinque, hacia el 1896, para decorar un comedor en Zorroza, es, tal vez, mi padre, copiado, pues el parecido es grande.

Esas brujaca, cuerno de pólvora, etc., que allí se ven, eran los adminículos de entonces, y el perro chimbero, de raza indefinida e indefinible. Pero yo ya alcancé el tiempo de la escopeta «Lafoucheux», y cuando mi padre salía, días sueltos por la mañana, me llevaba con él, llevando yo la canana de cartuchos y una brujaca pequeña con red, que me hizo, para colmo de ilusión, pues yo tenia siete u ocho años.

Según mi padre, los chimbos se dividían en muchas variedades, chimbo de mora o zarza, chimbo de maizal, de higuera, de parra y otros, y como el más especial el chimbo hormiguero, que sacaba en el suelo la lengua y se le pegaban las hormigas que luego chupaba o comía; ¡qué sé yo cuántas clases! Los maliciosos, incluso a los gorriones los llamaban chimbos de tejao, para burlarse de los chimberos.

¡Qué bonitas mañanas!; ¡qué ilusión las de aquellas alertas y es- peras continuadas, aquellas ansiedades hasta el disparo, y aquel correr y buscar entre hierba el hermoso chimbo que se reconocía enseguida y se guardaba con satisfacción cuando, después de soplarle para separar las plumas posteriores de debajo, se descubrían las mantecas; aquellas mantecas que luego, en la cajita de papel, y con perejil y pan rallado, iban a hacer, con su amargor fino, las delicias de nuestro paladar bilbaíno en la mesa.

En aquellos arcaicos tiempos, todavia el chimbo era abundante en los alrededores de Bilbao, y lo fué hasta que, como más tarde explicaba Adolfo Guiard, deliciosamente, vino la invasión de belgas a la fábrica de vidrio de Las Arenas, y las belgicanas, para haser dulse, arrapaban toda la mora. El chimbo tuvo que emigrar, según él, falto de su pasto natural y, ya a su paso, se desviaba de Bilbao hacia estradas más fértiles en moras.

Para acabar con esto de los chimbos, diré yo, ahora, que posteriormente y durante toda mi vida, he querido saber qué género de pájaro era nuestro chimbo y no lo he conseguido.

Es ave de paso, conforme, pero ¿qué pájaro es? No lo sé; hubo un momento en que viendo en Tartás, de las Landas en Francia, cebar a los famosos ortoláns, creí que lo había conseguido, pues este pájaro también es ave de paso en Septiembre, y, aunque un poco mayor, se parece al chimbo y tiene mantecas al cebarse, pero ¡quiá!, ¡qué desilusión!; resultó que el ortolán, en castellano, se llama mugarriza, y que este pájaro no es el chimbo. Y no he sabido más; verdad es que no he sido cazador sino de niño, y de acompañante, y eso que yo no sé, seguramente sabrán amigos mios de entonces, que han sido formidables cazadores toda su vida, como Luis Briñas, Perico Mac-Mahón, Tomás Urquijo y Pepe Urigüen.

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Barcos en construcción en los Astilleros de Ripa hacia 1860


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Astilleros y casa de Arana en Ripa y San Vicente de Abando hacia 1860



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El Campo Volantín y la Salve en 1874


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El Muelle del Arenal en 1874


Los puentes colgantes

NO hay en elmundo
Puente colgante
Más elegante
Que el de Bilbao.

decía la canción, pero era de bastante inexactitud entonces ya, porque en mi tiempo había en Bilbao dos puentes colgantes: el de San Francisco, donde hoy está el de hierro, y el de la Naja. entre el de la Merced, que entonces era una pasarela de madera, y el del Arenal.

Los dos eran a cuál más elegantes y airosos, y muy especialmente el de la Naja.

Hubo muy buen sentido al hacerlos, pues en aquella parle de la ría, los aguaduchos o riadas, por ser sitio estrecho, se llevaban por de- lante todos los pilares imaginables, como le pasaba al de la Merced.

Pero si la obra de ingeniería era buena, la decorativa y artística era más feliz todavía. Tenían pilares de apoyo para los cables en las dos orillas, unidos por arcos, y más altos en el lado de Abando, y éstos estaban decorados con armas y escudos en colores, de muy buen efecto, sobre la piedra sillar de Motrico, de que estaban hechos.

Se cimbreaban graciosamente con el ritmo del paso de los peatones, para quienes era solamente; y en el de San Francisco, cuando pasaban por él y hacia el cuartel las tropas, que aun al paso de camino eran un esfuerzo para el puente, era una delicia para los chicos disfrutar del zarandeo.

El piso de tablas, flexible, se ondulaba de un lado al otro en el largo, y se veía la onda pasar de un pilar al de enfrente.

Dos bombas carlistas, de 1874, cayendo sobre sus cables y tableros, acabaron con ellos, y ya no se reconstruyeron más, sin duda por necesitarse ya de paso rodado y piso más sólido.

Todavía, y hasta los últimos años del siglo XIX, estaban en pie, junto a la calle de Bailén, el arco y pilares soberbios del de la Naja, con sus armas de Abando policromadas encima; y era una cosa rara aquel arco que daba en la ría, al vacío, tan suntuoso y con armas, sin que quedara ya rastro en la orilla de enfrente de la Ribera, de puente alguno. No se lo explicarían fácilmente los forasteros que nada sabían del puente colgante que allí hubo.

Así, luego, nos contaba un amigo que vivía en la Ribera y enfrente, que un día que él salía de casa, flaneaban divagando, en un descanso de sus ensayos, unos coristas de ópera italiana, que funcionaba entonces en el teatro; y que, parados en la orilla, miraban asombrados al monumento aquél, preguntándose: «Ma, ¿que cosa é questa?». Y uno de ellos, el más instruido, o de más imaginación, de la partida, dió enseguida con la explicación: «Questo, questo, é la tomba d'un cavalier».

Años después, se derribó la «tomba» y quedaron sólo el recuerdo y la canción de aquellas dos airosas y preciosas construcciones del cultísimo Bilbao, que entonces era «nuestro Bocho», en punto a urbanización sobre todo.


Los Aguaduchos

ERAN entonces relativamente frecuentes e impresionantes. Yo me acuerdo de ellos y me dejaron memoria, porque siendo mi padre Arquitecto municipal, en cuanto empezaba a cantar el sereno «las... tantas y las aguas subiendo», ya estaba tirando de una campanilla de alambre, de mi casa, para despertarlo, ordinariamente porque peligraba el puente de la Merced.

Mi padre se levantaba e iba a tomar las disposiciones más convenientes para el caso, en medio de un diluvio generalmente, y en casa todos quedábamos impresionados y oyendo el ruido que se traía la ría.

A menudo pasaba los muelles y se inundaba parte del Arenal y llegaba hasta la entrada de la calle del Correo; recordando yo bien haber visto anegada la tienda de Quintana, el pintor, en la esquina del Bulevar.

Poco a poco, y con el dragado de la ría, fueron desapareciendo aquellos inconvenientes.


La vida social

POR entonces, los bilbaínos se trataban y consideraban todos entre sí, con la intimidad del paisanaje y la mayor confianza, y con sencillez rayana en la amistad general.

Como muestra de lo que era el Bilbao de entonces y de cómo ni en los espectáculos públicos se perdía el ambiente de gran familia en que todos los bilbaínos vivían, citaré el caso de que, al entrar mi padre en el teatro por la noche, era interpelado en alta voz por amigos, que, como Juan Amann, le preguntaban cosas de este tenor:

-¡Pachol ¿Qué has matado hoy?

Y de responderle, entre el silencio de la sala:

-Pues, seis de zarza en el Cristo, y luego diez y ocho de maizal; diez de higuera en Begoña, y un hormiguero al bajar por Patas.

-¿Gordos?

-Si; están buenos; ya te mandaré algunos.

Y luego del comentario general, se levantaba el telón.

* * *

Otra noche. parece que, con ocasión de estrenarse «La Sonámbula», discutían mucho las bellezas de la ópera y lo inspirado de los temas. El mismo Juan Amann, gran aficionado a música, sostenía, en los pasillos, lo escaso de la inspiración.

A l llegar un pasaje muy conocido, e iniciarse la melodía de un aria, del silencio general, en la sala, salió su voz clara diciendo:

-Eso no vale nada; eso lo canta una puerta de la calle de la Ronda.

Risas y siseos siguieron a la observación; pero a la salida del teatro, Juan Amann, rodeado de gran parte del público, sostenía la verdad de lo dicho, y, para demostrarlo, invitó a los presentes a seguirle para comprobar su afirmación.

Y allá se fué, con medio teatro detrás, hasta una casa de la calle de la Ronda, de las de gran puerta y aldaba monumental , con la que dió dos golpes, haciendo asomar a una vecina, a quien rogó que bajase a abrir la puerta.

La buena mujer, algo aterrada, sin duda, de ver aquella multitud y a aquella hora, cogió su palmatoria y enorme llave, y corriendo los cerrojos, hizo girar con lentitud la gran puerta que, efectivamente, en su movimiento, hacia oír claramente cinco o seis notas que exactamente correspondían a la famosa melodía y que todos aguardaban en silencio.

Una carcajada general y la dispersión para sus casas, fué el efecto inmediato, y después que Juan Amann dió las satisfacciones del caso a la mujer asombrada, quedó en todo Bilbao malparada, aquella noche, la inspiración de Bellini.

* * *

Las tertulias funcionaban entonces, y aunque el gas alumbraba ya hacía años, pues Bilbao fué la primera población de España que lo puso, todavía se usaban faroles de velas y acompañantes para estas idas y venidas nocturnas. Recuerdo el de mi casa, bien limpio y reluciente y con redondelas de papel rizado en la base de las velas, para recoger su lagrimeo.

Y a propósito del gas. Recuerdo haber oido contar en mi familia, que poco después de puesto en marcha este servicio, hizo una visita a Bilbao la Reina Isabel ll, con el Príncipe Alfonso, de muy pocos años; y que en una noche de las de fiesta e iluminación por la real visita, hubo un apagón general en el pueblo, quedando a oscuras. Era alcalde Don José Jane, mi pariente, el cual, temiendo alguna intentona propia de aquellos tiempos pre-revolucionarios, y dándose cuenta de su responsabilidad, parece que, en medio de la oscuridad, cogió al Príncipe, lo arrebujó y disimuló debajo de su propia capa, y en esa forma, y sosteniéndolo con un brazo, lo llevó sano y salvo a la Diputación, donde estaba la Reina, entregándoselo y devolviéndole la tranquilidad perdida, por la alarma general que a ella había llegado.

* * *


El Salón de la calle de los Jardines estaba también en auge. Este Salón, del que nuestro inolvidable Juan Carlos Gortázar nos habla en el interesante libro «Bilbao a mediados del siglo XIX», y refiriéndose a su vida y programas de hacia 1850, vivió hasta la guerra, y después de ella hubo una intentona de su reconstrucción primera, y luego otra en la casa que dejó libre la Sociedad «El Sitio» al trasladarse ésta a su edificio propio de Bidebarrieta; y si enlazamos y seguimos a la Sociedad de Cuartetos del Salón del Teatro, que lo continuó, su traslado, hecha ya Sociedad puramente musical, al Salón del Instituto, y, por último, su fijación definitiva actual en el gran edificio del Ensanche, habremos repasado la genealogía de la actual Filarmónica, nieta o biznieta de El Salón de la calle de Jardines.

En esta época se hacía más que música; había funciones y se recitaban versos; se daban bailes de niños con disfraz. De éstos, yo recuerdo dos, por lo menos, a los que asistí vestido de abate el uno y de postillón el otro. Para prepararnos y aprender a bailar los rigodones, polkas, valses y mazurkas, que privaban entonces, íbamos los chicos a casa de «Doña Jacobita», una escuela de niñas, en la que, terminadas las clases, Gorbeñas, Aguirres, Aznares, Gortázar, Zabálburu, Palmes y Rochelt, Amann, Arisquetas, etc., en agraz, y otros muchos chicos de familias de la época, aprendíamos el paso debido, marcado a chalos por la maestra y tarareado el aire por su hija.


Episodio infantil

POR último, destaca para mí, de aquel entonces también, un recuerdo personal angustioso que, aunque impreciso, no es para olvidado.

Una tarde, en el Arenal, tragué una espiga de Pedro Juan; espigas que, puestas en la manga con las barbas hacia fuera, y golpeando un poco en el brazo, subían por dentro de la ropa. Metiéndolas en la boca y diciendo «Pedro Juan», se metían hacia dentro.

Debí hacer la experiencia y me llegó a la garganta. El apuro fué tremendo. En los brazos de la aña, me tenían boca abajo en la fuente de los «tres niños», junto a «las acacias», fuente que hoy existe aún. Las demás añas, apuradas, me pegaban golpes en la espalda, sin duda recordando lo de la manga, y como yo debía estar morado del apuro y de ahogo, me daban con el chorro en la cabeza. Todavía veo el mármol rojo y los barrotes de hierro en la fuente que tuve ante los ojos y recuerdo la sensación de congoja, horriblemente desagradables, y oigo los gritos, en vascuence, de las añas apuradas.

Yo no sé bien por qué, ni cómo acabó aquello; pero debió de suceder que alguna de las añas, más avisada. me hizo tragar un tanque de agua, y con ello el Pedro Juan pasó. Lo que sí recuerdo bien, es la alegría y la tranquilidad que yo sentí después, y del pánico que cogí a los Pedro Juanes.

Y ya de estos primeros años hasta los siete u ocho, nada más podría yo decir de recuerdos directos, pues éstos en la memoria se esfuman y confunden con esas primeras impresiones infantiles, mezcla de sensación real y de imaginario, y están en el mismo plano la escena callejera, la letra grande y el grabado de los primeros libros de lectura o el ruido del roce continuado al desgaste en la piedra del balcón del hueso de albérchigo para sacar su almendra con un alfiler y convertirlo en silbo.

Pero en todas las edades, y en esas primeras sobre todo, de órganos y tejidos jóvenes y frescos, las impresiones fuertes quedan y sobresalen y en nuestra generación, por aquellos años de 1873 y 1874, venía algo que marcaba una etapa, y hasta una era; y ese algo fué la guerra y especialmente el bombardeo, ya que en adelante y por muchos años después el antes o después del bombardeo era la primera y normal división del tiempo, que fijaba nuestras ideas históricas contemporáneas.

La guerra

Emigración y bombardeo

EN realidad yo no me había dado cuenta de ella, aun cuando se hablaba a diario desde sus comienzos en mi casa, hasta el verano de 1873.

Antes de ese momento, si, oía yo hablar de partidas, encuentros, lugares, pueblos y jefes de ambos bandos que yo no conocía. Se veían más soldados, había a veces alojados en las casas y se notaban aires belicosos por todas partes; pero en los primeros años todo eso era más divertido y variado que triste, y nada capaz de producir preocupación.

Pero aquel mes de Septiembre de 1873, mi segunda madre Pruden Jane estaba pasando unos días en Portugalete, cuando una tarde fueron todos los bañistas y habitantes sorprendidos por un furibundo ataque carlista, que tuvo a mujeres y niños recluidos en los sótanos del Hotel de Calvo y demás del Muelle nuevo y por muchas horas, mientras en las alturas del pueblo y sus inmediaciones se batían duramente las tropas en nutrido tiroteo.

En un momento de descanso, y por la noche, pudieron los refugiados salir en botes y vaporcillos y venirse a Bilbao, aun tiroteándoles a su paso desde varios puntos de las orillas.

La llegada a Bilbao fué impresionante, pues la alarma de todas las familias era grande, y no olvido la llegada de Pruden y el relato de sus apuros y ansiedades.

Pocos días después, y ya formado el batallón de Auxiliares, una noche, inolvidable, hubo una alarma en Bilbao mismo y sonaron las cornetas en la calle llamando a nuestros hombres.

Se debió de temer algún ataque o sorpresa y, por tanto, algún encuentro inmediato. Allí fué el primer gran apuro de las mujeres. En la casa de la calle de la Estufa, en que yo vivía, y en el piso de en- frente, vivían Ramiro y Teodomíro Orbegozo. y en los pisos de abajo, mi tío Juan José Araquistain, don Salustiano Zubiría, don Ricardo Rochelt, los Bergareche, don Oscar Palme y los San Pelayo.

En cada tramo, pues, de escalera, y con todas las puertas de los pisos abiertas, se reproducfa el mismo cuadro. Los hombres. con sus gorras escocesas con escarapela y su armamento, procuraban despegarse de nuestras madres, tías y abuelas que no querlan salieran en ocasión tan peligrosa para iniciar su defensa de la Villa.

Ellas lloraban y suplicaban; ellos, calmándolas y tranquilizándose, iban poco a poco consiguiendo salir de entre sus brazos para cumplir su deber.

Luego quedamos solos mujeres y niños, y en constante zozobra y en acecho de noticias de los puestos de defensa se pasó aquella noche de triste memoria, y la primera que a mi empezó a darme la sensación de la parte dura de aquella guerra.

Después de aquella noche, hubo varias de alarma y mi padre con los demás convecinos iban y venían a sus guardias y relevos y traían noticias, que en casa se oían con avidez y a veces con indignación.


La emigración

Pero los incidentes de la guerra iban en aumento de intensidad y número; ya las alturas cercanas estaban todas pobladas de carlistas, se hablaba de una casi incomunicación por tierra y del próximo cierre de la ría, y allá por el mes de Noviembre mi padre consiguió sacarnos de Bilbao por mar, quedándose él.

¡Aquéllo si que fué triste e inolvidable! Entre las familias de Solaegui, de Conget, de !barreta y la mía con los Jane, se había fletado el remolcador «San Nicolás» (Flyng Scud), barco que por tener casco de hierro era muy estimable para defensa del tiroteo de las orillas hasta salir al mar.

En un anochecer de Noviembre nos esperaba en el muelle del Arenal, y aquel lugar, hasta entonces tan alegre, presenciaba aquel embarque que, como otros análogos, era bien triste; la separación de los hombres que allí quedaban y las despedidas de las mujeres inconsolables que iban a la tristeza del destierro, nos tenían a grandes y chicos acongojados.

Yo era de los más jóvenes de la expedición, pero los lbarretas, Enrique y Adolfo, Manolo Conget y las chicas de Solaegui, no eran mucho mayores, y aun de estas últimas hasta más jóvenes.

Nos metieron en la cala del barco y pusieron colchones en las paredes, por precaución, y tras la chapa del casco. Arriba, sobre cubierta, sólo el timonel, metido en una caseta forrada de chapa, asomaba. Un par de quinqués de aceite alumbraban tristemente aquella bodega, ya todos reunidos, y después de las emocionantes despedidas, el «San Nicolás» movió sus enormes ruedas laterales despegando del muelle del Arenal.

Iba el barco de prisa, para servir de blanco lo menos posible a los tiradores, pero ya frente a Olaveaga empezaron a sonar las balas en el casco con un ruido nada agradable, y no lo dejaron en toda la noche.

En Luchana y Desierto, el barco tuvo que hacer paradas y al llegar a Axpe le obligaron a echar ancla frente a Portugalete y su muelle viejo, pasando toda la noche en una gran ansiedad.

De madrugada, y después de una larga serie de órdenes cruzadas con el barco, se acercó un bote, subiendo un oficial carlista y varios soldados; revisaron todo y al no encontrar más que a niños y mujeres, el oficial, bastante amable, permitió la salida, y antes el que algunos marineros fuesen a las Arenas a comprar víveres frescos para el desayuno.

Poco después, y hacia las ocho de la mañana, salíamos del puerto y pasábamos la barra, cuyas tres olas grandes de enfrente a Santurce, con todo el zarandeo que dieron a nuestro pobre remolcador, nos parecieron deliciosas murallas de liberación que nos separaban de los carlistas.

Y salieron los colchones sobre cubierta, y poco a poco y con algún mareo y tranquilizada ya la expedición, se fué costeando durante el día para llegar a Socoa de noche bien entrada y desembarcar para dormir en Ciboure. Pasados unos días, salimos para Mont-de-Marsan, donde Solaeguis e Ibarretas-Uhagón tenían parientes, que amablemente nos ayudaron a instalarnos.

Nuestra casa era tristona y había enfrente una plaza de toros landesa, bastante primitiva y destartalada.

Yo empecé a ir a una escuela de «Hermanos de las Escuelas Cristianas», bastante espaciosa y con jardin. Los lbarretas también iban allí, pero, como mayores, estaban en clases superiores y los veía poco. Enrique, el futuro heroico explorador, que tan lejos llevó sus aventuras luego en América y tan alto ejemplo de valor personal dejó en nuestra generación, ya se iniciaba. Recuerdo que, como yo era pequeño, algo enclenque y español que aún no se deba a entender, los chicos franceses me burlaban y yo pasaba mis rabietas por ello. Como se enterase Enrique, se me ofreció para defensa. «Si te burlan, me lo dices»; y con aquella oferta y su amistad se acabaron las burlas. Y no era para menos; en poco tiempo se hizo respetar alli y temer.

Aquel quitarse con vehemencia la chaqueta, echarse para atrás y cerrarse a morradas con quien fuese preciso, dejó al pabellón español respetadísimo y los dos hermanos lbarretas, Manolo Conget, que también estaba allí, y yo, que era bastante menor, fuimos una colonia respetada.

El colegio tenía una fanfarre y el músico mayor lucia bastón grande y marchaba delante en gran tren de parada; Enrique tocaba un instrumento en la música, y un día que marchábamos en airosa formación a misa, con banda a la cabeza y marcando bien el paso, sucedió que el francés que iba junto a él debió de molestarle, y expeditivo y contundente, como era nuestro paisano, le largó una morrada tal, andando y todo, que metiéndole medio cornetín por la boca le hizo escupir dientes y muelas en abundancia.

Aquella bravura y decisión no estaba exenta de disgustos, y los castigos menudeaban en el colegio y en la casa, pero cualquiera torcía aquel temperamento de acero ni apagaba su espíritu de aventura.

Todos los martes había en Mont-de-Marsan una feria de ganado a la que concurrían muchos landeses con sus manadas de hermosos cerdos. Enrique, de ordinario, esos días hacía calva al colegio y se situaba encima de un corte en trinchera de la carretera a la entrada del pueblo. Había allí una buena campa, a donde con paciencia subia en varios viajes y llenando pañuelo, gorra y bolsillos de piedras de la carretera, con ellas y con arcilla que arriba había, preparaba unas filas de pelotas rellenas de piedra. Echado en el suelo y asomando la cabeza por la cortadura del terreno espiaba la llegada de las piaras de cerdos, y en cuanto asomaban lanzaba sus proyectiles, ordinariamente con buena puntería. Allí de los gritos e imprecaciones que en patois y en gascón le lanzaban los aldeanos, mientras él seguía hasta agotarse las provisiones.

No era raro que algún aldeano, decidido a castigarlo, subiese a la pradera; Enrique, de ordinario, no escapaba y se las había como podía con él.

A su vuelta, ya lo sabia: le esperaba siempre el castigo del colegio y de su casa; pero eso no era obstáculo para que el siguiente martes él volviese a sus posiciones de ataque.

Años más tarde, cuando en la Academia de Segovia llamaba la atención por su valor temerario y en la guerra de Cuba, donde voluntariamente fué, y se cubrió de fama y gloria como valiente, no hacía sino seguir la trayectoria de aquellos primeros años, que le llevó a su atrevida empresa final de querer descubrir las fuentes del Paraná en América. Alli murió en aquellas selvas, en lucha con hombres y elementos y dando un nombre más a la gloriosa y larga lista de vascos o españoles allí muertos valerosamente, enalteciendo a su patria y trabajando por el progreso y la civilización.

¡No puedo pasar por estas escenas de niñez sin rendir con emoción un recuerdo a aquel bilbaíno de raza!

En Mont-de-Marsan el invierno era crudo y para los primeros meses del año 1874 bajamos a Biarritz donde había otras familias de Bilbao, como los Nárdiz, los Olaguibel y San Pelayo, etc., y otras muchas más en Bayona. De entre las muchachas bilbaínas llamaban mucho la atención por su belleza y elegancia, Teresa Calle.

Fuera de un colegio de Mr. Villete, a donde yo iba, pocos recuerdos interesantes tengo de aquella estancia en el Biarritz que hasta muy pocos años antes había sido residencia imperial veraniega.

La preocupación constante de chicos y grandes era Bilbao, entre los que allí estaban de los nuestros. Se sabía que el sitio era ya formal y pronto se supo el principio del bombardeo. Pero no sólo éramos bilbaínos y liberales los españoles allí residentes, había también familias carlistas y las noticias que circulaban no siempre eran agradables.

¡Cuántas veces nos dijeron y corrió el rumor de que lo tomaron los carlistas! ¡Y qué ansiedades hasta que se supo la entrada de las tropas liberales el 2 de Mayo!

Pocos días después, Migue!ito Vitoria, joven y de arrogante figura, se paseaba recién venido de Bilbao, por mar, con su gorra de Auxiliar, que en aquellos momentos era una distinción heroica.


La vuelta

Y allá para el mes de julio ya se preparó nuestro viaje de vuelta,

que no siendo aún muy fácil por tierra, lo hicimos por mar, en el mismo «San Nicolás» que nos había traído nueve meses antes.

Esta vez nos acompañó Enrique Gana, que vino a buscarnos, y el viaje ya fué todo de alegría y esperanza, pues, afortunadamente, sabíamos que no había ocurrido desgracia a mi padre ni demás parientes durante el sitio.

Gran alegría al encuentro con mi padre, y máxime al ver que en nuestra casa de la calle de la Estufa no cayó ninguna bomba y, fuera de una bala de fusil, no había allí señal de trastorno.

Aquel verano lo pasamos en las Arenas, en casa de Dolores Aguirre de Coste, cuya familia amiga estaba en Santander. La casa tenia un boquete en lo alto, de una granada lanzada por un barco de guerra; pero el resto de la casa estaba sana y útil para verano.

Veraneaban también los Gortázar y otras familias, y a pesar de la guerra, quitada la inquietud del bombardeo, había bastante buen humor: se hacían excursiones, naturalmente no lejanas, con sendas tomatadas que preparaba Sergia Manso, y yo me acuerdo bien de un oficial llamado San Martín, que en esas excursiones tocaba la flauta, y del delicioso Conde de Campo Giro, que con su gran humor, aficiones campestres y culinarias y sus historias, cuentos y cosas, era una animador magnifico de aquella sociedad.

Nosotros, los chicos, lo pasábamos muy bien: entre la playa, los columpios del Establecimiento y una escuela, la más extraordinaria de las escuelas, que Enrique Aguirre nos puso en el piso alto del mismo Establecimiento para los chicos veraneantes.

El único maestro era él y nos enseñaba de todo y a viva voz: a saludar, a comer, a bailar, a cantar, a dibujar, a patinar, a jugar a varios juegos, nos contaba cuentos y chirenadas infinitas, y como enseñanzas de alto vuelo, a distinguir un hombre bueno de uno malo, un amigo cicatero de otro generoso, y cosas por el estilo. La hora única de clase por la mañana era para nosotros divertidísima y yo no sé si aprendíamos algo, pero deseos y entusiasmo como el nuestro en aquella clase, dudo que sea capaz de despertar ningún otro pedagogo.

De las «enseñanzas en verso», como él decía, sólo recuerdo yo ya, y eso por habérselo oído a él repetir más tarde, lo que llamaba la señal para conocer si uno es o no es de Bilbao, esto es, preguntarle si sabe lo que son estas cuatro cosas:

Sirimiri
Sirin-Sirin
Quili-Quili
y Pirri-Pirri.

Si sabía bien y a la primera, era de Bilbao. El «Las Arenas» de entonces era una cosa deliciosa; las hermosas arboledas plantadas años atrás por don Máximo Aguirre, cuando hizo un saneamiento con el muelle desde Axpe, estaban en pleno esplendor y llenas de unos lirios encantadores; la pequeña capilla de Santa Ana en el centro de ellas, con su única misa, era el punto de reunión general los domingos y fiestas.

Celebraba un sacerdote que venía, al efecto, de Portugalete y ayudábamos a turno los chicos veraneantes. Un dia de fiesta y gran calor, cuando el buen cura después de vestido preparaba cáliz y patena, se apercibió de que había olvidado traer la forma para consagrar, y no hubo más remedio que destacarnos a dos chicos a Portugalete a buscarlas. Salimos a escape, pasamos la lancha y subimos a la Iglesia, donde nos las entregaron encerradas en una caja de hoja de lata.

En la lancha, y a la vuelta, nuestra curiosidad de chicos nos hizo abrir la caja y al ver que habla dos formas y pensando que con una bastaba para la misa, nos comimos la de encima repartiéndonosla, y llegamos a Santa Ana corriendo, donde nos esperaban impacientes todos los veraneantes: fuera, los hombres, y dentro, las señoras, abanicándose en los bancos con todo furor.

Cuando llegamos a la sacristía, lo que pasó fué trágico. El sacerdote abrió la caja y al sacar la forma, única que quedaba, vió que estaba manchada y mojada de nuestro registro en la lancha y de tal modo, que no pudo servirse de ella, no quedando más remedio que volver a mandar otro emisario a Portugalete a repetir la demanda.

La que armó el público impaciente al enterarse ya fué buena, pero la que luego nos armaron en casa a los curiosos culpaples, fué de «órdago a la grande» y aun de «Orate fratres».

Así llegó aquel otoño de 1874 y allí acababa mi infancia, pues con el ingreso en el Instituto empezaba la adolescencia, con su consecuente cambio de vida, de amigos, etc., y las preocupaciones estudiantiles.


El Instituto

INSTITUTO Vizcaíno» se llamaba el de Segunda enseñanza, pero aquel año no estaba aún habilitado su edificio propio, por haber servido de hospital durante el bombardeo y meses después, y hacerse obras de reparación y mejora tal como ha existido hace pocos años.

Las clases se daban en un caserón de la calle del Correo, que años más tarde fué reformado, y la espera a las clases, y entre una y otra, se hacia en la calle. Por cierto que recuerdo que pocos días después de empezar las clases y en una de esas esperas, cayó una piedra de un balcón de la casa de enfrente, sin duda resentida de algún efecto de bomba, y mató a un compañero nuestro de latín que se llamaba Castañeda, muy joven, dejándonos la más penosa impresión.

El latín con su musa musae lo dábamos con don Alejo Tresario, un santo señor que se desgañitaba con las declinaciones y conjugaciones, pero que no tenia el don de interesarnos, ni de que nos interesase el latin.

Tenia sus chistes, que los reíamos a coro, pero que eran de este calibre:

Vamos a ver si Fulano es listo y si llegará a obispo. Dígame: ¿qué serán unas cositas coloraditas, con un rabito, y que se venden en la plaza en Junio y cuyo nombre empieza por guin, guin... a ver? ¡Seresas!, gritábamos todos a una, y el interpelado decía: «Callaros, lerdos, que es guinda.»

«Llegará, llegará a obispo nuestro Pepis», nos decía, si se trataba de mi, u otro mote si era otro, que todos los teníamos para él.

El mejor alumno de la clase era Antonio Uribe, y he ahí lo irrisorio de las profecías y aptitudes: sobresaliente en latín y no fué obispo, sino un excelente naviero; y en vez de profundizar sobre Virgi!io o Plauto, dominó el busilis de los fletes.

Latín primer año y Geografía, eran todo el primer curso, y en aquellas grandes habitaciones del caserón y sus escaleras amplísimas, los aprendimos suficientemente para que no nos dieran calabazas en Junio.

Los espléndidos castaños de India del Arenal nos daban castañas en otoño para echar a las pantorrillas de los que todavía vestíamos de pantalón corto, ceñido con una goma debajo de la rodilla; y «cochorros» con su flor de primavera, que cruelmente hacíamos trabajar alrededor de un palo, al que por un aro de papel fuerte se sujetaba con un alfiler que a su vez se clavaba en una de sus patas.

¡Esta sí que es ya época de recuerdos preciosos y más claros! La primera preocupación de aquella edad era la de ser muy corriente y tener amigos Una prenda atrevida de indumentaria, que inconscientemente nos pusieran en casa y que no fuese la gorra de higo o el carrik como abrigo, podía hacer ridículo y desgraciado a un muchacho. ¡Qué de burlas por una gorrita rara o atrevida o un abrigo de forma no corriente, lo convertía en marica o en tirillas y ya se había caído con el vacío que se le hacía en derredor!

En aquellos años de la guerra, los chicos, contagiados de los aires bélicos de los grandes, exacerbaban la crueldad propia de la infancia. Los juegos corrientes estaban como suspendidos y se jugaba a guerras, con pedradeos serios y hasta con honda; todos los chicos, además de la colección de botones de soldados, de santos con retratos de generales y cabecillas y de cartuchos, teníamos pólvora con la que se hacían ensebos, que eran unos conos, amasados con pólvora y saliva, y que al quemarlos ardían como un volcán de artificio; culebrinas, que eran líneas en el suelo con pólvora seca que se quemaba en reguero; mecha de cantera, que ardía sola o con cañón de plomo o de cartucho; capuzones o fulminantes, y, por último, los bolinches de cama en latón, que por su forma parecida a las bombas carlistas, eran el sumo deleite, pues llenas de pólvora, bien cerradas y con una mecha de cantera, estallaban a las mil maravillas, como las de verdad, con derrame de cascos y todo y hasta con heridas en caras y cabezas en ocasiones. Como suprema invención de armas de guerra, se llegaba a tirarlas con honda al bando contrario, donde era el estallido.

En todos los portales nos metíamos a armar artefactos de esos, y como el zapatero del portal, que entonces era la forma más común de portero, no se diese cuenta desde su garita, se veían salir de estampía unos chicos, y la llamarada o explosión no se hacían esperar.

¡Qué de manos, cejas y caras quemadas y qué de estropicios con aquel furor de la pólvora!

Por último, había partidas a las órdenes de un jefe o capitán (luego, al hablar de los colegios, hablaré de ello), pero algunas, que eran de barrio o de calle, tenían carácter ya algo fuerte, llegando a salir al campo a reñir y luchar con otras de aldeanos, con armas, y entre ellas la famosa de Sabas, de la calle de la Amistad, que tuvo heridos y desgracias serias en esas salidas.

Los juegos corrientes estaban casi olvidados y sólo un par de años más tarde tomaron cuerpo el cotán, la trompa, las canicas y el marro, con todo su léxico técnico especial, y por cierto seria curioso para un aficionado a investigar, el buscar la procedencia de aquellas palabras sacramentales, como en el juego de las canicas al bocho de: «anfer a dar, a encajar y a todo», y que sin pronunciarlas no valía la jugada, o el de cadenilla hasta un real; del cotán, lo serito de la trompa que dormía, la corpada, el corpadón y el mirri.



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El puente colgante de la Naja en 1871



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La casa de Mazas en construcción y el puente, aún con ojo móvil, hacia 1860


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Vista panorámica de Bilbao en 1878


Aquel año, siguiente al bombardeo, todavía duraba también el ajetreo militar, pues aunque los carlistas perdían terreno, aun había movimiento de tropas por Bilbao. Varias veces ahora, aun en la reciente gran guerra europea, al oír hablar de cientos de miles de hombres, me acordaba yo de la impresión de muchedumbre, que nunca acababa de desfilar, que nos produjo el paso por Bilbao de la columna del general Sánchez Bregua con doce mil hombres.

Los fuertes liberales tiraban granadas a los fuertes carlistas de Ollargan, Arraiz y otros. y las granadas al pasar por encima de la Villa producían un ruido y una impresión de respeto; algunas estallaban en el aire y llegaron a caer trozos a la Plaza Vieja, produciendo heridos. El 2 de Mayo de 1875, primer aniversario que se celebró con entusiasmo enorme, aun cayeron balas carlistas en el Arenal por la noche, tocando una a Gerardo Urízar, y en esos días también en la calle de la Estufa y en casa de nuestros vecinos y parientes los Bergareches, se hundieron balas de fusil en las contraventanas. ¿Pero qué era esto comparado con el pasado bombardeo? Así es que la gente no se impresionaba por ello.

Lo que no tenía fin era los relatos de los que habían sufrido los días de sitio: el pan de habas, las lonjas, las campanas que anunciaban, la espoleta ardiendo, el estallido de las bombas, los derrumbamientos, los apuros y angustias por las noticias y alarmas falsas, la preocupación seria de los que estaban al tanto de la escasez de municiones para caso de ataque, la ansiedad final, la llegada de las tropas libertadoras, la alegría de volver a la vida normal y la gloria ganada para la Villa invicta por su resistencia y serenidad.

Y las canciones mil, con letras ocurrentes y graciosas y los cuentos y las chirenadas: esa espléndida forma del humour bilbaíno, que no es la guasa andaluza, ni el chiste madrileño, ni la gracia castellana, ni la mera ocurrencia, pero que tiene algo de todo eso y algo más de sello propio, sobre todo cuando es, como suele ser frecuente, no chirenada de dicho, sino de acción, que ya por sí da patente de chirene al que la ha hecho o dicho.

Qué grandes y buenas se oían entonces, para mí perdidas la mayor parte por falta de memoria. Algunas tenían toda su fuerza precisamente en la sencillez al apreciar aquel estado triste de cosas y al comentarlo.

De Juan Barroeta, gran pintor, espíritu fino, gran caballero, muy bilbaíno y muy chirene, se contaba una que merece recordarse como típica.

Estaban los auxiliares de guardia en la «Batería de la Muerte», de la Sendeja, en días de Abril, en que el zarandeo de bombas era grande y la escasez de alimentos era ya grave preocupación. Los bilbaínos de la guardia, provistos de un catalejo, miraban alternando y con curiosidad siempre a un mástil de señales que desde alll se veía cerca del Molino de Viento, en Archanda, y por el que los carlistas se comunicaban con los de Abando. Había empeño en desci­frar aquellas señas por banderas en Bilbao y se comentaban entre los del fuerte.

Una mañana, con extrañeza general, las señales no funcionaban, el mástil estaba desnudo y enhiesto, y después de pasar el catalejo de mano en mano, nadie sabía explicarse aquella quietud de las banderas de señales.

Juanito Barroeta llegó al fuerte, y con algo de la tartamudez natural que él tenía, pero que añadía interés a muchas cosas de las que decía, preguntó: «¿Qué pa ... ása?». «Pues que hoy los de Archanda están mudos, mira». Y le dieron el catalejo. Miró, y dijo serenamente: «No, lo que pasa es que les están diciendo que estamos ahora aquí a pa... álo seco.»

Se contaban también los casos ocurridos con motivo de la caída de las bombas, unos desgraciados, como el de Pazalagua, a quien mató una en la calle cuando llevaba debajo del brazo un gallo de pelea, a las que era un gran aficionado. Otros casi milagrosos, en que se habían librado de los estallidos, como el de mi abuelo Prudencio Orueta, que frisaba en los noventa años ya, bastante sordo, y pasaba por la Plaza Nueva cuando cayó a su lado una bomba. Sin apercibirse. se paró cerca de ella, estuvo parado un buen rato mientras los demás le miraban aterrados desde los portales y detrás de los pilares, y se marchó muy despacio, lo bastante lejos para que ya el estallido, que fué inmediato, no le hiciese mella. Otros, de rasgos de valor, como el de un ordenanza, que al ver caer otra bomba al suelo en el Arenal, se acercó a ella y logró arrancar su espoleta, evitando la explosión con gran riesgo de su vida.

También menudeaban los comentarios sobre la vida familiar a que obligaba la estancia en lonjas, almacenes y pisos bajos y que para la gente joven, sobre todo, era motivo de diversión.

En resumen, yo no estuve en el bombardeo de Bilbao, pero la impresión que me quedó de lo que oí contar a todos a la vuelta de Francia, no era la de terror por lo pasado, sino la de que en medio de grandes y muy duras molestias, en el pueblo todo dominó la serenidad, y esa debió de ser la mayor fuerza para la resistencia de la Villa, que se sentía dichosa de haber pasado con bien, y por segunda vez en el siglo, por tan dura prueba. Y de esa serenidad dió tantas pruebas, o más que los hombres, la mujer bilbaína.

En el aniversario ese primero del 2 de Mayo, en 1875, un novillo ensogado que se corrió por las siete calles, se coló en una pequeña platería de Artecalle o Tendería. El platero era un carlista que durante el bombardeo había estado fuera de la Villa. Como el novillo le destrozase la tienda, fué a quejarse al alcalde, que lo era don Felipe de Uhagón, que lo había sido también durante el sitio. Don Felipe oyó la triste relación de los destrozos, y al acabar preguntó al platero: «Dígame, ¿dónde estaba usted cuando el bombardeo.» «En Orozco, Sr. Alcalde». le contestó aquél. «¡Ah, entonces ya sé lo que ha sido! -replicó don Felipe-, es que el novillo, que es de allá, le ha conocido a usted y ha ido a saludarle». Y con un saludo amable de su parte, despidió al platero.

Y de éstas menudeaban muchas entonces, revanchas inocentes en el fondo; pero que, en realidad, no eran nada terrible entre partidarios de uno y otro bando.

Pero como muestra graciosísima del género, nada más original que el letrero que en una placa de latón brillante pusieron los socios del «Club de Regatas», al pie de la escalera de su círculo, en el piso primero del Café Suizo de la calle del Correo y Plaza Nueva.

«Se prohibe la entrada a los carlistas». decía.

Pero lo más chusco del caso, es que el propietario de la casa era un señor de respetable familia vizcaína, pero carlista a su vez.



Juegos y juventud

La Plaza Nueva

LA vida de Instituto había desplegado el campo de mi actividad infantil. Para poder seguir los cursos, mi familia me hizo alumno externo en el «Colegio de San José», situado en la Plaza Nueva y encima de la Casa de Correos de entonces; de modo que entre el Instituto, la Plaza Nueva y el Arenal se desarrollaba nuestra visión de todas las cosas. De esta época empiezan a ser ya tan abundantes los recuerdos, que casi no sabré ordenarlos debidamente.

Luego hablaré de los colegios de entonces y del Instituto mismo; pero tendría para cien páginas con sólo la Plaza Nueva y el Arenal.

En la primera teníamos los recreos del colegio, media hora o tres cuartos de hora por la mañana, y las escapadas al ir a las clases del Instituto; además, al entrar y salir, también parábamos mucho allí.

Por de pronto, nunca olvidaré los castigos y tirones de orejas y los de rodillas y en cruz que me costaron las entradas tardías al colegio. Y la culpa la tenía un juego que, aunque puede clasificarse entre los bélicos, no era precisamente muy militar, pero que entonces estaba muy de moda. Era el juego (hoy se diría sport) de la patada. Consistía, sencillamente, en ponerse uno en un escalón, el tercero o cuarto de la escalera, en el primer tramo, y agarrado con las manos a la barandilla defender el puesto a patadas y de costado contra el invasor, que a su vez empleaba el mismo modo de ataque desde abajo.

El de arriba, si no resistía, iba retirándose y subiendo escalones, y si llegaba a uno señalado, perdía la partida. Entonces pasaba abajo a ser atacante para volver a empezar.

No hay idea del número de cardenales que este juego dejaba en las piernas, bien taconeadas, y de lo que, en su brutal sencillez, nos apasionaba; el buenazo y simpático Pepe Urizar (Pepota) y yo, nos pasamos dos cursos en puro castigo por retrasar nuestra llegada con ese juego en la escalera del colegio.

Otro de los grandes atractivos de la Plaza Nueva para nosotros y a la hora de los recreos, era «La tienda del Barbudo». El dueño, que era un señor alto, serio, con gafas y unas barbas partidas, largas, enormes, tenía establecida su garita de muestra en un portal de junto al colegio. Allí exhibía lo que entonces era para nosotros mercancía de sumo interés: aleluyas, canicas, trompas corrientes (pues las de lujo las hacía Pocheville, y de madera de boj), cometas, cajas de fósforos, sellos para colecciones, cuadernos, navajas de muchas hojas, lápices y toda la pirotécnica lícita infantil, de fósforos de ruido, pistones y capuzones, tacos, mechas de cantera, cohetes pequeños, bengalas y piedras de tiro, más una sección de tres o cuatro tarros de cristal, con palo dulce, regaliz, carameloens y almendras garrapiñadas.

¡Qué arrobamiento delante de aquellas riquezas!, y qué respeto le teníamos a aquel misterioso señor; y cómo nos llevaba nuestros realitos de plata, monedas de cuatro, dos y un cuarto y hasta los ochavos, que todo iba a parar al cajón de aquel devoto experto de Mercurio, con aspecto de astrólogo o nigromante.

Por lo demás, la Plaza Nueva de entonces era preciosa.

Saliendo de los arcos al centro, había primero una zona o terraza de tierra, donde principalmente jugábamos; tres escalones muy anchos luego, y por ellos se bajaba a unos jardines, con buena hierba y unas soberbias magnolias, y rodeando el todo a una fuente monumental de hierro. Era ésta de amplio estanque exagonal, bajo, con ranas en los ángulos, de las que salían altos chorros que confluían al subir en la primera de las dos tazas que sostenía la columna del centro y que a su vez remataba en una bola grande de cristal azogado brillante. Debajo de ella, y de la taza superior, caía en cascada circular el agua a la inferior y de ésta al estanque, y entre ambas tazas y mirando hacia afuera, varias sirenas coronadas, con peces en sus manos, lanzaban por la boca de éstos sendos chorros altos, casi verticales a las tazas. que los devolvían en sus cascadas.

¡Qué delicia de estanque! Qué bonito y qué a mano y fácil para probar botes de juguete y, sobre todo, qué delicioso el juego de torcer con la mano el chorro de una rana, para darle un remojón a un tirilla o a un amigo distraído.

De las magnolias cogíamos las hojas de la flor que, ya pasadas de blancas que fueron, venían a lomar un color de tabaco; las arrollábamos y encendiéndolas en el gas de la escalera de casa, eran nuestro primeros ensayos de fumador, con una de toses, lagrimeos, ansias y bascas, que sólo el afán de hombrear podía compensar. Después de aquel aprendizaje comprábamos en las tabaquerías las «pajillas», que eran una paja rodeada de hoja de un tabaco fuertísimo y casi negro, costaban un cuarto, y eran, por tanto, asequibles a nuestros recursos, y allí era lo gordo, de mareos y de cambiar la peseta, a veces a duo o trío, entre amigos y en un portal.

Otra cosa que nos intrigaba en la Plaza era la «Peluquería de Carbonell». Estaba en los arcos de la derecha de la Diputación y cogía seis o siete puertas, con un letrero blanco y dorado enorme y letras descomunales.

El bueno del peluquero era un francés pequeño, con cabeza de pelo blanco, muy saliente y armada, y un bigote negro purísimo, que era un anuncio soberbio de su tinte capilar.

Le habían hecho una canción poco amable y hasta un poco envidiosa:

A ese cochino fransés,
Le cayó la lotería.
Y en la Plaza Nueva ha puesto
Una gran peluquería.

Yo no sé si le cayó o no la lotería, pero lo de la «gran peluquería» era verdad, y, además, «perfumería», como decia el letrero; en cam- bio, tenia el pobre señor una hija inválida, con unas hermosas tren- zas y una mirada tristísima, que la paseaban en un cochecito de mano a diario por la Plaza y nos daba a todos pena.

La Diputación, que entonces tenía allí su palacio, daba tono a la Plaza con sus «forales» en la puerta y su portalón y ancha escalera. Los días de fiesta señalados, con sus balcones colgados de damasco, tomaba aspecto señorial, y el día de San Ignacio y la víspera, cuando salían los clarines al balcón a tocar el toque pausado clásico, y cuando luego, desfilando la Corporación, con maceros y clarines, pasaba por los arcos, tomaba un aire solemne que representaba para nosotros el de máxima y majestuosa autoridad.

Era, pues, ya se comprende, un pequeño mundo nuestra Plaza Nueva, que para mí, que nací en ella, aun tenía ese atractivo más; y ese mundo estaba al cuidado de «Joselu», que era un viejo grande y pesadote, asturiano, y que como contrapeso a la Diputación, cuya autoridad estaba para nosotros en las nubes, era la autoridad inmediata, efectiva y terrestre, que, palo en mano, nos perseguía y amenazaba con la perrera en cuanto le burlábamos o traspasábamos la tolerancia permitida en el uso de su feudo.

Con aquellos jardines, la pátina de su piedra, la Diputación, la Bilbaína, como centro mundano y serio, y el Café Suizo, con su fama de exquisiteces, aquella Plaza Nueva tenía un sello de elegancia que la tala de árboles, el kiosco luego, y las horrendas columnas telefónicas de hoy, han matado, convirtiéndola en vulgar refugio de los días de lluvia.

Cuando unos años después y con motivo de la inauguración de las obras del Puerto exterior, vino la Reina María Cristina a Bilbao y se hicieron grandes fiestas, las iluminaciones de la Plaza Nueva llamaron la atención de los corresponsales de periódicos ingleses, que señalaban el delicado y armonioso efecto producido por aquel beautiful square.

Las cuatro salidas de la Plaza Nueva tenían para nosotros algo de los cuatro puntos cardinales, que nos llevaban a mundos diferentes: la una daba hacia la Esperanza y Ascao, calle de tiendas interesantes, como la citada de Pocheville, que más que tienda era taller de tornero; una confitería, donde habia caramelos frescos que destilaban casi jarabe, la cuchillería de Zamacois, con navajitas fantásticas en el mostrador, y la botica de Orive, a donde íbamos a parar para curarnos, o hacer la cura de un amigo, cuando una pedrada, una trompa descarriada, o una morrada, por caída o por riña, nos hacían sangre, chichón o torcedura.

La salida a la calle de la Libertad daba al Instituto, que ya para el curso de 1875 a 76 empezó a funcionar en su edificio propio.

La de la calle de la Sombrerería nos llevaba a la calle del Correo y centro de la Villa y al pasar, el enorme guante rojo, colgado como muestra en la distinguida tienda de «La Guantera», nos atraía para iniciar saltos y alcanzarle, dando una escapada después; pero estaba alto y sólo algún atleta de la banda, como Tomás Amann, llegaba con éxito a derribarlo.


El Arenal

La cuarta y última, daba al «Arenal», que era el lugar de mayor esparcimiento, pues alli no había pasante a vigilar los juegos y el espacio era mucho mayor. Con tal de escapar a la vigilancia de «Perico», todo iba bien. Pero Perico no era el Joselu de la Plaza Nueva, sino un tío que se hacía respetar, con su cara de mal genio, su ojo alerta, su movilidad y su palo de pincho, que nos lo tiraba a las piernas de no alcanzarnos corriendo. Le teníamos miedo y le huíamos por entre jardines. Se bastaba y sobraba para todo el Arenal, y eso que con lo frondoso que era el arbolado y los arbustos, lo sinuoso de las sendas, los tres estanques llenos de peces, el kiosco, la guarda de las sillas, que eran de madera, y el cuidado de un precioso retrete cuya llave guardaba, para darla sólo en caso preciso, no era una faena fácil. Además, había flores en los jardines, hierba fina en las praderas y guijo de Bayona en las alamedas y sendas, debiendo de cuidar de todo, y lo hacía con gran celo.

El Ayuntamiento se lo agradecería, de seguro; pero nosotros le teníamos tirria, y para rebajar su majestuoso continente de autoridad en funciones, sólo aludíamos a lo de la llave, al gritarle en burla y bien escondidos para que no nos tirase el palo, aquel mote lapidario de guarda M. c. rd. s. y por el que todo el pueblo le conocía.

De los muchos lugares deliciosos del Arenal, los tres estanques era de lo mejor. El mayor, cerca del kiosco de la música, con sus juegos de agua, sus nenúfares y su barandilla de hierro en forma de juncos curvados y enlazados, era todo un señor estanque de capacidad y elegancia; el de «la Herradura», cerca de San Nicolás, por tener alrededor un banco de esa forma, con un fondo alto, de verdor, que le convertia en rincón del mayor encanto; en el centro, el estanque era pequeño y tenía una enorme peña, con musgo, por donde corrían hilos de agua, que, reunida abajo en una taza rústica de peñas, y piedras y albergaba peces de colores.

Y el tercero, saliendo ya hacia la Sendeja, a mano izquierda, entre la Alameda del centro y el Muelle, era una obra de arte de jardinería artificial, iniciando en el fondo otra peña de musgo con hilos de agua, la corriente, que llenaba unos riachuelos sinuosos, con islas y todo y con peces y plantas acuáticas a profusión.

Detrás de él estaba el famoso árbol de «la bala de cañón», llamado así porque en la guerra primera carlista le pegó una bala redonda de cañón y se hundió en él, rasgándole algo, y para conservarlo lo rodearon de un aro de fleje de hierro.

Pacho Gaminde nos contaba años después, que cuando él fué a California, hacia el año 1850, y le enseñaban los espléndidos ejemplares del «bosque Mariposa», en el Valle Josemite, los miraba con indiferencia, diciendo a los americanos que en su pueblo había un árbol mayor y tan fuerte, que tenía balas de cañón dentro sin novedad; y que cuando volvió a Bilbao y vió el árbol del Arenal, se le cayó el alma a los pies de pequeño que le pareció, sintiendo no haber admirado más los de California. También decía que le sucedió lo mismo con la «Casa de Jaspe», de la calle del Correo.

A nosotros, como a Pacho antes de la vuelta, nos parecía aquél el Goliath de los árboles del mundo.

Pero el Arenal sólo era nuestro los días tranquilos de labor, en que podíamos correr a nuestras anchas, pues los de fiesta y con música había una invasión de mayores que nos hacía refugiar a lo sumo en el «Paseo de las Acacias». En esos días de labor, funcionaban todas las diversiones y placeres: la avellanera, que junto al pilón nos vendía chufas, avellanas americanas y caramelones, que afilados a fuerza de chupadas, pinchaban en el carrillo propio o del primer distraído. El sirin-sirin, de San Nicolás, que saliendo del atrio alto, bajaba por dentro de un arco de piedra al nivel de la calle, y por el que se gastaron todos los pantalones de nuestra generación al deslizarnos a turno por él.

El coche de las cabritas, que por un cuarto nos daba la ilusión de un viaje, a la Sendeja, de ida y vuelta, en interior o en pescante de preferencia.

El barquillero, de caja de tabla aún, y el agua-limonero.

Se jugaba a ya lo vi alrededor del estanque grande y entre macizos y alamedas, o al marro, y para escapar de ser cría se tropezaba a lo mejor con un aña plácida, que sentada en el banco con los pies entreabiertos, ayudaba a su criatura, sentada en ellos, con buenas palabras y un cariñoso haste amante, a romper con lo que ella quería evitar fuese a parar, sino al also o al brazo, cuando lo levantaba allarte, allarte, para bailarlo sobre los brazos.

Y los cochorros y los pájaros con tira gomas y todos los juegos antes descritos de trompa, canicas, etc., hasta el aguanta piedras de cuero mojado y una cuerda al centro, que por cierto se ensayaba y probaba en lugares no muy limpios.

¡Qué de extraño tenía que aquellos frescos y frondosos jardines nos llegasen al alma y fuesen inolvidables hasta la vejez!


La Estufa

EL Juan Amann que antes hemos descrito como familiar, chirene y ocurrente en el teatro, era uno de aquellos bilbaínos que, apenas pasó el trance del bombardeo, dió impulso y actividad a Bilbao, y en aquellos años siguientes empezó el tranvía de caballos a lo largo de la ría, cuyo primer trozo se llamó «de Bilbao a Zorrozaure», arrancando de la calle de «la Estufa». Con este motivo, esta calle, que hasta entonces no era de paso de coches ni carros, pues iban por la de la Esperanza, y estaba empedrada con cantos de río formando dibujos muy simpáticos, se movió toda con la obra, y para la colocación de los carriles; y como el suelo era de arena y entre ella, yo no sé por qué, se encontraban pedacitos de azufre, los chicos de aquella calle nos pasábamos sendos ratos en la busca.

Algún gran minero de hoy hizo allí su primer aprendizaje de exploración y rebusca. Es de advertir que el azufre con la pólvora era precioso para nuestras combinaciones bélico-pirotécnicas y de ahi el alto interés en rebuscarlo.

Mis amigos más íntimos que eran entonces Osear y Mario Rochelt, Juanito Cuevas, Pepe Ardanaz. Pepe Arana, los Palacio y Arisqueta y Luis Astigarraga, viviendo todos en la misma calle, éramos los más asiduos, y allá y al «banco de la herradura» venian a echar un pitillo a hurtadillas Federico y Enrique Salazar. Tomás Ugarte. Eugenio Zarauz, los Yermo y otros, que aunque vivían lejos, y hasta en Albia, no fallaban a la pandilla.

La calle de la Estufa nuestra, era como parte consustancial del Arenal, y podría hoy citar, casi por completo, el nombre de las familias que ocupaban todas sus casas y pisos, desde el Palacio de Quintana con las Sras. de Vallarino y siguiendo con los Hoffmeyer, Aguirres, Oxangoiti, Leguizamon, Aldecoa, Linares, Gil. Arisqueta, Gana, Suárez, Palacio, Careaga, Bergareche, Aréchaga, Urrecha, Olaguibel, Epalza, Urrutia, Arana, Ardanaz, Cuevas. Astigarraga, Borda, y los citados ya vecinos de mi casa. También vivieron en tiempo casi inmediato, don Carlos Jacquet, Roncali y los Alday.


Los elegantes

SIENDO nosotros chicos, nos llamaban la atención y mirábamos con cierto respeto y admiración a personas mayores que, aunque jóvenes algunas, eran las que por sus viajes, su modo de vestir, sus conocimientos del mundo y aun de otros mundos, destacaban y sobresalian entonces.

En este aspecto, recuerdo, en primer lugar, a Pepe Olaguibel, hijo del famoso financiero bilbaíno don Nicolás, que tanto impulso dió en sus buenos tiempos a grandes empresas, como el ferrocarril de Tudela a Bilbao. etc. Era Pepe, casado entonces con Matilde San Pelayo, de distinguida familia también de Bilbao, uno de los más salientes entre los elegantes.

Con rasgos fisonómicos y tez algo filipinos, por la familia de su madre, tenía realmente una elegancia natural muy de la época. Con su peinado de raya, que Alfonso XII caracterizó, cuellos de foque escotados, corbata plastron con gran alfiler (que los chicos llamábamos de bacalao), su ropa holgada y larga y su amplio pantalón de campana, que apenas dejaba ver el pie con zapatos de charol, seducía por su actitud y sus maneras. Sentado en la tertulia de su casa de la Estufa, contaba sus últimas impresiones de viaje, relatando las últimas óperas y éxitos teatrales de París o las carreras de Londres, las novedades de la última season, los potins y racontars más nuevos y las subastas y exposiciones de arte, de las que a veces traía muestras que le habían costado ocho o diez mil reales, gasto fabuloso para entonces.

Los estereóscopos de su casa, con vistas del mundo entero, recién traídas de París, eran la última palabra; sobre todo para nosotros los chicos cuando lográbamos atisbarlos. Estaban a mil leguas en verdad y belleza de las vistas de titili-mundis callejeros o de los panoramas con sendas vistas litografiadas en colores, de Sebastopol, Venecia y otros sitios fantásticos, que nos compraban a nosotros para regalo en casa de Patrón. Tenían estas últimas un aire convencional, con su pareja de señores, siempre en primer término que contemplaban aquellas ciudades de amarillos, rosas y verdes claros, que aunque nos hacian soñar, no nos convencían tanto.

Aquel Pepe Olaguibel me parecía a mí el mayor señor posible, doblado del lion, como se decía entonces de los altos elegantes.

El verano, en la terraza del Establecimiento de las Arenas, se reunían entonces grupos en los que destacaban otros varios. El tan simpático y gran hombre de mundo que fué Manolo Ayarragaray, que durante toda su vida sostuvo el prestigio de un gran elegante. Con su aspecto varonil y cetrino, velludo y de poblado bigote, cargando su pipa, con una distinción de maneras perfecta y hablando de Londres, de Egipto, de Persia, de Noruega o del Barrio Latino, con igual conocimiento y experiencia que nosotros de la calle del Correo o de Bidebarrieta, era un asombro: sus raros y bien definidos gustos artísticos y sus amistades y relaciones con los primeros artistas, sus contemporáneos, le daban alta autoridad; y sus famosos viajes a Oriente, con personajes ingleses de alcurnia, le prestaban materia para sus amenos y chispeantes cuentos, tan deseados y agradables. De entre sus viajes interesantes se contaba uno en el que se decía «atravesó el Sahara bebiendo champagne helado».

Años más tarde, y siendo yo ya hombre, aquel gran maestro del bien vivir y simpático solterón, que conservó siempre fresco su espíritu y su cariño al progreso y al arte, fué un verdadero buen amigo que siempre recordaré con cariño.

Del grupo era también Manuel Peña, gran mundano y viajero, que oía a Manolo y alternaba con él en sus cuentos, mientras se filtraba lenta, por un hilo, el agua de su taza perforada de cristal, al vaso de ajenjo que tomaba tintes opalinos.

Enrique y Eduardo Aguirre, el uno con su graciosísimo mal genio y el otro con su sencillez y sus distracciones, que eran célebres, y que ya saldrán en este libro. Del primero, que fué nuestro maestro voluntario, según he dicho antes, diré ahora aquí, que pocos años después de estos que ahora cito, estaba una tarde en el muelle de las Arenas, con su hermano y todos los amigos de la colonia veraniega, cuando desapareció con un sencillo adiós, y tomando un bote se fué a medio de la ría, hizo una seña a un vapor inglés que salía con mineral, y subió a él por una escala que le echaron. Poco después y subido al puente del vapor, junto al timonel, pasaba por enfrente del grupo de amigos del muelle, que le miraban asombrados.

-¿A dónde vas, Enrique?-le voceó Eduardo, su hermano. Y él, poniéndose sus manos en bocina, les contestó encantadora y sencillamente:

-A diez mil pesetas.

En efecto, cuando él subió al barco, y según luego declaró a la vuelta, no sabía bien cuál sería su viaje preciso, ni le importaba, y lo único que podía asegurar era: que su duración se limitaría a las diez mil pesetas que llevaba consigo.

Además de éstos habla otros varios señores que, como lbarrola, Fernando Zabalburu, Paco Astarain, Severino Achúcarro, etc., viajaban también mucho y eran devotos de París, Londres y aun Bayona, donde se compraban entonces las chisteras grises, las polainas blancas, las bufandas, bastones, guantes y demás atavíos de los señores cuidadosos de su presencia.

Alguien de hoy y joven de molde moderno que lea estas cosas, si las resiste, se sonreirá, quizás, de lo poco que todo eso representa ahora, y que está en el nivel medio de vida de mucha gente; pero esos hijos o nietos millonarios, algunos en duros, de aquellos señores que hablaban por miles de reales, no piensan, tal vez, en que la vida ordinaria era entonces sencillísima.

Conviene recordar que nuestros padres y abuelos y las personas de mejor posición de entonces, no desdeñaban llevar un calzado recompuesto por fuera con un parche de cuero, ni el usar ropa dada vuelta (chaquetas volterianas), como las llamaba mi tía Elisa Jane.

Paseaban a patita por los Caños, el Arbol gordo o Campo de Volantin; que no había en Bilbao más que dos o tres coches particulares y que la hidroterapia estaba muy lejos de ser doméstica y general.

Como sintetizando estas épocas felices, decía muy bien Pacho Gaminde de ellas, que los vicios eran pocos y también pocas las necesidades:

«No había entonces, decía, más que cuatro postres, que eran canutillos, manjar blanco, arroz con leche y colineta, y, en cambio, tampoco había más que cuatro enfermedades: pulmonía, viruela, tabardillo y mal interior. Ya ves qué sensillo. En cambio, añadía, ahora hay mil postres y de enfermedades más. Cuando le pedí a Satur Mugártegui, que me ponga en un papel las que hay... sólo de las que acaban en itis me trajo un pliego grande lleno, y corno me prometiese decir las otras, le tuve que decir asustao que no escriba, porque no quiero saber más.»

En las señoras la elegancia era toda de abundancias; caídas y recogidos o prendidos, drapeados, corno se decía, y todo era como los portiers de las casas, con flecos, recogidos con sendos cordones y borlas grandes, como en los telones de teatros. La sobrefalda y el polisón eran lo típico en ese género. Algunos polisones enormes no eran sólo coquetería. Una parienta mía que tenía propiedades fuera de Bilbao, al volver de visitarlas, traía escondidos en aquel aditamento solomillos y pollos muertos, por no pagar al celador.

En nuestra época, los miriñaques ya no se usaban, pero aun se les veía arrinconados en los camarotes.

Los peinados de señora eran altos y complicados, con tirabuzones ondulantes también; de éstos decia Pacho, que eran más bonitos que el «Peinado de las tres Potencias» que los precedió, y que consistía en «tres morcillas de pelo puestas encima de la frente», horizontal la del medio y verticales las otras dos.

En cuanto a la sencillez de la gente de clase media y baja eran muy grandes.

Yo recuerdo que las criadas usaban redowa, que era una blusa floja y corta, de percal (sin duda por algún recuerdo de la guerra de Crimea, aun reciente), y que en mi casa decían de una cocinera que se ceñía el talle, atándose el delantal por encima de esa redowa, que «era de mucha pretensión».


Otros recuerdos

TODAVÍA en estos años de 1875 y 76, inmediatos al bombardeo, quedaban familias emigradas del sitio en Santander, San Sebastián y en Francia, como los Ibarras, Garcías, Quintana, etc., pero iban ya poco a poco entrando todos en la vida normal.

Por entonces vino de Cuba mi tío Ramón Jane a hacer una visita a la familia y me dejó una impresión de generosidad grande. Me llevaba todos los días al Suizo y me daba un pastel de arroz, de aquellos riquísimos pasteles de arroz que de once a doce estaban calientes. Con eso, su amabilidad con todos y la leyenda de tío «indiano», que venía de América, se fué, dejando una estela de simpatía y afabilidad grande.

Y ya que he hablado de los pasteles de arroz del Suizo viejo, he de recordar la leyenda de los no menos famosos pasteles de hojaldre con carne picada, leyenda que casi creíamos de chicos y que era una guasa de un contertulio de la pastelería, muy conocido y famoso.

Este señor sostenía que los pasteles de carne picada eran tan ricos porque estaban hechos con carne de suizo, y que cuando alguno de los del café moría, lo llevaban a la bodega y le hacían picadillo que bien guardado era el que servía para aquellos pasteles.

- ¿Habéis visto nunca, preguntaba a sus amigos, el entierro de algún suizo? ¡A que no! Y como nadie recordaba tal entierro, que- daba la duda flotando a pesar de lo inverosímil del caso.

De la tertulia famosa de la antigua «Pastelería», yo nada puedo recordar de visu; su mayor esplendor debió de ser años antes y debieron hacerse cosas dignas de pasar a la historia. Una de ellas, que yo recuerdo haber oído de antiguo, fué la cena que allí se celebró con ocasión de haberle tocado a don Hilario Lund un premio muy importante de la Lotería de Navidad.

Don Hilario, hombre expansivo y generoso, todo corazón y gran amigo de sus amigos, había oído a uno de ellos, asiduo a la pastelería, una aspiración que le ilusionaba grandemente.

Parece que a este amigo le gustaba mucho el vino de Oporto y que cada vez que cataba uno excelente de las bodegas del Suizo, decía invariablemente:

-Quisiera que me cayera la lotería, para poder darme el gusto de un baño de Oporto.

Aquella noche y después de cenar, don Hilario pidió un barril grande vacío y escogió el más apropiado, hizo saltar la tapa y dijo a su amigo:

- Vaya, hoy vas a darte el gusto con que sueñas; desnúdate y tendrás tu baño de Oporto.

Al propio tiempo se empezaron a descorchar botellas y echarlas al barril, donde el bañista ilusionado entró en traje de recién nacido. Las botellas iban vaciándose y el líquido en el barril subiendo, y los amigos, en derredor, observando la borrachera deliciosa que ya con sólo los vapores iba invadiendo al beneficiado.

- Otra botellita, mozo, que ya pronto le llega a los sobacos, decía don Hilario; y seguían vaciando, hasta que ya bien cubierto hasta la cabeza, le llevaron una copa grande y una última botella para que el baño fuese interior también. Contaban que el del barril, después de dos sendas copas, encontró más agradable agacharse y dar tales tragadas, que hubo que sacarle para evitar que se ahogara, y que cogió una trompa tal que le duró tres días, sin que por ello perdiese su afición al Oporto.



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Los jardines y paseo del Arenal en 1874


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La calle de la Estufa en 1874



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La Batería de la Muerte, en la Sendeja, 1874
A la izquierda, con carrick largo: Don Lope de Uribe.
Al centro, recostado en un árbol: El señor Sacristán.
A la derecha, de gabán largo y bastón: Don Víctor Borda

Por lo demás, don Emiliano de Arriaga ha descrito en un libro suyo, interesante, lo que era aquel círculo de amigos.


La paz

LA guerra carlista iba tocando a su fin, y en primavera de 1876 se anunció la venida a Bilbao del Rey Alfonso XII, que había estado en campaña con el ejército del Norte. Vino a mediados del mes de Julio y pasó a caballo por las calles de Bilbao, entre las tropas formadas. Tuvo una magnifica recepción, y flores y coronas cayeron profusas de los balcones. Yo lo vi desde uno de la calle de Bidebarrieta.

Se detuvo en el Arenal, frente a la calle del Correo, y alll desfilaron las tropas delante de él. Hubo festejos e iluminaciones, y el Rey se hospedó en la Diputación donde le pusieron un cuarto suntuoso, con una cama imperial de columnas salomónicas y de madera rica, que proporcionó Pacho Gaminde y que luego la retiró a su casa, guardándola en su cuarto como recuerdo.

El Rey marchó de Bilbao a Santander entre vítores y entusiasmo, y pocos dias después, el 21 de aquel mes, firmaba en Santander el Decreto sancionando la famosa Ley abolitoria de los Fueros Vascongados. Aunque por la discusión cálida y apasionada que este asunto tuvo en las Cortes era ya esperado, el efecto, sin embargo, fué muy triste.

No es este libro lugar a propósito para tratar en extenso estas cuestiones políticas; pero cosa tan grave para el país vasco, no puede dejarse tampoco pasar sin dos palabras de comentario por ningún vascongado que la roce.

La segunda guerra carlista, que acababa, fué la mayor equivocación y absurdo con que puede caer país alguno. La causa remota fué la división de ambos bandos dinásticos sostenida desde la guerra anterior, y la causa inmediata o pretexto que la hizo brotar, fué la protesta a la aprobación por el Gobierno de la unidad de Italia.

Dejando a cada cual en sus convicciones, aquí sólo cabe decir que la guerra fué un desastre, y con consecuencias más desastrosas todavía. Dimos lugar con ella, y con una serie de desaciertos políticos de los dos bandos, a la pérdida de nuestros fueros.

Más de cincuenta años han pasado, y las luchas y pasiones políticas de cada momento, nuevos errores y equivocadas e importunas exaltaciones, no nos han dejado ver serenamente la magnitud de lo que con ello perdimos.

Ya empieza a verse claro, y cada vez se verá más.

Aquel elevadísimo espíritu de civilidad que los presidía, aquella defensa tenaz y enérgica de la supremacía de la jurisdicción civil, sobre todas las demás, y aquel sentimiento de la responsabilidad en la autoridad, podrá haber empeño en querer desterrarlos, pero saldrán triunfantes al fin y volverán, como excelentes que eran, para una vida próspera y feliz y, sobre todo, de verdadero decoro ciudadano.

Y a los románticos que, sobre este particular, quedamos aún en el país, nos llegará el momento de tener razón.

Pero volvamos a 1876. Lo que yo recuerdo de esto es poco; pero sí seguro, y es lo que yo oía a mi padre y en mi casa. Mi padre era liberal, como mi abuelo.

Este último había firmado, en 1839. el mensaje de los liberales bilbaínos a las Cortes pidiendo los Fueros, y padre e hijo habían sido voluntarios y tomado las armas en las dos guerras. con igual decepción en ambos casos, en este punto de los Fueros.

Yo le oía a mi padre lamentarse, muy sentida y profundamente, como de un daño muy grave que no podía traer más que males futuros, y recuerdo perfectamente su tristeza y hasta su desilusión.

Y quedó afectado de aquella pena y del deseo de que algún día pudieran restaurarse nuestros Fueros, por los que tanto cariño había yo visto que guardaban mi padre y mi abuelo; y cincuenta y tantos años pasados desde aquellos días, no sólo no han borrado pena y deseo, sino que, más bien, los han exacerbado.

* * *

Pero aquella pena precedía, de pocas semanas, a otra mayor, y que para mí fué la más honda y fuerte en emoción y consecuencias de toda mi vida.

Una tarde de aquel verano, trajeron a mi padre a casa enfermo. Midiendo y marcando alineaciones del nuevo Ensanche de Albia, que hoy es un hecho, sufrió los efectos de una fuerte insolación, y una enfermedad consecuente me privó, en cuatro meses, del más bueno y cariñoso de los padres, y para colmo, dos meses después, perdía también a Pruden Jane, la mujer buena e inteligente que con todo cariño se había propuesto suplir, en mi educación, la falta de mi madre, perdida en mi nacimiento.

Esta pena fué tan honda, que aun hoy, a pesar de los muchos años pasados, está viva, y no he de sacarla de mi más profunda intimidad hablando de ella.

Pérdidas así son insustituibles, y yo tuve la suerte, en medio de ellas, de tener parientes bondadosos que las aliviaron con sus cuidados en mi orfandad de los diez años.

Pero aquí se acabó mi feliz infancia, en que a la alegría del vivir confiado se unía el calor y cariño de la casa paterna. En adelante, había de sufrir más la aspereza de la vida entre extraños y cuidar de mí mismo.


Interno

MIS parientes decidieron levantar mi casa de la calle de la Estufa y que yo pasase a ser alumno interno en el Colegio de San José.

Mientras estuve antes externo, siempre pensaba con pena y tristeza en los amigos internos, que se quedaban en el colegio, mientras yo iba a jugar al Arenal o a mi casa. Así que la noticia, primero, de esa decisión, y la entrada, pocos días después, me hicieron muy mal efecto. Y las primeras noches y mañanas en el dormitorio común y las comidas y las fiestas en que no había salida y recordaba mis días libres, me produjeron gran tristeza y misantropía y aun cierta acritud de carácter.

Gracias a los amigos y a la juventud. Había otros internos, algunos como Eduardo Aburto, en el mismo caso de reciente orfandad; otros, que no eran de Bilbao y tenían sus familias, aunque lejanas; otros, como Luis Castejón, que estaban en plan de corrección por exceso de travesuras. Naturalmente, la analogía de situación me llevaba a mayor simpatía con Jos primeros.

El Colegio era un buen colegio, de los mejores de su tiempo, y luego hablaré de él y de los demás que había en Bilbao; pero no era el aspecto de clases y recreos, que yo ya conocía de externo, el que me interesaba entonces, ni el propio Director y propietario, don Ramón Leal, que tenía todas las condiciones de un buen maestro sobre las de un hombre bueno, que yo pude apreciar en los cuatro años que con él estuve, ni las de sus pasantes, que también conocía, sino la vida común y el pequeño mundo de los internos entre si, con su modo de ser íntimo y que no trascendía a los no iniciados de fuera.

Por de pronto, habla la división natural de fuertes y débiles, y mejor dicho aún: la de mayores y menores. Entre los mayores. Panchín Durañona, Serafín Martínez Rivas y otros; y entre los menores, los que he citado y otros dos o tres, de los que tengo menor recuerdo, de fuera de Bilbao, y dos que no eran ni mayores ni menores: el uno un tal Nicolás González, de Trucios, fuertísimo y bravo, que era todo un jefe de partida general del Colegio, de las dos que había, siendo el jefe de la contraria Pancho Yermo, alumno externo no menos fuerte y bravo también.

Pero con todo lo jefe de partida que era Nicolás entre los del Colegio en general, dentro del internado las pagaba. Panchín Durañona le tenia dominado y le hacía sufrir un verdadero tormento de humillación. Todas las noches, antes de cenar, debía cogerle arreburro y llevarlo en tres viajes de ida y vuelta por el pasillo. Y, ¡ay de él si se rebelaba o rugía un poco de rabia contenida!: cuatro piñas rapidísimas, tres morradas y patadas, y para final pedirle un... hinfla a dos carrillos y darle una papuchada que de poco le tumbaba patas al aire, eran el correctivo que le devolvían la mansedumbre. Debía limpiarle las botas, cederle el postre, sobre todo si era del agrado del otro, y otros varios actos de sumisión completa, que, además, no debían transcender al pasante ni a don Ramón, so pena de una paliza épica que lo doblase.

Y Nicolás, con toda su bravura, sufría la sumisión, pues Panchín lo tenía materialmente sugestionado. Para los demás, y en especial para los pequeños, Panchin era amable, y conmigo llegó, del recuerdo de entonces, a ser años más tarde un muy buen amigo. Aquello, pues, no era un mundo de sensiblerías.

El otro mediano era Lorenzo Larrinaga, de fuera de Bilbao, creo que alavés, buenísimo y callado; le llamábamos Corbatita, porque usaba unas escocesas de colores vivos, con un nudo muy pequeño o pasadas por un hueso de albérchigo gastado en piedra, y no se metía con nadie.

Y aqui, y a propósito de este amigo antiguo, contaré una escena que demuestra dos cosas: primera, lo que puede traer de cambio a un muchacho el paso de la vida de familia a la vida en comunidad de amigos y de colegio; y segunda, que la mayor vigilancia del colegio más cuidado, como lo era el de don Ramón, no puede evitar que ocurran cosas fuera de regla.

Llevaba yo de interno lo que va de Marzo a Junio, y siendo fin de curso y exámenes, estaba en vísperas de ellos y para irme después a Deva de vacaciones con mis tíos los Araquistain. Un día de fiesta, habíamos vuelto de paseo casi de noche y estábamos libres, pero en el Colegio.

Se supo que era el cumpleaños de Larrinaga, y los mayores, sabiendo que tenía dinero, le pidieron que convidase. Nuestro compañero, sin hacerse rogar, se mostró generoso y dando unas pesetas a un sobrino de don Ramón, salió éste de escapada y nos trajo escondidos unos enormes pasteles de hojaldre, ya bien secos, y dos botellas de licor, que él dijo que era jerez, pero que luego resultó ser un coñac fuertecillo.

Llegar el mensajero con su carga y encerrarnos todos en un cuarto oscuro del pasillo, que era de limpiar botas y otras faenas, fué todo uno. El pasante, sin darse cuenta, leía en las salas de clase su libro, y allá en la oscuridad de nuestra guarida los nueve o diez internos que quedábamos, empezamos, entre risas contenidas y afanes, a comernos los pasteles secos y a descorchar las botellas, que bebidas a pitón pasaban de boca en boca sin interrupción. La alegría no se hizo esperar y en la primera excitación alguien se agarró a la blusa de su vecino y empezó a bailar, éste se agarró al otro y éste al de más allá, y así agarrados y saltando en paso rítmico, al tarareo de una marcha de «Robinson», zarzuela de moda entonces, empezamos a dar vueltas a oscuras a la habitación, que era pequeña, y con paradas para proseguir los soplos al cognac.

El efecto fué detonante; fué mi primera borrachera y compañera única de otra que más adelante cogi en otro colegio; y no solo yo, todos la cogimos y gorda.

El pasante oyó el ruido y abrió la puerta. Al ver la luz, salimos fuera en el más lamentable estado.

De mi sólo recuerdo lo que me contaron después, esto es, que me senté en un retrete y me dormí, tardaron en encontrarme y me llevaron a la cama.

Unos fuertes castigos y un mes sin vino en la mesa, fueron el remate. El pobre Corbatita pagó cara su generosidad y fué el más castigado.

¡Qué lejos estaba yo ya, en poco tiempo, de aquellas exquisiteces de mi educación mundana con Pruden, que se desvivía por formarme de tan joven en cultura y corrección!

Pero aquel era el medio en que había de vivir y era necesario adaptarse a él.

Luego venían las bromas pesadas del dormitorio, el hundirle a uno la cama con agua, o echarle cepillo recortado, o ponerle frutas blandas o pasadas bajo la sábana para que las aplastase sin sentir. Luis Castejón era inmenso y de ideas geniales en este punto: sentía granizar de noche, se levantaba de la cama callando, abría el bal- cón, cogía granizo en un paño y nos lo iba poniendo en la boca mientras dormíamos.

Otras veces saltaba por sorpresa de cama en cama, despertándonos con dolor.

Las diabluras al pasante eran un estímulo entre algunos, le ataban el chaqué, que estaba en el colgador, a la campanilla; lo iba a cepillar y la hacía sonar, salía sin darse cuenta para ver quién llamaba, y mientras salía se armaba un alboroto enorme, y volvía el hombre asustado. Otra noche le cortaron a uno su bigote mientras dormía.

¡Qué implacables y crueles éramos todos con aquellos pobres ayudantes, hombres modestos y buenos, a quienes poníamos a prueba de paciencia!

Aquel curso fué el último que el Colegio estuvo en la Plaza Nueva y de allí pasó a la calle de la Ronda, ganando como capacidad interior de casa y recreo propio exterior, pero perdiendo lo del recreo en la Plaza Nueva, tan atrayente y alegre.

Antes de marchar, debo recordar lo de las partidas, de que antes he hablado. Yo era amigo de los Yermos, pero al ser interno tenía que ser oficialmente de la de Nicolás; y como era aún bastante enclenque, no era ninguna adquisición codiciada por nadie para los morradeos y pedradeos, que los habla en cuanto se daba ocasión.

Pero además de estos morradeos generales, había a diario los particulares de los dos jefes o sus ayudantes, y en su defecto, de dos partidarios de cada bando.

De ordinario eran en el portal de Olmo, inmediato al del Colegio, y que así le llamábamos por vivir allí un hijo del médico de ese apellido y nuestro colega. El portal era grande y no había zapatero ni portero. Allí, por las mañanas, entre clase y clase, entrábamos unos pocos de cada partida y se escogían dos para luchar; a veces, entre los ayudantes, y en algunas más solemnes. luchaban los jefes. Se entornaba la puerta, cada bando se echaba a un lado y los dos luchadores al medio. De ordinario, y como pretexto para empezar, se ponía a uno en el hombro la famosa pajita y se retaba al otro a que la quitase.

De seguida empezaba el morradeo. «¡No vale agarrar!», «¡échale el gancho!», «¡hala, cobarde!», «¡aguanta, morral!». Estas eran las exclamaciones esportivas de aquel boxeo de época, hasta que aquello degeneraba en tumulto y morradeo general.

Se salía del portal de escapada, a veces con interrupción por Peru o por los vecinos, y no parábamos hasta el Instituto o el Colegio. Allí eran los comentarios. -Fulano le ha podido a Zutano. -No, señor; es que se ha caído. -¡Qué se va a caer, es que ese es un marica!. - Sí, mucho, ¡le puede siempre que quiere!. -¿A que no?. ¿qué te apuestas?. -Cien santos. -Va. Y así hasta entrar en clase y hasta otro día, en que la escena se repetía, a veces con agravantes de haberle roto los morros a uno y con visita a la botica de Orive.

Y en ello había que vivir y atemperarse, e incluso yo, que no tenía nada de bravo ni belicoso, me veía obligado a veces a recibir unas morradas, dando las que podía.

Durante los recreos, y en algunas vueltas del Instituto, solía visitar a mis tíos Emilia, Elisa y Ernesto Jane, que siempre cariñosos y recordando nuestro destierro en Francia, me recibían amables y me dulcificaban la vida con algunas golosinas, buen consejo y caricias.


Otras cosas

POR entonces empezó a desarrollarse más mi afición musical. En mi casa daba ya lección de solfeo y piano, y aunque aún principiante, pues no llegaba sino al aria de «Un bailo in maschera», del método de «Carpentier», tenía empeño en seguir. En los días de asueto, ya de interno, iba cuando podía a ver a mis amigos de la Estufa, y mis dos rincones favoritos eran la casa de los Rochelt, de gratísima memoria, donde además de Oscar, Mario y Ricardo, solían venir Alfré y otros primos suyos, Rochelt también, y Maruris; y la casa de los Arisqueta. Joaquín era algo mayor y casi llegaba a jugar con otra generación, pero Javier, que era de mi edad, y tocaba ya deliciosamente el piano, me tenía subyugado y embobado oyéndole tocar con aquella fácil y hermosa claridad con que siempre ha tocado y, sobre todo, con aquella musicalidad y encanto que para mí, lo digo sinceramente a los sesenta y dos años y después de oír a todos los artistas mejores en mi vida, no ha tenido nada de comparable.

Si el fin del arte musical, como el de todas las artes bellas, es producir emoción, declaro que, para mí, Javier Arisqueta ha sido el mayor de los artistas.

¡Y cómo disfrutábamos alrededor de su Pleyel!, cuando nos hacía oír, no sólo todo lo que entonces era el repertorio de ópera y zarzuelas en teatro, sino aquella «Marcha de las antorchas», «El Poeta y el Aldeano» y «La Danza Macabra», que estaban entonces en gran boga en los conciertos de bandas y orquestas. Fué, pues, además del más bueno y encantador de los amigos, un iniciador que animó y alegró nuestra juventud y nos dió deliciosos ratos, para mi entonces tan reconfortantes a mis penas familiares y que me hicieron gran bien como contrapeso moral y espiritual a los morradeos y diabluras de la Plaza Nueva.


Veraneo

El verano lo pasé en Deva, en casa de mis tíos Araquistain. Mi tía Mariquita, hermana de mi madre, era un ángel de buena y tranquila, y mi tío Juan José un «Jaun» noblote, «Nagusia» en Deva y casi un chimbo en Bilbao y «La Bilbaína», donde tenía muy buenos amigos; era padrino mío.

Mis primas, Flora y Marichu, algo más jóvenes que yo, fueron como hermanas mías.

Había también allí otros parientes, sobrinos del tío Juan José, los Gimeno, que veraneaban allí y pasaban los inviernos en Madrid; fueron mis amigos y compañeros de diabluras y correrías de verano, aunque en su presencia y con sus maneras, costumbres y lenguaje madrileños, tan distintos de los míos bilbaínos, yo me encontraba algo cohibido y no tenía la soltura de entre los míos.

Se reían, y era natural, de mis palabras y repertorio bilbaíno, y en cosas que me desesperaban; así, por ejemplo, yo decia siempre «rojo», «boina roja, cara roja», y ellos me burlaban, empeñándose en que debiera decir «colorado». Para mi colorado no tenía sentido de color, y me sonaba más a coloreado que al rojo, para definir y precisar. ¡Pero cualquiera discutía! Eso se decía en Madrid y ... a morir. Lo demás, no era castellano, era vizcaíno o bilbaíno. Y no digo nada de «colco», «alzo», «a pote», «fot», «quiliquili», etc.; eso era griego para mis madrileños.

Pero todo ello no impidió que aquel y otros años siguientes pasase yo allí unas deliciosas vacaciones de los meses de verano con tan buenas amistades y al calor del cariño familiar de la casa de mis tíos. que buena falla me hacia después de la frialdad de la vida de colegio.

Llegado el otoño, y al empezar el curso. era la triste vuella al colegio, en la diligencia de San Sebastián y que tardaba unas nueve horas a Bilbao, llegando ya de noche al Arenal y enfrente del teatro, donde estacionaba aquella empresa que debla ser de Celayaran, de Achuri.

La de «Paco», famosa, cuyo letrero con todos los nombres de paradas de Bilbao a Santander la anunciaban. estaba frente al tilo y allí con su tertulia, que tanto sobrevivió y que se formaba ya entonces. De ella formó parte mi padre mientras vivió.

Y vuelta a Bilbao.


Los Colegios

SOLÍA explicarnos Pacho Gaminde, años después, cómo fueron los colegios de Bilbao en su tiempo y anteriores a esta época de que yo ahora hablo.

Según el, los dos principales eran el de «Gotera» y el de «Pitolerdo», y eran poco más o menos lo mismo. El iba al segundo, y los chicos se sentaban en unos bancos, muy apretados, y el último sufria los empujones de todos y caía a menudo al suelo. Debían estar con los brazos cruzados, casi siempre canturreando una lección o una oración, y ellos movían los pies sin parar para desquitarse de la quietud del cuerpo.

El maestro les tocaba suave o fuerte, según los casos, con una caña larga que alcanzaha a todos los bancos desde su asiento. De vez en cuando se levantaba uno, y alzando un brazo y dos dedos y acompañando unos visajes de apuro y unas contorsiones, gritaba: «Señor maestro, ¿me iré al común?».

Despues de una larga demannda, el permiso era concedido y los demás, más anchos, seguían empujándose.

Recitaban cosas que no entendían y el maestro no les corregía nunca. Así, por ejemplo, a la fábula del «Asno sesudo», los chicos la voceaban del «Asno se sudó», y así lo dijeron hasta que, de mayores y en su casa, supieron corregirse.

«¡¡Callen todos los perros de este mundo donde está mi Palomo!!», se decía también, con la variante final de ¿dónde está mi Palomo?, en interrogación; y las cosas seguían así igualmente.

En cuanto a matemáticas, contaba que había dos clases, la primera de compros y la ya superior de vendos, y así los chicos decían que andaban en compros o en vendos, como menos o más adelantados.

En la primera, los problemas eran: Compro siete varas y media de tela a nueve reales, ¿cuántos reales son? Y en la segunda, más adelantada: Vendo siete varas y media de tela a nueve reales, ¿cuántos reales son? «¡Y pensar que había quien no pasaba de compros!», añadía.

En cuanto a los chicos, contaba que había uno que le tenía a él aterrado, porque una vez, jugando, le llegó a ganar mil santos de cajas de fósforos, y como Pacho no los tenía y el otro le amenazaba, le llevaba para aplacarle todo lo que encontraba, hasta cuadros de su casa, y el ganador, nada, lo tomaba todo y seguía amenazando si no le daba los mil santos. Y añadía que eso le amargó toda la niñez.

En Navidad era costumbre, después de la matanza del cerdo, que en las casas era general, se llevase al maestro una muestra de ella, como orejas, patas, rabo o morcilla, y siempre acompañada de la fórmula: «Que tome usted y que perdone por lo poco».

Cuando nosotros nos reíamos de toda aquella descripción y del estado de la pedagogía en su época, nos decía que eso es igual, y el estudiar más o menos o el ir a Oxford, no es lo que hace la fortuna. «¿Ya veis, añadía, Gurtubay y yo?, pues aprendimos lo mismo».

En nuestro tiempo, ya las cosas iban mejor; por de pronto había varios colegios: el de San José, el de don Sandalio, el de don Mateo, antiguo ayudante de San José, y el de Serrano, que situado en una casa de campo, al final de la calle de la Estación, era tal vez el mejor, pero tenía fama de muy duro y severo. El corte, clases y costumbres, parecidísimos los unos a los otros; algunos chicos que venían al nuestro después de haber andado en otros, nos lo confirmaban. En aquellos años se fundó también la «Academia de la Cruz», que estuvo concurridísima de muchachos de buenas familias y que, situada encima del Instituto, era muy ventajosa para los chicos.

Las faenas en el nuestro eran casi idénticas y acomodadas a las clases del Instituto. Por la mañana, las clases oficiales en él, y en los intermedios, clases de las mismas asignaturas. Por la tarde, lo mismo y escritura y lectura y clases especiales, francés, música, etc... un par de recreos en medio de mañana y tarde, y de seis a ocho, la vela, en que todos reunidos y en una clase la más grande, estudiábamos las lecciones del día siguiente.

En la vela, como el silencio absoluto era de rigor y los castigos por falta a él más severos, era cuando nos entraban más tentaciones de hablar y revolver y pasaban las cosas más extraordinarias.

En una de ellas, recuerdo que Antonio Gorostiza, que era de los mayores y a quien otro chico le habla traido de regalo un cornetín de órdenes de forales, lo examinaba metiendo la cabeza en su pupitre, y no pudo defenderse del deseo de probarlo y, en efecto, sonó un punto largo de corneta en medio del silencio, que fué primero una sorpresa grande, luego un motivo de juerga general, y para el bueno de Gorostiza un motivo de castigo y confiscación del precioso regalo.

Otra noche, y apenas empezada la vela, poco después del recreo de la tarde en la Plaza Nueva, se abre con estrépito la puerta de la clase y aparece, ante todas nuestras miradas de asombro, el propio Barbudo, que dirigiéndose a don Ramón y con voz vibrante y profunda le dice: «Señor maestro, un chico de este colegio me ha robado el cajón del dinero.» «lmposible, dice don Ramón airado, eso no puede ser.» «Señor, es aquél», y señalando a un rechoncho bajito, casi recién llegado y de fuera de Bilbao, se dirige a él, abre su pupitre y, en efecto, allí estaba el cajón. Don Ramón cogió su junco y sin decir una palabra y fuera de sí, dió al muchacho una terrible paliza, y sacándolo a patadas lo echó escaleras abajo, despidiéndole del Colegio, mientras el «Barbudo» salía solemne con su cajón bajo el brazo, en medio de una silba general.

Los castigos más corrientes eran el ponernos de rodillas o de «rodillas y en cruz» y hasta con dos libros gordos en las manos, o hacer varias copias de una página, o sin recreo; y para los internos, entraba también lo de sin postre y sin vino. Además, habla algunos extraordinarios. A Luis Castejón, que en cuanto el maestro se descuidaba se escapaba a pie a Durango, le tenían atado con una cuerda del brazo a un anillo en la pared, a fin de asegurarse una más fácil vigilancia.

Cuando en aquel curso pasamos a la calle de la Ronda, el cambio de recreo hizo cambiar de juegos; se jugaba mucho al burro, a la primera sin tocar o a tirarse a pies y domando, que era apoyarse al salto con los puños cerrados, o a batallas y torneos, con sendos golpes y encontronazos.

A Eduardo Aburto y a mi, nos dió por la lectura de Julio Verne, Mayne Reid y Gustavo Aimard, que tomábamos alquilados por la suscripción de lectura a la Biblioteca de la Misericordia. Estábamos entusiasmados de aquellas aventuras científicas o de pieles rojas, apaches, comanches y rancheros; devorábamos libros, comentándolos luego. Vinieron después Walter Scott, con Ivanhoe y sus torneos, Quintín Durward, etc., y más tarde Dickens, el Quijote y otros más.

Y luego en las clases, ¡qué de juegos mientras no veía el maestro, y la mayor parte qué sucios! Cucuruchos que se llenaban poco a poco de saliva, se plegaban doblando el papel por arriba, y pisándolos rápida y fuertemente en el suelo, despedían el chorro de saliva lejos a otro compañero.

Bolas de papel, que a fuerza de mascarlas se convertían en papilla o masa blanda, a la que se rodeaba un hilo que a su vez sostenía un muñeco recortado, y en cuanto se podía se echaban al techo, donde quedaban pegada la bola y colgado el muñeco.

El coger moscas con la mano, quitarles la cabeza, ponerla en un papel, y plegándolo y aplastándola, abrir luego el papel donde quedaba estampada una figura simétrica en colores. ¡Cuantísima porquería de esta clase!, y cuántas burlas crueles, como las flechas de pa- pel con plumas de escribir en la punta, el hinca perros con portapluma, pluma y flecha de papel o ponerle al pasante plumas hacia arriba en el asiento; el tira gomas, los letreros en la espalda, escribiendo con greda la palabra «oso» en un libro, con el que se pegaba un golpe que imprimía el mote en la espalda del amigo, etc.

Pues y los motes, ¡qué variedad y qué absurdos algunos! Recuerdo de un muchacho que era andaluz y se llamaba Romasanta. Por lo de andaluz le hacíamos árabe y por ello le llamábamos sarraceno, y suponíamos que tiraba flechas y se le burlaba imitando el paso de flechas con la mano por la boca, haciendo una especie de silbido al roce.

Pero lo más interesante era el teatro del Colegio, que en el nuevo edificio de la Ronda resultaba un local magnifico.

«El Puñal del Godo» para inaugurar y comedias de cesantes y patronas, de Vital Aza, eran el repertorio ordinario que entonces estaba de moda. Y a propósito, y aun haciendo una disgresión, no resisto al deseo de contar aquí lo que en otro teatro de aficionados de la época sucedió en la primera de esas obras.

Se iba a dar el «Puñal del Godo» y enfermó el que hacia el papel de fraile. De entre los de la partida, el más apropiado que podía buscarse para ese papel era Vicente Salvidegoitia, el famoso capitán de barco años después. Era gordo, colorado y reposado. No quería representar, pero le convencieron diciéndole que se sentase delante del apuntador, oyese bien y despacio y luego repitiese cada verso. Y así se levantó el telón y nuestro Vicente, sentado y azarado, empezó a escuchar:

«Qué tormenta nos amaga»

dijo el apuntador, y lo repitió Vicente grandiosamente, levantando la mano y apuntando al horizonte;

«¡Qué noche, válgame el cielo!»

y con igual gesto lo dijo, apuntando hacia arriba.

«Y esta lumbre se me apaga»

susurró tristemente, apuntando con mucha decisión al hogar en que parecía estar el fuego.

Visto lo cual, el apuntador lo avisó para corregirle: «No hagas así con el dedo».

Y entonces, con gran solemnidad y moviéndolo ya en todas direcciones, Vicente repite solemnemente como verso cuarto el

«No hagas así con el dedo».

Alli se acabó la función, y cayendo el telón ante el asombro de

Vicente, que aseguraba había repetido bien todo, quedó consagrado gran cómico de la compañía.

En el nuestro también pasaban cosas raras y notables, cuyo detalle no sería posible reasumirlo.

Un día representaba un chico vestido de mujer, y estando muy apretado vomitó en escena en medio de una declaración amorosa.

Pero el clou de nuestro teatro era la función de San José, toda religiosa, con escenas de la vida de la Virgen. La Virgen, ¡oh!, ¡cosa increíble!, era yo, y San José, Claudio Lecanda. Había un coro de pastoras donde funcionaban Enrique y José Maria Careaga, y la apoteosis era iluminándose el grupo con luz Drumont, por Régil, el fotógrafo vecino, que la proyectaba. Yo sudaba entonces café y engrudo, pues entre la luz Drumont, el traje, la peluca enorme y la pasta de polvos de arroz que me ponían en la cara, era como de morirse; y en una de esas apoteosis y en lo mejor, una vela de la delantera dió fuego a la saya de tul de Enrique Careaga y se armó la gorda.

Yo no comprendí nunca cómo los del público, que era numeroso y de las familias, podían sentir emoción con aquellas escenas nuestras, que tanto ilusionaban al maestro, pero para nosotros era una gran diversión.

En los intermedios, Alfredo Rochelt y Juanito Amann tocaban el violín y el piano, o se cantaban canciones del maestro Olivares.

Paralelamente a nuestro teatro tenía en la misma calle de la Ronda otro, y en su casa, Pablito Sagaminaga, y otro había en «La Caba», en casa de los Vilallonga, donde hacíamos comedias y hasta zarzuelas de mayor fuste, con Mariano y Gabriel y con trajes de la guardarropía del teatro; Joaquín Arisqueta hacía por dentro los truenos o los cascabeles del coche, cuando era del caso, y en los entreactos, y en el jardín, hacía volatines o tocaba Javier el piano. También hubo otro teatro en casa de don Emiliano Amann, muy notable, en Deusto y años más tarde, de modo que esa afición se generalizó extraordinariamente.

* * *

En el Instituto estudiaba yo ya cuarto año, en el curso del 77 a 78, y las clases eran Psicología, Lógica y Etica, con don Félix Azcuénaga, el presbítero, y Geometría y Trigonometría con don José Naverán. En ambas clases estaba aquel año muy preocupado, porque tenía el número intermedio entre los dos más aplicados (empollones) de las dos clases, que eran: Mariano Vilallonga y Julio Guiard. La clase de don Félix era pintoresca, pero temible y de mucho cuidado. La clase consistía en lo siguiente: pasaba lista, y a cada falta ponía una raya inalterable aunque sólo fuese retraso.

En seguida, cada alumno, por orden, subía a la plataforma y a la oreja misma del profesor habla de decirle un párrafo como de dos o tres líneas, de la lección del día; pero habla que decirlo sin parar, ni casi respirar, en cuanto él iniciaba el párrafo. Si se sabía bien daba caramelos.

La cosa habría sido dificilísima si no se hubiese dado el caso de ser casi ciego don Félix y de acercar el libro abierto a sus ojos para seguir nuestra retahila, por lo cual leíamos en él por detrás de su cabeza fácilmente.

Pero a lo mejor cerraba el libro de golpe, y raro era el desgraciado a quien eso le tocaba que no cayese en el garlito; entonces, y a la parada, avanzaba la mano, cogía la tapa del tintero de bronce y con la bellota nos daba una fuerte metida en la cabeza, que habla que presentarle, y raya después.

De vez en cuando había ganas de jaleo en la clase y se simulaban tronadas en los bancos de arriba. Don Félix paraba la clase, cogía la lista y nos diezmaba con raya al que le tocaba. Si el jaleo seguía, otro diezmo y dos rayas. Y el que llegaba a treinta rayas perdía el curso inexorablemente. Por eso había pánico con aquel señor.

A pesar de todo yo me defendí bastante bien con él, y sólo un día, que le dió por meterse conmigo, me echó de clase con dos rayas y me mandó «a contar las calzadas de Begoña». Al día siguiente, al entrar y subir a dar lección, cerró el libro y me preguntó: «¿Cuántas son las calzadas?». «Setenta», dije al buen tun tun; y me volvió a despedir a contarlas y con tres rayas. Excuso decir que esa vez ya las conté, pero ni me preguntó más, ni se metió más conmigo y me dió Notable.

Con Naverán, las cosas eran más fáciles; además, a mi me gustaba



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El Campo de Volantín en 1868
En primer término, a la derecha, la casa de Delmás, destruída durante la guerra en 1874



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El Boulevard hacia 1860

la Geometría, pero el pobre don José se ponía furioso porque le hacíamos diabluras. Se sabía que tenía repulsión por los cochorros y los largábamos a docenas a volar sobre él, haciéndoles salir de la punta del dedo. Armábamos barullo y, por último, echábamos unas bolas de una goma especial que le trastornaban de furia al verlas. Nunca he podido saber qué era aquel producto, pero el hecho es que en Begoña, y cerca del palacio de Elorriaga, había una especie de pozo con una materia parecida a la goma de ciruelo, de color más amarillento y con un olor acre, que aun recuerdo.

Haciendo bolas con ella, tenían éstas la propiedad de botar de una manera tal, que parecía subían cada vez más. Soltada una en la escalera superior de la clase, en cuatro o seis saltos, llegaba hasta la plataforma de Naverán. Se acabó la mina pronto, y jamás he vuelto a ver ese producto; pero entre los muchachos de la época hizo furor.

Mis queridos vecinos y amigos de clase que he citado, eran muy formales, sobre todo Mariano, que era de una corrección exquisita. Julio ya era más nervioso. ya entraba más en los jaleos, pero nunca como para comprometer el sobresaliente, que era seguro, y tenía razón. Años después, y tras una brillante carrera, ganó la cátedra misma de Psicología; pero murió el pobre muy pronto, siendo una esperanza y produciendo su falta entre los amigos gran pena. Gran frascuelista, discutía formidable y apasionadamente con Adolfo, su hermano, lagartijista rabioso, sobre la superioridad del torero ídolo de cada uno, y las discusiones aquellas, cálidas y de una verbosidad, improvisación y réplica inmediatas, eran algo único e inolvidable.


Tipos populares

POR entonces había: Joshe Mari, un pobre tonto de Mañaria que vestía con pantalón rojo, corto, pero cortado a tirón y jirones y sin medias.

Recitaba de seguido los nombres de los pueblos de Arratia.

Julián, el tuerto. Un delicioso trompa, salao, como le decían todos, con un gabán largo, raído, los ojos borrosos y caídos y un sombrero bimba torcido y metido hasta las orejas. Se paraba delante de las gentes y esperaba a que le dijesen el ritual «infla, Julián». Entonces cerraba la boca e hinchaba los carrillos hasta reventar. El paseante le pegaba su buena papuchada y él, alargando la mano, esperaba el cuarto o dos cuartos de tarifa y salía disparado a la taberna.

Tenía un doble aguante enorme, pues en papuchadas se las tragaba como un boxeador, sin pestañear, y bebiendo no pudo probarse su resistencia. Se decía que Collin, sí, había sido más grande.

Dios era otro tipo extraordinario. Completamente fantástico, con un gran sombrero hongo viejo, un gabán indefinible, verdoso, con sus bolsillos caídos y abultados, una camisa floja sucia y un chaleco de harapo, pantalón como en sacacorchos y claro de color y botas de elásticos con retorcidos, jibas y juanetes que hacían inverosímiles sus pies. Era de color cetrino y tenia unas cejas y un bigote pobladísimos, con expresión siempre seria. Llevaba constantemente un paraguas enorme cerrado y abultadísimo y que nunca abría, porque más que paraguas era un saco de viaje.

Paseaba siempre solo y despacio. Era un ente misterioso y, según se decía, llevaba encima y consigo siempre todo su equipaje y ajuar, pues se pasaba la vida en viaje continuo.

Le llamaban Dios porque estaba en todas partes, y decían que una vez se confrontó que a la misma hora paseaba en Santander y en Bilbao. Lo curioso es que, años después, Enrique Salazar lo catequizó llevándolo a su estudio y lo pintó, y resultó que parecía bastante razonable; era agente de Seguros y serio e instruido, pero para la gente joven pasó siempre por un tipo raro el pobre señor.

Panfot era un maletero, entonces muy joven, pero que zanquilargo y burlanguero se especializó en cohetes y voladores, como entonces se decía, y chupinazos, y en las fiestas le encargaban de esa faena. Los chupines los ponía junto a la ría, tras el teatro o en la Naja y los cohetes los largaba en sitios estratégicos. Estaba por ello en el secreto de muchas cosas; así, por ejemplo, cuando más tarde en las fiestas de la ría o cuando venía algún personaje por mar, había que calentar el aire en el puerto, encargaba a sus repartidores que sólo llevasen cohetes a las Arenas y que echasen algunos temprano; él sabia de sobra que por cada cohete que saliese de las Arenas echarían doce de su cuenta los de Portugalete, tal era la emulación entre ambas orillas.

Por cierto, que por el otro lado tampoco era muy favorable la vecindad a la naciente agrupación de Lamiaco, ya que cantaban los de Algorta:

Algorta, jardín de flores,
Portugalete, una cuadra,
Santurce es un muladar,
Y Castro no vale nada.

* * *




No hay que hablar de las Arenas,
No hay más que perros podridos;
Y en chiflando algún vapor

Hay que tapar los oídos.

Es de advertir que en Santurce la canción empezaba por ser Santurce el jardín, y Algorta era el muladar al tercer verso.

Otros tipos como «Don Paquito», «Cabecita de ajo», «Pescuecito de gallo», etc.. que tenían cada cual su especialidad, fueron bien populares.


Romanticismos precoces

YA oíamos hablar de noviazgos entre amigos, y en eso, como en todo, los había más o menos aptos y adelantados. En el Arenal, Pepe Vasallo, muy buen tipo, de ojos azules y vestido muy a la moda, era el Don Juan adolescente más señalado; tenía, pues, partido y también su pequeña partida.

De entre las chicas, había una, Pepilla Hurtado, que tenía fama de salada y llamaba la atención de los tenorios en agraz y estaba siempre en candelero, pues se la disputaban.

Luego había una gran cantidad de chicas guapas, porque de eso siempre estuvo bien dotado nuestro Bilbao, y de pollos que, como Pablito Sagarminaga y otros, sabían atraer su interés y atención; pero en general, en nuestra generación, éramos muy cortos para con las chicas y eran también raras las ocasiones de tratarlas o conocerlas; además, no estábamos sueltos ni tranquilos en su presencia. En general, preferíamos en los días de fiesta o de calva a clase, que eran los de mayor expansión, ir en pandilla a «Barbaraco», la finca hermosa que en Deusto tenian las familias de Palme, Rochelt y Maruri, y en cuyo inmenso cercado de huerta fumábamos tagarninas, jugábamos y comíamos fruta. En el interior de la casa, que era hermosa y baja y de una disposición y forma muy distintas a las del país, habla un gran salón que se llamaba de «Guillermo Tell», porque tenía un papel pintado en la pared, de los que hoy son tan buscados, con escenas de la historia de aquel héroe popular suizo.

Se decía que fué construida por un francés que quedó allá establecido a principios del siglo XIX, en tiempo de Napoleón. Varias bodas de amigos se celebraron, años después, allí.

Pero entre los mayores románticos de nuestro tiempo sobresalía uno, que a la vez era muy original en varios aspectos. Luchío Castañiza, que hacía apuestas inverosímiles, como la de comerse treinta merengues sin beber agua en la confiteria de «Las Delicias», o veinte canutillos de casa de «Patricia», y luego bañarse en los Caños.

Fumaba unos cigarrillos especiales, muy gruesos, imposibles para los demás, y echaba humo hasta por los ojos. Era un archivo viviente de todo el repertorio de arias y dúos de óperas y zarzuelas, que cantaba con sus letras y gestos y poniendo los ojos en blanco.

Contaba una cantidad enorme de cuentos de todos colores y olores y, por último, era, como decia antes, el más profundo y platónico amante de nuestra generación.

Le hacía el amor a la tan simpática y graciosa bilbaina que era Carmen Orúe y ella lo volvía loco, pues en cuanto le sabía haciendo el oso en Las Arenas, junto a su casa, tocaba al piano y muerta de risa, una mazurca que se llamaba «Una lágrima», y Luchío se hacia papilla y lloraba tras de la tapia, hasta tenerse que marchar enfermo de emoción y agarrándose el corazón.

Esto parecerá chirenada exagerada, pero es verdad; y el secreto lo supimos, desgraciadamente, más tarde, cuando, joven aún, murió el pobre Luchío cardíaco, después de unas originales agonías y extremaunciones que se repitieron muchas veces, intercalándolas con salidas al Arenal a fumar sus pitillos gordos y contarnos sus impresiones de aquellos trances.


El teatro

TODAVÍA existía el Teatro viejo donde hoy está el de Arriaga, y la ilusión de aquellos domingos por la tarde era grande. La sala era pequeña, pero muy bonita, con sus lunetas, que así se llamaban las butacas, sus grillés con persianas verdes para ocultarse en los proscenios, sus butacas de balconcillo, entre lunetas y palcos, y su patio, que era una localidad popular que se reservaba a precio de cazuela o paraíso, en señal de democracia, y comprendía las cuatro plateas del fondo de la sala. Cuando había bronca, el patio era lo más agitado, y a veces, cuando alguno alborotaba o discutía estorbando al público, gritaban de arriba: «Que le den la peseta». devolución inapelable para echarlo fuera. Detrás de los palcos, habla un «foyer» muy hermoso, con tres balcones al Arenal, y en los entreactos se subía a tomar algo del bien surtido despacho provisto por el Suizo, o a comprar unos riquísimos caramelos, finas pastillas de menta o bombones de licor, que era el repertorio de golosinas corrientes.

Las funciones de magia era para nosotros lo mejor: «Sueños de Oro» y la «Pata de Cabra», cuyas canciones sabiamos todos, como las de las zarzuelas: «Robinsón», «Los Magyares», «Buenas noches, señor don Simón», «El Barberillo de Lavapiés» y otras de la época.

El gracioso era lo más interesante entre los actores, y de las actrices la característica y luego la tiple, que de ordinario eran dos o tres que alternaban y volvían todos los años.

Yo en esos años de interno iba poco, y sólo los días de salida o en Navidad, que salía a casa de mi tía Mariquita, gozaba de aquel regalo con gran afán y entusiasmo.

Más adelante, ya más asiduo en zarzuelas y óperas, fuí haciéndome de repertorio y tuve el teatro por la mayor diversión.


La vuelta a Francia

PERO en 1879 terminé el Bachillerato con la Física y don Manuel Naverán, hermano del de Geometría, clase de lo más soliviantado y que al hacer los experimentos, sobre todo los de luz, y ponerse a oscuras, se armaban tumultos enormes. En uno de esos barullos, Juanito Orúe y yo, que estábamos en los últimos bancos y además de tener ágape de chorizo, vino rancio y alborotar en la merienda, le tirábamos mendrugos de pan al catedrático, nos pescó infraganti y nos dejó para Septiembre. Me costó Dios y ayuda que me admitiese en Junio y aun tuve notable, y con eso y la Historia Natural, Fisiología y Agricultura, acabé el curso y tomé el grado de bachiller, sin tener un suspenso en todo él y sólo un sobresaliente; situación media, la más estimable, para no tener disgustos ni antipatías.

Como yo no tenía más que trece años, mis tutores juzgaron era demasiado joven para ir a estudiar carrera, y quedé aún un año interno tomando lecciones de música, comercio, dibujo, etc., y al año siguiente me enviaron a Bayona, al colegio de San Bernardo, a donde fui contentísimo con los excelentes amigos Alfredo Rochelt, Juan Amann, Ramón Real de Asúa y Emiliano Uruñuela.

Aquella vida de colegio era muy distinta de la del de Bilbao; por de pronto, disfrutábamos más de aire libre, largos paseos, gimnasia y ejercicio, en forma que fué para mi motivo de desarrollo fisico, y conservo recuerdos que, aunque de pasada, no quiero omitir.

Había allí varios españoles y entre ellos algunos navarros, que eran los más traviesos. Recuerdo de un Alaiza y un Acarreta que dejaron memoria, echando cola a los mecheros de gas, que no se podían encender de noche, o pimienta al depósito del agua de lavarnos en el dormitorio, con lo que maestros y chicos quedábamos con los ojos doloridos y como tomates, o toreándole al buen «Cher frère» en el paseo, o ensayando escaparse de noche por una sábana colgada de un balcón.

Nuestra ilusión eran los días de salida, en que los cinco bilbaínos empezábamos por ir al escritorio del buenísimo y simpático caballero mejicano que era don José María García de Isla, a coger el luis reluciente, de oro, de cada uno para las compras del dia y que se disolvía entre salchichón y otras reservas de comida para el colegio y chucherías del bazar que nos atraían enormemente. De alli, nuestra primera visita era a los muelles y si había barco de Bilbao y capitán conocido y nos convidaba a una copita de Jerez y unos pitillos, la mañana se pasaba en la gloria. Comida en casa de Garcia Isla y viaje a Biarritz, con tiempo a la vuelta para ver la feria, cuando la había, y luego al encierro hasta otro jueves afortunado.

Pero además de estas salidas teníamos otras, tanto o más agradables, la tarde, y en varias fiestas durante todo el dia, salíamos con él a los alrededores de Bayona.

En una de estas salidas en que fuimos a Cambó, llevábamos sendas botellas de paja a la bandolera, compradas en el famoso bazar, pero bien llenas de un rico vino Frontignan, procedente de una caja de botellas que a Ramón Real de Asúa le mandaban de su casa y producto de la entonces reciente Compañía Vinicola, hechura de su familia. lbamos con el profesor los cinco bilbainos y otro muchacho francés, y ya por la mañana y subiendo una cuesta, antes de comer, le dimos un tiento al vinillo, con lo que fuimos a comer bien animados. En el restaurant habla una boda y bullicio y entre la animación, la comida, el Frontignan de aperitivo y el de después, que hasta agotarlo bebimos, nos fuimos poniendo a temple, del que yo me debí pasar, pues de la relación de mis amigos supe al dia siguiente que perdí un zapato y que hubo que disimularse mí entrada en el Colegio y dormitorio como enfermo.

Era la segunda, con la del colegio de Bilbao, y la última vez de mi vida que tal percance me ocurría, y ello en tiempos de vigilancia y de educación y sin que después, en los de libertad, volviese a ocurrirme nada igual.

De todos modos, y de aquel curso que terminó en Julio de 1881, yo guardé un agradable recuerdo del Bayona clásico, al que volvía a ver siete años después de la estancia durante el bombardeo, tan simpático en sus calles y costumbres de pueblo burgués medioeval, y de plaza fuerte con su retreta de trompetas por las tardes a las ocho, con sus murallas y sus fosos, sus preciosos rios y alrededores y sus restos de convivencia española, tanto por sus lugares y recuerdos históricos, como por los apellidos de las familias descendientes de judios antiguos emigrados de España.

Y mezclados con éstos los de los cuatro buenos amigos bilbainos, algunos de los Hermanos que aun viven en nuevo colegio y de aquel buenisimo Pepe García Isla, gran amigo y cónsul de Bilbao en Bayona, como lo titulamos.

Al año siguiente yo no volvi, y me sustituyó mi primo Manuel Losada, con los mismos cuatro amigos, que volvieron.





SEGUNDA PARTE

1880 - 1890


La carrera

A mi vuelta de Bayona quedó decidido por mis tíos fuese en otoño a estudiar Leyes a Valladolid, después de unas dudas sobre empezar en Madrid la carrera de Estado Mayor y en casa de unos parientes de mi madre.

Habla fallecido mi tío Araquistain, y mi tía María, muy enferma, no volvió a Deva y pasé el verano con ella en Portugalete, para empezar mis estudios en otoño en la clásica capital castellana.

Un nuevo recomendado, nuevos amigos y vida nueva: la clásica de entonces del estudiante en casa de patrona.

El Valladolid de aquellos años, muy típico y simpático por su enorme fuerza de carácter castellano, estaba, sin embargo, bastante lejos de una urbanización moderna. Recuerdo que para la feria de aquel año, que era al empezar el curso en otoño, se inauguraron unos evacuatorios públicos, y que para celebrarlos, un periódico local festivo decía lo siguiente:

Lo que es por esa parte, caballeros,
desahogo hallarán los forasteros.
Pero, dígame usted, ¿y las forasteras
tendrán que marcharse a las afueras?

Años más tarde, Adolfo Guiard hizo un viaje exclusivamente a conocer Valladolid y volvió entusiasmado. «Es enorme, decía, tiene mucho carácter, más que Madrid. Ya veo claro ahora que Madrid imita a Valladolid; pero no puede, quiá, no llega a aquel olorsito inconfundible».

Tampoco el confort en nuestras casas de patrona era cosa notable: braseros y baldosa para 14 y hasta 20 grados bajo cero y capita española por abrigo, no hacían defensa bastante para los madrugones con helada y las clases a las ocho de la mañana en la Universidad.

Pero los quince años y los amigos, eran contrapeso más que suficiente para aquel brusco y duro cambio de vida.

No quiero aquí detenerme en relatar mi vida de estudiante durante cinco años, ya que me he propuesto hablar de Bilbao, pero sí diré que si la adaptación fué difícil, después no se pasaba mal, y que los recuerdos agradables de amistades y escenas son muchísimos.

En general, los vascongados nos reuníamos mucho, y había hasta el correspondiente orfeón.

Mucho guipuzcoano, entre ellos Ignacio Murua, Vicente Monzón, Esteban Lasquibar, Perico Gascue, Juan Madinabeitia, Pepe Eguino, Alcayaga, Cirilo Recondo, Ramón Camio, Ramón Orendain, Trino Hurtado y otros; varios alaveses, como los hermanos Ortiz de Zárate, Felipe Arrieta, Ibarrondo, Julián Zulueta, Fernando Amarica, y de bilbaínos, Perico Tutor, Claudio Urrutia, Julián San Pelayo, Alfredo Gorbeña, Adolfo Elorrieta, Juan Orúe, Casimiro Olazábal; y más tarde pasaron por allí Adolfo Urquijo, Perico Zubiria, José Frutos Epalza, etc.

La vida ordinaria era: la Universidad, el paseo por el Campo Grande, el café y el teatro. Teníamos en el Calderón un palco enorme, en que por muy poco dinero nos abonábamos no sé cuántos; teníamos también divertidas tertulias, festoneadas de un poco de timba, en casas de unos y otros, y hacíamos algunas expediciones a las afueras.

Se llegó también a formar una gran estudiantina de unos cuarenta vascongados, que en una semana de Carnaval recorrió Bilbao, San Sebastián, Vitoria y Haro, y la dirigía un estudiante de Durango, Urien, que luego fué compositor; Lalama, de Tolosa, era pandereta, Ignacio Murua, bandurria y yo guitarra, y fué inolvidable como divertida e interesante.

En la casa tenía yo de compañero a Vicente Monzón, de Vergara, espíritu fino, muy inteligente y apasionado de la música, buen pianista y que enamorado de Mozart lo interpretaba con delicadeza y cariño, y a base de él teníamos sendas veladas musicales a las que añadía gran interés su primo Manuel Gutiérrez y Lardizábal, que con preciosa voz de barítono y buena escuela de canto, nos hizo pasar ratos felices. A éste lo llamábamos «Chipirón» y no había fiesta ni jarana de estudiantes vascos sin él. Ignacio Murua, Perico Tutor y Daniel Irujo, que eran los de casa, además, y Juan Madinabeitia, Pepe Eguino y Perico Gascue, eran los asiduos, y gracias a ellos y a fiestas musicales que allí salieron, y de otra con Ramón Orendain, que vino más tarde, trasteamos lo que de árida y dura tenia aquella vida de entonces.

En una ocasión, y queriendo estudiar el violín, yo llegué a comprar uno, bastante malo, pero aun no había empezado a rascar en él cuando, en la improvisación de un café inolvidable, que organiza- mos entre vitorianos y bilbaínos en casa de Julián Zulueta, hube de vender mi violin para comprar una cafetera, que era de más urgencia.

Afortunadamente para mi educación musical, tuve un premio pequeño de la loter!a y entonces compré un violoncello de lance, y reunido a Cirilo Recondo, de Tolosa, empecé a tomar lecciones de ese instrumento, que después me fué utilisimo para el cultivo y desarrollo de mi afición.

Y así, en ese ambiente de buenos amigos y en la tranquila y simpática capital castellana, pasé aquellos cinco años necesarios para obtener el título de Licenciado en Derecho Civil y Canónico.

La impresión que conservo de la Universidad, es mediana. Como todas las de España y, con escasa diferencia, tenía poco que admirar.

Un plan de asignaturas que cambiaba a menudo, era alli la única traza de método visible; por lo demás, en cada asignatura cada profesor tenía su sistema, y generalmente se agrupaban en los dos tipos principales: los que querían ser contestados de memoria y de carretilla por el texto del libro, o los que no preguntaban a los alumnos más que generalidades a fin de curso y una o dos veces, y no haciendo durante el resto sino explicar y disertar sobre las lecciones, pero sin enterarse del resultado útil en los alumnos.

Se salía, pues, de allí con algunos latinajos más, como fórmulas, sabiendo la división y las ramas del Derecho en Civil, Canónico, Mercantil, Penal, Administrativo y Procesal, y vislumbrando el Internacional; los textos y código que correspondían a cada uno, las di- visiones elementales de cada asignatura y, sobre todo, que había un Alcubilla salvador, donde en materia de jurisprudencia había, como en guardarropa de teatro, trajes a la medida y gusto de todos los pleitos posibles e imaginables en sus infinitos casos.

Después de todo, esta norma de estudio era lo esencial que aprender a nuestra edad, que lo demás lo daría después la práctica profesional.

Pero Federico Salazar, que estudiaba Leyes en Madrid por entonces, resolvió algo más práctico en la enseñanza y nos puso en música fórmulas del Derecho procesal, como la de los términos de la demanda en latín:

 
«Quis, quid, quod al quo
Quo jure petatur et a quo
Ordine confecto, etc.

Y como la música era muy bonita y fácil, se pegaba al oído, y con tal eficacia, que aquel texto del buen Federico lo recuerdo yo más que los de la prosa seca de los libros de mi clase.

Pero la cuestión primordial era aprobar y no perder curso. Yo conseguí hacer lo mismo que en el bachillerato, no tener nunca un suspenso y sólo una vez sobresaliente, por evidente coladura del profesor.

Vacaciones

HABÍA vacaciones cortas y largas;las primeras, en fiestas de Navidad, de unos veinte a veinticinco días; las de verano, de tres meses y medio; y se volvía a Bilbao en ellas y se disfrutaba y saboreaban parientes, amigos y pueblos doblemente.

Yo las pasaba en casa de mis tíos Joaquín Losada y mi excelente tía Basilia, pues poco tiempo después de mí tio Araquistain, falleció mi tía María. Mis primos Manuel, Luis y María Losada, de mi edad poco más o menos, fueron como hermanos mios. Del primero, que ya entonces dibujaba y empezaba a pintar, diré que me pasó en dibujo lo que con Javier Arisqueta en música, y que me pareció siempre admirable cuanto hacía, en dibujos al carboncillo de retratos y paisajes y de dibujos a pluma, especialmente de toreros y escenas de toros.

En aquellos años empezaron las reuniones musicales en casa de Gortázar, de la calle del Correo, y desde entonces Juan Carlos y su cuarto y gabinete, fueron el eje del movimiento musical de nuestra generación.

Hizo Juan Carlos un gran atril de cuatro caras coronado por una gran pantalla blanca, con siluetas hechas por Manuel Losada sobre asuntos y escenas musicales, y allí nos fuimos iniciando poco a poco en sonatas de piano, con Javier o Juan Carlos, o de piano y violín con éstos y Cleto Alaña o Luis Lezama Leguizamón y Eduardo Torres Vildósola, o de violoncello con el muy simpático Alfredo Larrocha. Allí saboreábamos las delicias de don Nicolás Ledesma, Mozart y Haydn, y luego, cuando ya Juan Carlos aprendió la viola, los primeros tríos y cuartetos clásicos.

Y allí se inició la enorme y entusiasta labor de aquel Charanga inolvidable, que no descansó un momento de su vida en la tarea de remover la afición musical, elevarla y desarrollarla; primero, entre sus amigos y luego en todo Bilbao. Hoy, de viejos, ponemos empeño en glorificarla.

Y qué de fases tuvo su actividad y la nuestra por él dirigida. Además de los conciertos caseros, allí se ensayaban las Siete «palabras», de Haydn, para el quinario de San Antón y el sermón de las «tres horas», en San Juan, y poco a poco fuimos sustituyendo, en esta piadosa tarea musical de la Semana Santa. al cuarteto de la generación anterior de don Emiliano y don Juan Amann, don Antonio Torres, el víoloncello, y don Emilio Palmé.

De este cuarteto anterior quedaban famosas tradiciones, como la de haberse un dia perdido los cuatro tocando el terremoto de Haydn, en «Las siete palabras», y darse como punto de reunión un calderón, que prolongado por el primero que llegaba y sostenido por el segundo al alcanzarle, daba lugar a esperar a los otros dos; pero ya unidos volvieron a perderse, y entonces Juan Amann cogió su chistera, y apagando con ella las cuatro velas, terminó el terremoto en verdaderas tinieblas y derrumbamiento.

Otro día en que las cosas tampoco iban muy bien, y entre desafinados y perdidos estaban dejando a Haydn mal parado, parece que durante una de las tocatas, mientras la meditación, dijo el predicador desde el púlpito e increpando a los judíos: «¡Bárbaros!, ¿qué hacéis?», y con tal decisión y energía, que emocionado el primer violín, dijo a los demás: «Eso va con nosotros; vámonos pronto», y acabando de mala manera se marcharon.

Según costumbre tradicional, seguida después con nuestra gene- ración, el párroco de San Juan enviaba a cada ejecutante el día de Pascuas una docena de canutillos de la confitería de «Patricia», de un tamaño más que doble de los normales, y que el gastrónomo que era Eduardo Torres, saboreaba in mente, y por anticipado toda la Cuaresma.

Otro campo de actividad musical en casa de Juan Carlos, eran las misas que preparábamos para cantar en las fiestas de los pueblos en que, como Bedia, Portugalete, Plencia, etc., teníamos amigos. La contrata con parrocos o alcaldes era ya a precio fijo. Nuestro cachet era una comida con limonada para toda la capilla, ¡y qué capilla!; teníamos de tenores a Uruñuela, Tomás Amann y Somonte, bajos a Joaquín Palacios, Manuel Losada y a veces nada menos que a Arando; de violines y violoncellos los del cuarteto de Juan Carlos y Balaunde y otros refuerzos; de armonium, a Javier, y a veces al piano, como en la misa de Santa Cecilia, de Gounod, que era ya de altos vuelos y se añadía ese instrumento a la orquesta y órgano.

¡Y qué repertorio! Desde una misa inolvidable de García, que podíamos cantar incluso con guitarra, hasta las de Gorriti y las más encopetadas de esas obras maestras. ¡Y qué Avemarías, Salves, Panis Angelicus, etc., para solos en el Ofertorio o al final!

Pero si la música era buena, las alegrías de las comidas aquellas, en plena fiesta, eran superiores también.

Un día de la Virgen, en Portugalete, y apenas empezado el banquete en el Ayuntamiento, ya tocaba el cornetín debajo de la mesa uno de los tenores y, al acabar, uno de los violines brindaba al pueblo soberano desde el balcón de la Plaza, con los vasitos de colores



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El Puente y el Arenal en 1872



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La casa de Gortázar en la calle del Correo
Dibujo al lápiz de Manuel Losada, en 1885

con aceite de la iluminación preparada, y se los fué bebiendo uno a uno con lamparillas y todo. ¡Y qué de cantos y qué alegría aquella!

Otro día, en Plencia se inauguraba un órgano y cantábamos una gran misa dirigida por el inolvidable y buenísimo Enrique Diego. Yo tocaba un contrabajo que Enrique habla mandado construir en Olaveaga a un constructor de chanelas; tenía la tabla gruesa y en los ensayos no daba verdaderos sonidos, por más fuerza y resina que yo ponía; lo mandamos cepillar, y al fin se oía algo como un temblor, sin gran precisión de ajuste como sonido, y así fué a la misa.

El órgano. sin duda montado a la ligera, empezó muy bien en el Kyrie, pero al acabar éste quedó sonando una nota aguda, sin que hubiese modo de pararla ya en el resto de la misa. Por lo demás, la misa fué grandiosa y la comida de las mejores, con limonada de chacolí de Baquio; hubo uno de la orquesta que al acabar salió a la playa y empezando a andar vestido por el agua, siguió impertérrito hasta que hubimos de sacarlo a tierra.

Otra variante de estas excursiones musicales, era las funciones benéficas por naufragios o calamidades, en Santurce, Algorta y otros. Los programas de estos conciertos se componían de trozos al piano por Javier, solos de canto y alguna trova de violín; pero el clou de ellas eran las improvisaciones de canto y piano por Luis Aznar, barítono, acompañado por Juan Carlos Gortázar. En los programas se leía, por ejemplo: «El esclavo de Argel, ópera de Camarini. Fragmento, recitativo, aria y streta final». Juan Carlos preludiaba un trémolo, sobre el cual prorrumpía Luis en un patético recitado en italiano-camelo, seguía un aria de línea metódica irreprochable y un allegro brioso y decidido hacía de streta final. El éxito era seguro, y en medio de los estruendosos aplausos del público y los amables saludos de Luis, uno de nosotros, desde el público, pedía como bis: «¡Un zortzico!», y en el acto preludiaba el piano uno, y volvía Luis al camelo de música y vascuence, más asombrosos y atrevidos aún que el italiano de antes:

 
Gurtubay etxaldeko
dantza ta dantza
en el Arenal...

Y cosas por el estilo, que frescas y preciosas por la gracia del

cantor y del acompañante en su improvisación, arrancaban atronadores aplausos de marinos y de indianos y delirios y hasta lágrimas de las sensibles jóvenes costeñas.

Después de estos conciertos, venia el baile como premio, que de ordinario era muy divertido.

Ensayábamos también audiciones solemnes del «Stabat Mater», de Ledesma, con Enrique Rasche, el gran tenor bilhaíno de la época, y Rita Diego, hermana de Enrique, que era una gran tiple. A veces estos ensayos eran en casa de Diego, quien dirigía con una distinguida figura y hermosa cabeza de artista, y matizaba al ensayarlos con amore, animándonos con frases expresivas, como: «sforzando, animando, recogiendo», etc... Un dia, en un pasaje delicado y emocionante, nos dijo: «¡llorando!», y allí fué la gran carcajada de Eduardo Torres.

Algunas noches salíamos al Arenal, alrededor del kiosco o entre las frondosidades de los jardines, a cantar coros a voces solas entre cuatro, seis u ocho, y en que trozos de Kuchen, Mendelssohn y otros autores predilectos hacían nuestras delicias. Aquellos coros fueron los precursores de «La Coral» que se fundó años más tarde.


La Exposición

HACIA 1882 hubo una Exposición muy interesante en el Instituto. No habían pasado seis años de la guerra y Vizcaya se mostraba ya despierta y llena de aspiraciones y realidades de trabajo.

Se exhibió un poco de todo y trascendía el progreso de Bilbao.

En lo artístico, recuerdo los cuadros de Enrique Salazar, entre ellos un retrato de su antecesor don Lope Garcia Salazar y un príncipe de Viana; varios de Anselmo Guinea y de sus recientes andanzas por Italia, y los primeros de Adolfo Guiard, que aun estaba en París.

Era, en lo demás, una pequeña Feria de Muestras y entre ellas, y como precursor de los anuncios a la americana, Orive el farmacéutico, que ya hacía su Licor del Polo y su Colonia, había montado en medio del vestlbulo con columnas de la entrada, una fuentecita de alabastro en miniatura, que funcionaba con juegos de un Agua de Colonia y rodeada de letreros que decían: «Perfume usted su pañuelo», «Tome usted un prospecto», y hada furor entre los visitantes.


Las Fiestas

AÑOS antes, y con ocasión de las grandes inundaciones de Murcia, se celebró en Bilbao una gran cabalgata, que fué memorable. Yo no tomé parte en ella por estar aún interno en el colegio, pero sí todos mis amigos.

Recuerdo de los preparativos que, en las escapadas del colegio, hacíamos en casa de Gortázar. El famoso break y sus caballos enjaezados, con el gusto que José María sabía hacerlo, se convirtió en cocina, donde los cocineros eran todos, y el mayor Hilario Lund. En los menús que se repartían se anunciaban: «Vol o vienen, Vol o van, de caza, pescado y pan», «Sesina de sogalinda, untao con dulse de guinda», y notas como la de que «Para madres de familia, hay comida de vigilia».

Otro carro memorable fué el de los chocolates de Matías López, en que Félix Urcola y Luis Aznar, de pareja de gordos, y José Mari Gortázar y Félix Aguirre, de pareja de flacos, vestidos con los pintorescos trajes de los anuncios, causaron sensación sembrando con profusión de caramelos y pastillas napolitanas las calles del paso; jamás podrá repetirse anuncio más eficaz y desinteresado.

También hubo otra, en que Luis Aznar y Urbano Aguirre salieron espléndidamente vestidos y alhajados de Mah-Rajahs, en sendos palanquines y con comitiva de cientos de indios tocados de turbantes y trajes vistosos, y que con parasoles, plumeros, campanas, gongs y toda clase de cosas brillantes y sonoras, componían un cortejo espléndido y animado.

Pero lo que en aquellos años de mi relación descollaron como fiestas magníficas e inolvidables, fueron las nocturnas del Dux y de Faraón en la ría.

Por entonces, las corridas de Agosto eran cuatro, en grupos de dos y con un día intermedio de otras fiestas y que se llamaba de Baco.

En ese día, en que había regatas, cucañas, concursos, conciertos, etcétera, se celebraban esas fiestas nocturnas en la ría.

Sería difícil dar hoy idea exacta de lo espléndidas que eran y de lo que impresionaban. No había luz eléctrica aún y las iluminaciones eran de gas o con faroles de papel y vasos de aceite o esperma, con algunas antorchas o bengalas, pero el contraste con el alumbrado ordinario era mucho mayor y, por tanto, el lucimiento sobrepasaba a los efedos de los poderosos reflectores de hoy.

En la primera, la gran carroza del Dux, iba el señor Arenal, un venerable caballero de pelo y barba blanca, que representaba al Magistrado veneciano, con su comitiva de damas, pajes, músicos y acompañantes, que era toda la juventud de entonces; iba majestuosamente por la ría a marcha pausada de remo. Le seguían infinidad de góndolas y carrozas, todas ellas iluminadas y llenas también de venecianos y venecianas que, cantando, gritando y tocando toda clase de instrumentos, formaban un conjunto precioso, que de puente y orillas eran aplaudidos y admirados.

Desde el puente del Arenal se iba en formación hasta la Salve, y al llegar allá la comitiva se encendía en fuegos artificiales una fachada de tamaño natural, señalada con bengalas, con las lineas del palacio de Venecia; y el Dux, solemne, después de varias ceremonias y en medio de una de cantos, salvas, cohetes y música atronadores, se adelantaba en un estrado de la escala para lanzar su anillo de bodas con el mar.

Pasada esta ceremonia, volvía el cortejo a Bilbao con igual brillo y grandeza.

Otro año fué la fiesta de Faraón, y el Nervión se vistió de Nilo y la gente joven de egipcios, con igual éxito y esplendor que en la de Venecia; Anselmo Guinea fué el alma del decorado de aquellas fiestas.

Pocos años más tarde, cuando la Reina María Cristina inauguró las obras del puerto exterior, se hizo otra fiesta más espléndida todavía y que dificilmente podría hoy ser igualada.

Anocheciendo apenas, salió la comitiva de Portugalete, embarcando la Reina con su séquito en una lancha blanca que llevaba en su proa un león dorado recostado y con la cabeza erguida. Doce remeros, de lo mejor de Ondárroa, de blanco también, llevaban con marcha acompasada y suave a la barca. En la popa, y más levantado, había un camarín con techo coronado, y un largo manto de terciopelo encarnado y galón de oro, caía y flotaba de largo y por detrás encima de las aguas, como cola de manto regio enorme, dando una majestad y elegancia muy dificiles de ser mejoradas.

La barca real sólo llevaba en el interior un farol oriental que, suspendido en el centro del camarín, alumbraba con luz suave por vidrios de facetas en colores; pero el conjunto destacaba en la ría, porque delante y detrás, a distancia de la barca, dos remolcadores con bengalas continuas y reflectores de metal la alumbraban, haciéndola resaltar corno en el centro de la fiesta.

Innumerables barcas, botes y vapores con todo género de iluminaciones seguían a cierta distancia a la Reina, y por la orilla de las Arenas cientos de coches iluminados que seguían la comitiva, hacían ya por sí el efecto de una iluminación continua en el trayecto. El paso por las fábricas fué fantástico: las lfneas principales de edificios y cargaderos se dibujaban con obreros manejando antorchas; los Hornos Altos, con sus largas llamaradas de gases, cuyo escape entonces libre se forzaba, hacían de inmensas hogueras; coladas del Besse- mer, en Baracaldo, quemadas para más lucidez, semejaban volcanes de fuego y de chispas infinitas, y así en todo el trayecto de fábricas y cargaderos de minas; espectáculo al que sucedía el de Jos barcos todos de la ría iluminados y las casas de Luchana, Deusto y Olaveaga, hasta llegar a la Salve.

En este punto empezaba la gran iluminación a la veneciana, y desde el Campo de Volantín al puente del Arenal se colocaron cientos de miles (cerca del millón) de faroles de papel y tarros de esperma, dibujando jardines, fuentes, kioscos y guirnaldas entre el arbolado. Coros y músicas, en barcas engalanadas, se unieron a la comitiva y una verdadera explosión de cohetes y chupinazos sonó de continuo en ese trayecto. El puente del Arenal, decorado con profusión de banderas, transparentes faroles y bengalas, era un ascua de fuego. Pasada la comitiva, se encontró con el de la Merced, que estaba oscuro y apagado, pero que en el momento de acercarse a él la Reina, se encendió de bengalas verdes de un lado y blancas del otro, de manera instantánea y sorprendente. El puente de hierro, ya construido, de San Francisco, lo puso precioso con líneas y racimos de faroles todos encarnados el gran artista que era Juan Rochelt; y hasta el de San Antón se veía a lo lejos con las armas de Bilbao en su centro como remate de aquella orgía de luz y fuego. La Reina, emocionada, desembarcó junto al teatro y marchó al Palacio de Zabálburu, donde se alojaba.

Difícilmente podrá igualarse fiesta alguna a la de aquella noche, en que Bilbao se propuso ser grande y se sobrepasó a sí mismo en un gesto en que tomó parte activa todo el pueblo, pues raro fué quien no tuvo alguna misión que cumplir en la fiesta.

El gran talento organizador de Pepe Amann dió fruto exquisito aquella noche y sólo la maniobra en encenderse las velas, de cerca del millón en los faroles, en pocos minutos y al llegar la comitiva, fué un esfuerzo admirable. En la decoración, vestuario y organización de barcas y comitiva, Manuel Losada hizo una de las suyas y dejó bien sentada su fama y arte para ello, y en la pirotecnia el gran Borné fué un asombro de ingenioso y sorprendente en los cuadros y efectos de luz, que dejó eclipsados a los maestros en fuegos artificiales hasta entonces conocidos.

* * *

Y a este propósito recordaré que el alumbrado público empezó a sufrir transformaciones en aquella época. El gas tomó mayor incremento y además de los racimos de bombas de porcelana blancas o en colores que adornaban en fiestas el Arenal, tenían ya el Teatro Viejo, la Diputación. en la Plaza Nueva, y el Ayuntamiento en la Vieja, tubos perforados de gas que con puntos de luz señalaban las líneas de cada edificio.

En cuanto a la electricidad, la primera impresión pública la dió el profesor de fisica del Instituto, don Manuel Naverán, que desde el balcón central del Teatro Viejo, donde encendió un arco voltaico, y con un reflector, alumbraba el Paseo del Arenal. Recuerdo que mis amigos y yo, sentados en las gradas de San Nicolás, asistimos con emoción a lo que no pasó de un ensayo y con no gran éxito, debido a los pobres elementos con que nuestro buen físico contaba.

Para hacer aquel arco voltaico hubo de llenar todo el salón del teatro de pilas y cargarlas y ligarlas con medios primitivos; así que a fuertes chispazos y destellos de corta duración, sucedían sendos apagones y durando toda la experiencia como una hora.

Pero ya entre 1882 y el 85 se montó por el Ayuntamiento en San Agustín, y cerca del solar en que por entonces se edificó el nuevo Municipio, un barracón de madera con una central eléctrica, que pudo alumbrar varios arcos en el Arenal y algunos pocos en el Puente, Plaza Nueva y Plaza Vieja. De lámparas incandescentes se alumbró la calle de Cinturería.

Un inglés alto y flaco, a quien llamábamos «palo dulce», fué el montador que, subido a escaleras y postes, nos hacia esperar con impaciencia la ansiada iluminación, que llegó por fin y nos pareció asombrosa, conviniendo todos en que tanto para admirar la calle como para leer debajo de cada lámpara, «se veía como de día.»

Un par de años después, se quemó el barracón de la central eléctrica, y ya entonces el Ayuntamiento montó una central en la Isla, más amplia y capaz de mayor extensión para el alumbrado eléctrico.

Y no serían cinco los años que pasaron, hasta que la iniciativa de nuestro querido amigo, excelente caballero y buen ingeniero que fué Valentin Gorbeña, ayudado por su tío Manolo Ayarragaray y otras personas, montaron sobre los terrenos de la Concordia «La Electra», primera Sociedad de producción y distribución eléctrica a domicilio que hubo en Bilbao y que funcionó con servicio excelente.

Y creo poder asegurar que así como Bilbao fué la primera población de España que montó el alumbrado por gas, «La Electra» de Bilbao fué también la primera instalación de producción y reparto de

luz eléctrica a domicilio en la península.

Las Corridas

PACHO Gaminde dividía el año en dos partes, que eran: «de Navidad a Corridas y de Corridas a Navidad». La primera era larga y triste, «con Cuaresma y todo», como él decía; la otra, «se pasaba sin sentir, pues había horchata de chufas», por la que él deliraba, «y se podía tirar», y él lo hacía, «con sombrero de paja y a lo más paraguas», que nunca tuvo.

Esta división cronológica de la vida bilbaína, la sentíamos todos.

La temporada de corridas empezaba realmente el día de Santiago, en que se colocaban al público los carteles. Su aparición era esperada, no sólo por los muchos aficionados a toros, sino por la afición artística también; así, se discutían el asunto y el dibujo del cartel, en los que Bringas de años antes tenía acostumbrados a sus paisanos a graciosos primores. Se comentaban las alusiones y reproducciones en él, de personas y aficionados populares y conocidos, como el gran «Chomin-Barullo», animador de aquellas y todas las fiestas de Bilbao; Castañiza, el escribano, un devoto de «Caraancha», perpetuo abonado a barrera y tan entusiasta de toros, que contaban dijo a su novia como un cumplido que tenía unos ojos parecidos a los del famoso toro «Caramelo».

Se hacían cábalas y profecias sobre lo que serían los toros y cómo quedarían los toreros.

Luego había la llegada de aquéllos y de éstos. Los toros llegaban a San Roque y viniendo a patita de Sevilla, Salamanca o Castilla, unos ocho días o más antes de las corridas, y la afición organizaba expediciones para verlos, haciéndose en ese tiempo grandes comentarios sobre la estampa y peso de los bichos, mejora o decaimiento de las ganaderías, etc. Luego, la víspera de cada corrida, o en dos tandas, los bajaban por Iturrigorri hasta la Plaza de Toros vieja, cerrando con tablas los callejones inmediatos a poblado, y también se iba, para sentir emociones de carreras y sustos, a ver el encierro. Más tarde llegaban los toreros y éstos eran por entonces, nada menos que Lagartijo, Frascuelo, el Gallo, Caraancha, Angel Pastor, etcétera, de espadas; nuestro paisano Ostión, banderillero de castigo sin par. Badila y Agujetas, picadores, gran jinete y fino el primero y duro y bravo apoyando el segundo.

Todos estos ídolos de la afición, a quienes durante el resto del año sólo se les podía seguir a través de las revistas de nuestro preclaro escritor y revistero Joaquín Mazas, «El Alguacil», de Antonio Peña y Goñi y de los dibujos del inolvidable Perea en La Lidia, los veíamos en carne y hueso y de cerca, y hasta se podía estrechar su mano y oírles hablar, como a Lagartijo, en andaluz cerrado.

De los dos bandos de aficionados, los lagartijistas éramos los más. Rafael representaba el toreo clásico andaluz, era Córdoba, con todos sus atavismos árabes y gitanos, era el saber, la ciencia y el arte del toreo, la inteligencia que vencía a la fuerza bruta del toro, era ... qué sé yo qué cosas más. Frascuelo era de la provincia de Madrid, valiente y arrojado, lleno de cornadas y cicatrices, que las llevaba como medallas y cruces de sus rasgos de arrojo, ciego de coraje como el toro y luchando de igual a igual, procurando ganarle la partida siempre por valor y temeridad.

Había, pues, un abismo entre las dos tendencias; y las dos capillas de aficionados eran irreconciliables e irreductibles.

Yo no sé bien lo que hacía Frascuelo en Bilbao, pero de Lagartijo sé que se hospedaba en la fonda de Luqui, en la calle de la Estación, y de cuanto hablaba y decía y aun de lo que se suponía que quería decir con sonrisa y gestos mudos; lo sabíamos por Adolfo Guiard, que no se separaba de él durante toda su estancia en la Villa.

Por supuesto, que en su compañía Lagartijo apenas hablaba y Adolfo no callaba un momento. Lo tenía sugestionado, pues le evocaba escenas y detalles de corridas y lances que el mismo torero no recordaba y le miraba con asombro, dudando si todo aquello había pasado o no.

«¿Y él qué dice?», le preguntábamos nosotros a Adolfo. «¿De- sir?... no dise nada, porque es un talento fiera», y aseguraba que no había orador más profundo que Rafael, cuando de vez en cuando largaba un «Vámo allá», o un «Eztá güeno», y que querían decir cosas tan enormes y profundas que Adolfo Guiard tardaba en desarrollar, en sendas tiradas admirativas, todo el año siguiente.

Y empezaban los días de corrida con chupinazos y voladores de Panfot, en la rampa del teatro, y música, por las calles. Por la mañana, llegada de forasteros y música en el Arenal al mediodía, y por la tarde, el desfile de coches de la gente de palco, que ya se sabía de memoria, como abonados. Pasaban en sendos landós: doña Casilda, viuda de Epalza, con tiro de mulas; don Agustín Obieta, el gran médico, de levita y chistera, solo en el suyo; Juanín Ibarra, Real de Asua, Enrique Gana y Pablito Sagarminaga, en su faetón y guiando; Adolfo Urquijo en el suyo y José Mari Gortázar en su break, siempre bien enjaezado y llevado de mano maestra, con otros veinte o treinta coches más, a lo sumo.

Y ya en la plaza, de la que era empresario don Bernabé de Larrinaga, pasaba... lo que hoy, poco más o menos, con la variante de algún par de banderillas al quiebro o en silla, del Gallo (viejo), aun siendo las corridas de Bilbao de las mejores de España.

Y se salia discutiendo y cansado, a tomar un helado en la horchatería, mantecado, fresa o arlequín, que era de mitad y mitad, u horchata de chufas y... al paseo del Arenal, del que hablaremos aparte.

Para terminar con esto de las corridas, recordaré dos lances curiosos acaecidos por aquel tiempo a dos convecinos nuestros. El uno a Raimundo Real de Asúa, bilbaíno simpático, alegre y siempre joven, que fué durante el bombardeo con Pepe Briñas, siendo Auxiliares y ambos buenos jinetes, ayudante del General Castillo. Raimundo era Cónsul de Austria Hungría, y en una ocasión vinieron durante unas corridas, a Bilbao, unos distinguidos personajes austríacos, a quienes invitó a su casa a comer y luego, naturalmente, a su palco en los toros.

La corrida fué muy mala, de jarana continua, y los austríacos veían y oían callados todo aquello, explicándose confusamente lo que pasaba. Uno de los toros fué tan malo, que hubo que retirarlo al corral, pero antes de decidirse a dar esa orden el presidente, hubo una gorda, cayendo al ruedo cuanto había a mano para tirar, silbos, gritos e imprecaciones, bajada de exaltados al ruedo, guindillas y forales retirándoles y prendiéndolos; en fin, toda una buena bronca clásica con acompañamiento. Salieron, por fin, los cabestros, y dando una vuelta al redondel se llevaron con ellos al pobre toro, que estaba deseando marcharse.

Cuando todo se apaciguó y cada cual volvió en si, Raimundo y su familia se apercibieron de que los austriacos no estaban en el palco ni en los pasillos.

En efecto, se habían marchado de la plaza, y cuando más tarde, al verlos en casa, les preguntaron qué les ocurrió, dieron la sigu¡ente explicación:

«Comprendimos todo bien: el torero no quería matar al toro y el toro no quería matar al torrro; el público se enfada por ello y se burla del presidente, y también quieren matar al torero y al toro, y entonces, el presidente, para matarles a todos, hace salir seis toros grandes con cuernos enormes y que daban terror. No quisimos presenciar aquello, ni podíamos resistir el ver morir a tanta gente y nos marchamos escapados para no verlo.» El otro caso ocurrió a Enrique Gana, con otros amigos que llegaron de Francia a Bilbao, al día siguiente de terminarse las corridas.

No podían resignarse los franceses de no ver una corrida y como paliativo le rogaron a Enrique que, por lo menos, les llevase a ver la Plaza de Toros.

Se fueron allá en coche una mañana, cerca del mediodía, y Enrique, a quien le gustaba explicarlo todo, empezó a describirles la posición que en la corrida ocupan la música y el presidente, y puestos todos en la puerta, les hizo avanzar y salir como en cuadrilla, explicando el paso y la salida de ésta, el saludo al presidente y el colocarse cada uno en puesto de faena. Llegó la salida del alguacil a coger la llave y el saludo, y explicó que entonces iba a abrirse el toril para la salida del toro; todos fueron con él para oír las explicaciones y Enrique, con toda maestría y corriendo el cerrojo, abrió la puerta dejando a la vista las negruras del callejón del toril.

Y sucedió entonces una escena terrible. En el fondo de aquellas tinieblas empezaron a dibujarse dos cuernos grandes y blancos que, seguidos de una cabeza bovina y de un enorme animal, salieron a la luz a la plaza, pasando por encima de Enrique, despavorido, y haciendo correr y tirarse de cabeza a la barrera a sus amigos con bastones y sombrillas, pues se creyeron mil veces destripados y muertos.

Era, sencillamente, que el encargado de la limpieza de la plaza al irse a comer, había encerrado al buey de trabajo en el callejón, y que éste, al ver la luz y puerta abierta se había colado fuera.

El susto fué mayúsculo, y cualquiera convencía luego a los franceses de que no habían toreado a un «vrai toreau et dans des vraies arènes».

El paseo del Arenal

SI en los días corrientes del año era éste un festejo de interés, con algo mayor los domingos y de mucho más alto en Carnaval; en los días de corridas, culminaba en el más alto grado, y, por múltiples causas y razones, especialmente después de los toros.

En el salón central, que aunque ya con el arreglo hecho a la rampa del puente se había acortado, pero que todavía tenia mucha amplitud, y entre un gran óvalo de sillas, alumbrado por las bombas de porcelana en pirámide con luces de gas, cerca de los árboles, aún muy frondosos, y, finalmente, enarenado el suelo con guijo de Bayona, se iba formando e iban desfilando cuantos bilbaínos y forasteros de aristocracia y burguesía había en la Villa aquellos días, después de los toros y de haber refrescado. Las personas respetables y de distinción daban primero, al llegar, un par de vueltas y luego pasaban a ocupar un lugar en sillas, de ordinario el de costumbre, para presenciar el desfile general que duraba en toda plenitud hasta las ocho u ocho y media, en que comenzaba el teatro, y aun se prolongaba hasta las diez de la noche.

La gente joven de nuestra edad no se sentaba y rastreaba en el paseo toda la noche, en parle con los amigos y en parle acompañando, que era ya una faena de gran preocupación.

Como en aquella época no había apenas bailes de sociedad particulares, salvo dos o tres que en primavera organizaba la Sociedad Bilbaína en los Campos Elíseos, o, en alguna ocasión especialísima, en sus salones de la Plaza Nueva, sólo había ocasión de ver a las muchachas a la salida de novenas y rosarios, en los paseos del Arenal o en los balnearios durante el veraneo.

Eran, pues, los paseos del Arenal ocasiones raras para hacer primero el oso, ser presentado por amigos o amigas y luego acompañar a las muchachas. Y salvo el que ya tenía novia ya acreditada, no podía meterse en esto del acompañar sin riesgo de un compromiso casi formal y de que ya se hiciese lenguas todo el pueblo del presunto noviazgo.

No era, pues. extraiío que los interesados ya, entre la gente joven, pasasen sus emociones en aquellas andanzas e intentonas de cuajar primero su simpatía y conseguir la presentación y el acompañamiento después. Y alli empezaron los amores de tantas familias de hoy en nuestra generación.

Como siempre, en todas partes, el interés mayor estaba concentrado en las chicas guapas y de entre éstas, que eran muchísimas, destacaban tantas, que había para hacer brillar toda la cinta de paseantes y dar interés a todos los rincones. En las sillas, las mamás comentaban, juntamente con las toaletas de ellas, los avances de ellos, algunos ya previstos y deseados, otros que eran sorpresas y noticiones que pronto se comentaban por todo el paseo y toda la Villa.

Allí, pues, de los estrenos de trajes y sombreros, abanicos, sombrillas, manteletas y zapatos y de todas las seducciones que en sonrisas, charlas, guasa y chirenadas desbordaban los grupos, que de ordinario lo componían filas de tres o cuatro muchachas y dos muchachos al extremo, y caminando muy despacio, en masa compacta, por el paseo.

Había también entre gente ya de más edad, personas de gustos clásicos, que guardaban con devoción el salir esos días al paseo del Arenal, ataviadas con notoria pompa de gran fiesta y corte antiguo y que daban una nota pintoresca al conjunto. Durante muchos años hicieron en este aspecto nuestras delicias, cuatro señoritas hermanas, solteras las cuatro, de las que la más joven frisaba en los sesenta, y que en el momento álgido y de mayor animación, hacían su entrada solemne tomando sitio en la fila, ataviadas con lo que ellas llamaban sus trajes de corridas y que venían siendo sus grandes galas desde varios años antes del bombardeo.

Pacho Gaminde, que era amigo y contemporáneo, nos las presentaba, y como allí no habla riesgo de noviazgo, era para nosotros un rato ameno y encantador el de la conversación de temas juveniles con aquellas señoras, con trajes ya de retratos antiguos, con mitones en sus manos, sombrillas pequeñitas con mango plegable, abanicos de chinos, y oliendo al sándalo y al cedro de las cajas en que los guardaban todo el año.

Comentaban ellas lo descocado de las modas del día, los polisones exagerados, los sombreros con pájaros, frutas y flores de las jóvenes, las sombrillas de palo largo y, sobre todo, lo ligero y endeble de las telas al uso, y comparaban con desdén todo aquello con las telas fuertes y gruesas de seda en que ellas iban como empaquetadas y atufadas y que, según contaba Pacho con guasa ante ellas, eran tan soberbias, que para coser cada uno de aquellos magníficos trajes Se rompieron más de catorse paquetes de agujas, ya que por lo fuerte y soberbio de ellas apenas se dejaban coser.

¡Y qué de cortesías y zalemas antiguas y qué de equívocos de su tiempo y qué mentiras divertidlsimas nos contaban estas inolvidables amigas nuestras, que en aquellas horas del paseo de corridas se creían transportadas a su mejor juventud!

¡Y cuánto alegraron la nuestra, con aquellos buenos ratos impagables!

Había también otros lances cómicos, como la pérdida de un polisón suelto, que se escurría de unas faldas, tropezaba en los pies de los otros paseantes, se cogía en la punta de los bastones y se lanzaba con sorna, entre las carcajadas generales, de un grupo al otro, recorriendo el trofeo todo el Arenal, mientras se buscaba con interés a la dueña, que disimulaba como podía lo apagado de su falda, con temor de ser descubierta.

Y mientras tanto, y a lo lejos, sonaba la música del kiosco, se vislumbraban en el boulevard corrillos formados alrededor de alguno de los ídolos taurinos que tomaba café en el Suizo; y en otras alamedas del Arenal, el paseo de costureras, que tenía también sus atractivos, sobre todo para los grandes tenorios de la época, y desbordante también de chicas guapas; algunas románticas, otras graciosas y picantes, y todas ellas de buen humor y llenas de alegría y de vida.


Los Balnearios

ERAN otro gran recurso de la juventud y gracias a él podíamos conocer a las muchachas de nuestra edad, con alguna más libertad e intensidad que durante la estancia en Bilbao. En el pueblo, y durante el invierno, era preciso saberse el programa de cultos del día y asistir, o por lo menos estar presentes, a la salida de las misas, novenas y rosarios, en que desbordantes en grupos y haciendo sus comentarios y observaciones, salían con sus sillas de tijera al brazo seguidas de las mamás e inabordables por lo tanto, salvo para los novios oficiales y de boda ya fijada; los demás, seguíamos a los grupos, y una sonrisa o vuelta de cabeza eran dones inapreciables y preciosos muy bastantes para la perseverancia.

Había también la de hacer el oso desde la calle al balcón, pero balcón o mirador cerrado y con visillos que se movían a lo sumo, con la duda de si era cara o tiesto lo que se había vislumbrado.

Joaquín Arisqueta, que era de los más ágiles y decididos, se subía incluso a los tejados del mercado en la Plaza Vieja para ver mejor y allí se santiguaba o hacia ademán de tocar el violin, para enterarse de si su Dulcinea iba al sermón o al teatro.

Pero lo de verse y hablar no era fácil; así es que llegado el verano, todos teníamos necesidad de aguas o baños y Zaldívar, Elorrio, Villero y Arteaga, en termales, y Santurce, Portugalete, Lamiaco, Algorta y hasta Plencia, en playas, eran el desquite de la invernada muda.

En la familiaridad de la vida de Establecimiento y los paseos y excursiones diarias, el trato era general; además, en todos esos balnearios, habla siempre un salón o centro de reunión, en el que por la noche había alguna diversión: cantante, sugestionador o juegos de manos. Recuerdo que pocos años antes, en Deva, donde el salón de espectáculos era el del Ayuntamiento, vino entre otros artistas a esas veladas, el famoso bardo Iparraguirre, que realmente era interesante y sugestivo cantando ayudado de su guitarra; y acompañando a éste el famoso Angelo Travadello, de Arrona, que por entonces era tenor y malo y luego dió un cambiazo en la voz y llegó a cantar de baritono en el Real, con éxito extraordinario.

Después de esas veladas había baile, y los rigodones, mazurkas, polkas y valses, los mejores y más valiosos mediadores en nuestros tanteos y amoríos; Zaldívar era el más aristocrático y montado a la moderna de aquellos paraísos. Pocos años antes, el inolvidable caballero don Manuel Maria de Gortázar lo había restaurado y puesto a la última, ayudado por el buen gusto del gran arquitecto que fué Severino de Achúcarro. Primero, sólo se comunicaba Zaldívar con Durango por la carretera propia que hiciese su propietario; poco después, se inauguró el ferrocarril de Durango a Zumárraga y ya entonces el acceso fué más fácil.

Por cierto que esta última inauguración se celebró con un banquete en Zaldívar, asistiendo las autoridades y lo mejor de Bilbao, y en ese banquete el grandioso y exquisito bilbaíno que era Michel Atristain, pronunció un brindis inolvidable.

Le habían precedido en el uso de la palabra varios otros señores, que invariablemente habían dicho en una u otra forma: «Señores: yo no soy orador; pero la magnitud del acontecimiento que hoy se celebra, me obliga, etc..., ese trazado atrevido que liga las alturas de Zumárraga a las playas bilbaínas..., ese ingeniero esclarecido, Adolfo Ibarreta, queridísimo paisano nuestro, con su atrevido proyecto, etc... esa empresa que valientemente arriesga y se atreve a emplear sus capitales, etc...»

Al llegar el turno a Michel, era ya el quinto o el sexto y se le veía enardecido e indignado.

Empezó a declamar despacio y clarísimo, con una voz rotunda de que disponía y un gesto grave, al que su hermosa cabeza, rematada en larga perilla blanca. daba aún más expresión:

«Señores: yo soy orador, dijo, y no quiero dejar de felicitar a todos, pero quiero hacer presente también, que aqui, el verdadero valiente



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El paseo del Arenal hacia 1850
Cuadro al pastel de Manuel Losada



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El Palacio de Quintana
Dibujo del natural, al lápiz, por Manuel Losada

va a ser el viajero que, animoso, se lance por esos vericuetos, y como ése será también el que, además de atreverse, pague su atrevimiento en monedas contantes y sonantes, es, sin duda alguna, el mayor héroe de esta fiesta.»

«¡Brindo, pues, por el viajero, señores!», y se sentó sin posibilidad de más brindis ni apologías, en medio de las risas generales. Otro de los atractivos mayores de Zaldivar era la presencia de Joshe Mari Gortázar con sus coches y caballos, de los que era un gran entusiasta e inteligente aficionado, y que por la tardes, guiándolos a Olacueta, Durango, Elorrio o Marquina, invitaba a bañistas o visitantes a acompañarle o seguirle, haciendo agradables la vida y estancia, que por la mañana habían sido de sorbos, baños y reposo en el delicioso parque del Establecimiento.

Villaro y Arteaga eran más antiguos y populares, pero muy frecuentados. En Villaro, más que las aguas sulfurosas, curaban las limonadas de chacolí. En aquel tiempo, como no se fabricaba el hielo, había que valerse de la nieve para esos menesteres gastronómicos, que a Bilbao se traía de las neveras de Pagasarri, y Villaro, que tenia cerca el Gorbea con neveras también, era lugar de prácticas de garrafa muy estimables.

¡Y qué bonitas se armaban!, cuando rompiendo el ciclo de vasos sulfurosos, los domingos venían amigos de Bilbao a ayudarnos, y en frondoso campo, en mangas de camisa y turnando en la faena de mover la garrafa en su tina, se dosificaban el agua, el chacolí, el rioja, los azucarillos y las rajas de limón, y hasta la canela que algunos echaban, y ¡qué gran director y concertador era el simpatiquísimo Ramón Jáuregui, cuando conseguíamos traerle de Zornoza para aquellas solemnidades!

¡Y qué discusiones sobre la composición y sobre si había de ser o no garrapiñada, y qué de pruebas con la probeta de hoja de lata con tubo que se tapaba con el pulgar: «Que tiene mucho azúcar, que tiene poco limón»; otro sostenía que el nombre mismo lo decía: «de limón nada»!

¡Y qué bien le iba todo aquello al tratamiento sulfuroso y cómo nos curábamos!

En mis estancias en Villaro disfruté yo mis coincidencias con la simpatiquisima e interesante familia de los Rochelt, verdaderos entusiastas y divulgadores de todas las artes en Bilbao.

El excelente caballero que era don Ricardo y Oscar, su hijo y mi antiguo amigo, pintaban paisajes a la acuarela, bajo la influencia de Anselmo Guinea, que en aquella época estaba en su apogeo de este género, que tan bien dominó.

¡Y qué dibujos y acuarelas bonitos y simpáticos hacían allí en nuestra presencia y cómo influyen esas cosas en la vida sin darse uno bien cuenta! Aquellos tonos de ambiente azulado, con sus fondos violáceos, sus verdes brillantes y sus tejados ocres y rojos, se quedaron en mi retina tan presentes, que hoy mismo, tantos años después, siempre que en el mes de Julio tengo enfrente un panorama de nuestro país vasco, lo veo, siento y disfruto a través de aquellas acuarelas de mis buenos amigos de entonces.

Pero de esta familia de Rochelt y sus afines, que tanto influyeron en el desarrollo de las aficiones artfsticas en nuestro Bilbao, ya hablaremos más de largo; aquí sólo quiero consignar en buen recuerdo de Villaro y su influencia en mi.

Enrique Rochelt era otro amigo y elemento divertido de aquellas temporadas.

Bonachón y alegre, crítico incansable de cuanto ocurría o veía, buscador incesante de lo cómico y chirene en todos lugares y tiempos, era un verdadero tesoro de buen humor y de recursos para la vida de balneario.

Sus originalidades, como la de leer invariablemente todas las noches al acostarse, pasase lo que pasase y fuese donde fuese, un capítulo del Quijote, dar tres golpes a la almohada y entrar de un salto en la cama, eran célebres; y sus recuerdos y comentarios de óperas y zarzuelas, en aquel lenguaje bilbaíno y píntoresco y que con su pelo rubio le hicieron pasar por un inglés en Sevilla, le hacían inapreciable y valioso entre nosotros.

Y no era esto sólo lo grato de aquellas temporadas de Villaro.

Allá, en una de ellas y en el pintoresco molino del pueblo, oyendo tocar sonatas de Beethoven en un piano, que podría ser viejo, pero que sonaba a música celestial, empecé yo a enhebrar, con una clásica bilbaína, el hilo que había de ligar toda mi vida futura y con el éxito que hoy, después de más de cuarenta años, celebro todavía.

¡Qué de extraño tiene que aquellos recuerdos sean tan agradables!

Después de la temporada de Villaro, hacíamos excursiones a otros balnearios y a otras fiestas, como a Zaldívar o Marquina.

En una fiesta del Carmen, recuerdo salimos para este último punto en caravana varios amigos; desde Durango fuimos en una diligencia, y en lo alto y cantando se hizo corto el camino. Al llegar y bajar del coche, y mientras saludábamos a amigos marquineses, los «Ené Jaungoicoa» de una aldeana, nos hicieron saber que Luis Aznar, que había venido sentado arriba muellemente sobre una cesta, había reducido a polvo cientos de azucarillos, que la pobre ponchera no podría vender disueltos, agitando la caña rota en la romería. La indemnización fué seria, como fueron nuestros apuros después, cuando para visitar al Sr. Barón de Aréizaga, que nos invitó amablemente a un concierto por la noche en su casa, vimos que nuestras camisas no estaban presentables; Juan Carlos de Aréizaga, futuro Barón y nuestro amigo, pudo prestárnoslas a los más flacos, como Joaquín Arisqueta, Juan C. Gortázar, Javier Arísqueta y yo; pero Luis Aznar tuvo que ir, con aires de señor antiguo, con cuello casi suelto y corbata arrollada en tres vueltas para disimular; ello no le impidió cantar en el concierto, alternando con otra distinguida aficionada llamada Carolina que también cantó.

Por la noche, en la fonda, pasamos una noche inolvidable, de cuentos, versos y bromas y con convulsiones de risa de Luís, como de estallar, al recitarle las aleluyas del caso, y de las cuales hoy sólo recuerdo una que decía:

Hugonotes con propina
cantó amable Carolina.
Y Luisón, amabilísimo,
contestó en italianísimo.

También las playas tenían sus salones.

En Portugalete, y en el balneario viejo de madera, había un salón de reunión y un piano que servían de centro de tertulia y baile a la colonia veraniega.

En Las Arenas, por aquellos tiempos, se pidió a Noruega el famoso casino de madera, que estuvo colocado junto al muelle, y que tras unos pocos años de uso y al disolverse la Sociedad, lo compró Tomás Zubiria para llevarlo a sus terrenos de Ibarrecolanda, haciendo de él el primer núcleo de su hermosa casa en aquel sitio.

Manolo Ayarragaray había traído de la misma procedencia, pocos años antes, una casa habitación para él, que la tuvo situada en el Ensanche y luego fué trasladada a Las Arenas; y a ésta precedió otra que don Federico Langoor. director de la Companía de Maderas, hizo venir primero y que aún debe existir en su emplazamiento de la Salve.


El movimiento musical

EL acontecimiento musical de más relieve en aquellos años fué la temporada de ópera con Julián Gayarre, en el Teatro Viejo.

Estaba entonces el gran tenor en pleno esplendor de sus portentosas facultades.

Don Luciano de Urizar, empresario del teatro y persona estimadisima en Bilbao, fué a Madrid a contratarlo y parece ser que después de enunciarle su deseo y al final de un almuerzo, le entregó un contrato firmado por él y con las condiciones en blanco para veinte funciones, que Gayarre llenó en condiciones razonables y aun modestas.

La compañia fué excelente en conjunto, con Kachmann el barítono, Uetam como bajo y varias tiples y contraltos de lo mejor de la época. Se inauguraba el primer día de Pascua y el abono fué un éxito completo. Pocos días antes de la inauguración de la temporada, falleció don Luciano Urizar, y, recién llegado, Gayarre tuvo empeño en cantar en sus funerales. La iglesia de San Nicolás era incapaz para el gentío que acudió a oír aquella voz maravillosa, y desbordaba por sus puertas tratando de escuchar desde los atrios y aun del Arenal.

Cantó en el Ofertorio el Aria de Stradella, «Pietá Signore», y el efecto fué enorme por la emoción que produjo en todos aquella plegaria, dicha por el gran artista y aplicándola a la memoria de aquel respetable bilbaíno y noble amigo, que él habla apreciado.

Pocos de los que la oímos la habrán olvidado. La temporada en el teatro fué brillante; Gayarre, con el deseo de favorecer a los hijos de su buen amigo, hizo un esfuerzo que pocos cantantes serían capaces de repetir. Cantó las veinte óperas en veinte noches seguidas, sin faltar una, casi todas las de su repertorio, y con una brillantez y perfección que tampoco podrán olvidarse por aquella generación.

Muchas anécdotas se contaron de la estancia de Gayarre en Bilbao, que yo ya no recuerdo, y en la que andaba mezclado siempre su íntimo amigo, biógrafo, buen bilbaíno y culto humorista, Julio Enciso. Entre ellas, la de que una noche, después del teatro y al retirarse de una cena con amigos, en el silencio de una calle empezó a cantar un aria que el sereno presuroso vino a interrumpir, y como los amigos protestaran, insistió airado el celoso vigilante, diciendo: «Vaya un empeño, ni que fuese Gayarre este sinsorgo».

En la misma época casi vino también por primera vez Sarasate, joven aún y maravilloso en el violín. Era ya una gloria universal y una figura extraña, con su enorme melena, ancha como un sombrero andaluz, y su fisonomía dura, que hacían poderoso contraste con la dulzura, facilidad y encanto del sonido expresivo y emocionante de su ejecución musical.

¡Qué llenos de emoción oímos todos aquellos conciertos de Bériot, de Mendelssohn, Beethoven y Saint Saëns, y aquellos «Aires Bohemios», «Zapateados» y «Jotas» que enardecían hasta a las alturas de la cazuela!, y ¡qué recuerdo más grato dieron a aquella época, última ya del Teatro Viejo que pronto se vino abajo!

Pero antes de esto todavía hubo algo más y muy importante en él.

Lope Alaña, el muy bilbaíno y muy entusiasta artista, mantenedor del fuego sagrado de la afición a la buena música en Bilbao, organizó en el salón del mismo teatro los famosos cuartetos, con su sobrino Cleto de segundo violín, Federico Olivares de viola, Eusebio García violoncello y el gran maestro de piano de aquella generación, que fué Miguel Unceta, para los tríos, quintetos o cuartetos de piano.

Todos los cuartetos clásicos, muchas sonatas y tríos y quintetos, como el famoso en sol menor, de Mozart, hicieron furor entre los buenos aficionados.

Pero no fué eso sólo; a Lope Alaña se debió la exhumación de los preciosos cuartetos del malogrado bilbaino Juan Crisóstomo de Arriaga, que tuvieron éxito grande, y aquellos entusiasmos dieron lugar a la impresión y difusión de estas hermosas obras.

Poco tiempo después, por derribo del Teatro Viejo, de nuestras delicias infantiles, y mientras se construía en su emplazamiento el nuevo de Arriaga, se construyó el Teatro Gayarre, provisional, en terrenos de Iturribide, junto al lnstituto. y allí, perdurando estas exhumaciones, se ejecutaron la obertura de «Los esclavos felices», de Arriaga, y otras obras de interés, y alli vino también, por vez primera, Francis Planté, el gran pianista que electrizaba los públicos con su ejecución brillante.

El derribo del Teatro Viejo trajo también, como consecuencia, el traslado al Instituto de los cuartetos de Lope Alaña, y allí se formó ya la Sociedad Filarmónica y dió sus conciertos hasta la construcción, a fines del siglo, de su edificio en el Ensanche.

También alternaron estos cuartetos en otros lugares, como la Sociedad Bilbaína, donde de muy joven aún, dió un famoso concierto Pablo Casals; y las Escuelas Nuevas de Albia, donde se dieron sesiones y ciclos con la historia del cuarteto, viniendo para ello de primer violin Crickboom, con Casals de violoncello, Gálvez de viola, Angenau de segundo violin y el malogrado Granados de pianista, que entonces empezaba su vida artística.

Hay que convenir que en este ramo de la música de Cámara, gracias a los entusiasmos y desvelos de Lope Alaña, Juan Carlos Gortázar y Javier Arisqueta, Bilbao estaba en aquella época a la cabeza de España, pues en el mismo Madrid, fuera de los cuartetos de Monasterio y con elementos locales en una corta temporada del año, apenas había nada interesante que oir en público.

En cuanto a reuniones privadas, había muchas.

Ya he hablado de la de casa de Gortázar que siguió funcionando y con el aditamento de Alfredo Larrocha, el buen violoncellista y músico que fué elemento de primer orden para nosotros; pero aun recordaré otras más, como fueron las de casa de Emiliano Arriaga, en que se hacia buena música, con el interés, además, de que Emiliano tocaba en ella en el violín auténtico de su antecesor Juan Crisóstomo y de que también se intercalaban lecturas de poesfas por Alfredo Rochelt y otros aficionados.

Dos hechos recuerdo de interés de estas reuniones de Arriaga; el uno fué la caída y rotura, desde una silla o atril al suelo de baldosa, del famoso violín de Arriaga. Se hizo treinta y tantos pedazos y no hay idea de la consternación en que a todos sumió; se recogieron las astillas cuidadosamente, se mandaron a París a casa de Gand y Bernardel, y pocos meses después el violín, maravillosamente recompuesto, volvía a sonar en la casa, sin que se notase en él rastro de tan grave accidente.

Recuerdo, también, que como Arriaga vivía en el piso superior encima de la Sociedad Bilbalna, desde ésta, y por los patios, se oía la música en las veladas. Un tertuliano de la Bilbaína, bilbaíno clásico, cazador, pero poco aficionado, ni iniciado en música, que solía oírnos, un día en la escalera, y al cruzar, nos dijo: «Hombre, ya será bueno eso de las «Siete palabras» que tocáis, pero eso de tocarlas toda la vida, no entiendo».

Y era que nunca distinguió un cuarteto de otro y todos le parecían las «Siete palabras», de Haydn, que en una ocasión oyó en la iglesia.

Verdad es que a todo hay quien gane, y ante nuestro asombro por esto, Eduardo Achútegui nos contaba que en la familia de su mujer, los Gorbeña, pasaba por fenómeno uno de ellos, que era capaz de distinguir la Marcha Real de otra cosa cualquiera y que, aunque confusamente, la tarareaba.

Habla después los cuartetos de casa del inolvidable Aniceto de Achúcarro, el temperamento y aptitud más musicales de Bilbao, el más inteligente y el más aficionado, pero aficionado a toda clase de música, en todas formas y a todas horas, ya que lo mismo hacia un sacrificio y ponía su interés en oír la guitarra de un ciego en la calle, o a una murga de felicitaciones, o a un tamboril, que a Sarasate, de quien era un muy querido y apreciado amigo, en el más sublime de sus conciertos. Se dió el caso de que con motivo de un concurso de bandas de música en Bilbao, de sección en sección y de concurso en concurso, se sostuvo en audición continua desde las ocho de la mañana hasta la seis de la tarde, sin decaer su interés, y aquella noche asistía a un concierto de banda en el Arenal, con la misma atención que en el primer momento. Esto era debido a que dada su afición y conocimientos musicales, en todo encontraba algún interés. Tuvo voz agradable de tenor, tocaba la flauta, la guitarra, el violoncello muy bien, el violín, y hubiese llegado a tocar cuanto se propusiese.

En aquellos años empezamos a ir a su casa de un modo regular Juan Carlos Gortázar, Eduardo Torres, Javier Arisqueta, Luis Lezama Leguizamón, Pedro Belaunde y yo, y salvo Belaunde, que se retiró poco después, los demás, conmigo, y alguna variante, continuamos trece años, casi a diario, haciendo música por la noche y varios domingos por la tarde. A principio del siglo XX, y al marcharme yo de Bilbao, Luis Pueyo me sustituyó con ventaja en el violoncello, y las reuniones duraron otros diez años más, por lo menos.

En aquellos principios, hacia 1886, la regularidad era perfecta. Se empezaba por un cuarteto de Haydn por numeración rigurosa en el libro de su colección completa y con señal en el libro. Seguía otro de Mozart, Beethoven, Schubert, Schumann o Mendelssohn, y en la tercera parte un cuarteto moderno. Los tríos, cuartetos con piano, etcétera, se tocaban con preferencia tardes de fiesta y de lluvia; dos cigarrillos en los intermedios y algunos comentarios al final, y asi siempre.

También Sarasate tocó cuartetos en la casa, pero en aquellas solemnidades venían a tocar Lope Alaña y otros ases locales, y nosotros teniamos por muy sobrado con escuchar aquellas interesantísimas audiciones.

Tenía Achúcarro también gran afición a la lutheria, y amigos y agentes de la Rioja y de Navarra, le remitian cuantos violines viejos salían de los camarotes de aquellas regiones.

Los lavaba por dentro con arroz cocido y por fuera con mil ingredientes, los encolaba, montaba y hacía sonar, probándolos con emoción, cuando, a simple vista, le parecían de algún interés. Pero no tenia suerte, y a pesar de que en aquella época todavia existian, aunque remotas, algunas probabilidades de encontrar instrumentos de algún valor, no dió con nada que le proporcionase satisfacción en ese punto.

También esta afición a los buenos instrumentos antiguos, de los que algunos había ya entre familias antiguas de Bilbao, como la de Allende Salazar y la de Gana, dejó rastros en nuestra generación, pues el culto y buen aficionado que ha sido siempre Luis Lezama Leguizamón, estimulado por aquellos afanes, adquirió pronto después un hermoso Guarnerius, y más tarde otros violines de gran marca. Julio de lgartúa, también violinista de nuestras misas y nuestro grupo, adquirió dos Stradivarius, y Enrique Zárate un violoncello de esa categoría.

Asi, el estimulo de Achúcarro hizo que se enriqueciese el instrumental de la afición bilbaína.

¡Qué respetuosa admiración dejó entre nosotros aquel inteligentísimo amigo, cuya autoridad y buen sentido eran inapelables en materia musical, y conociendo su gran corazón y su entusiasmo por su profesión de médico, en cuántas sesiones de aquellas, en cuyos intermedios no nos hablaba siquiera, sabíamos y sentiamos sus compañeros de cuarteto que estábamos suavizando un mal momento producido por haberle afectado la gravedad de un enfermo, y con qué gusto y cariño tratábamos de procurarle aquella distracción!

Por último, diré que había un tercer cuarteto de aflcionados de feliz memoria.

Don Emilio Palme, de familia que de antiguo fué amante de ese género de música, tenía en su casa de Olaveaga un interesantísimo archivo de cuartetos antiguos manuscritos e italianos la mayor parte. Daniel Montiano, su vecino, delicioso y original, entusiasta de la música, muy romántico y violoncellista, se los hacia exhumar y los tocaban con algunos otros aficionados.

Nadie los había oído, pero las ponderaciones exhuberantes de Montiano eran tales, que un día fuimos a oírles, pasando una deliciosa tarde.

Nos hicieron oír primero dos o tres cuartetos breves de corte de concerto italiano, entre las exclamaciones entusiastas de Daniel, y al terminarlos, nos manifestó que tenían una sorpresa exquisita para darnos.

Nos hicieron salir al jardín. donde habla un pequeño estanque con un surtidor de agua cayendo, y, a un lado de él y delante de cuatro atriles, un cuarteto de otros señores, que resultaron ser profesionales traídos para el caso. preparado a tocar. Sacaron ellos mismos, a su vez, sus sillas y atriles, colocándose al otro lado del estanque, y nos suplicaron a los oyentes nos colocásemos en medio y de frente al estanque.

El cuarteto de la derecha de la fuente iniciaba un período de algunos compases y al pararse en silencio, el de la izquierda repetía lo mismo con sordina. Otro nuevo arranque de la derecha y otra repetición de la izquierda, que al acabar quitaba la sordina y acometía un tema nuevo en fortísimo, que ahora repetía suave el de la derecha.

Y así en toda la composición, con la novedad en el «andante» de que después de unos arrastrados y trémolos del violoncello de Daniel, paraban todos en gran silencio durante varios compases. Montiano nos miraba con aire de interrogación y admiración, y nosotros nos mirábamos sin saber bien lo que pasaba.

En las particelas decía durante aquellos compases: «En este intermezo se oye sólo el murmullo de la fuente», y aquella era la felicísima ocurrencia que tanto celebraba Montiano.

Huelga decir que el cuarteto se llamaba «El eco», y lo encantados y divertidos que salimos de aquella inolvidable sesión.


El Orfeón

POR aquellos años vino a Bilbao Cleto Zabala, que había sido pensionado por la Diputación, y habla hecho brillantes estudios y tenido algunos éxitos como pianista y compositor.

Don Manuel María de Gortázar, el gran caballero vizcaíno y muy buen aficionado a la música, discipulo de don Nicolás Ledesma, de quien conservaba un baúl lleno de música manuscrita por el maestro cada día para la lección del siguiente, fué quien protegió a Zabala, y por él trabó relaciones con Juan Carlos, siendo éste quien, a propósito de nuestros ensayos nocturnos a voces solas en el Arenal que dirigía Cleto Alaña, le animó a organizar un orfeón ya de altos vuelos.

Se hizo un llamamiento entre aficionados y allí acudimos como unos treinta o cuarenta, que reunidos en un gimnasio de Zamacois, en la calle de la Pelota, empezamos a ensayar. El primer núcleo lo formó la capilla de misas y conciertos de casa de Gortázar con Luis Aznar, el improvisador, y todo, capilla que también dirigía Clero Alaña.

Pero esta vez, nuestro artista y barítono dejó de improvisar y ante el otro Cielo hubo de disciplinarse y aprender, como cada uno, un «Coro de peregrinos», con solo, una «retreta» y un «zortzico» original y reciente de Zabala, dedicado a Astarloa, cuya inauguración de estatua en Durango íbamos a festejar.

Y allá fuimos con boina roja, y en un tablado debajo del clásico pórtico de Santa Maria, debutamos con nuestro concierto una noche y con éxito rotundo.

Aquellas entradas valientes de el «Festará», aquellas bocas cerradas, formando como un tapiz de mosconeo, a la melodía de Rasche, el tenor, aquellas frases cortadas rápidas y fuertes, seguidas de otras suavísimas, en piano. eran sorprendentes; y al terminar por el zortzico, invocando a don Paolo de Asterloooooooá, la ovación era formidable.

Un reglamento rápidamente pergeñado, unas lislas de socios y el entusiasmo popular, hicieron el resto, y allí nació a la vida la interesante agrupación que fué luego «La Sociedad Coral», hoy de brillante historia.

¡Cuántos nombres de entusiastas orfeonistas y qué de recuerdos! Pachote, Muñagorri, Ramiro Echave, los hermanos Zabala, Rasche, Arando, Uruñuela, Tomás Amann, Mario Losada y tantos otros que contribuyeron a su fama.

Y para terminar con las cosas musicales populares de entonces y aunque con algunos pocos años de diferencia, diré que el Ayuntamiento hizo la reorganización de la Banda Municipal, abriendo un concurso del que salió nombrado Director Sáinz Basabé. Y como Juan Carlos fué el animador y jurado del concurso y Javier Arisqueta el que ayudaba a Juan Carlos, eran los tres como tres aires musicales de la Banda, y les pusieron mote, llamándoles respectivamente: «Rondó», «Andante» y «Moderato».

De orquestas, venía en primavera, por entonces, la del Real de Madrid, «Sociedad de Conciertos», dirigida por Vázquez y siendo violín concertino Perecito. El repertorio lo componían: oberturas antiguas y del repertorio de la época, algo de clásico, con bastante Mendelssohn, que estaba muy en boga entonces, la «Danza macabra», de Saint Saëns y composiciones de Monasterio y otros autores españoles, con mucha tendencia a imitaciones de música oriental y moruna.

Para la juventud nuestra de entonces, aquello era magnifico, pero la realidad era de un período decadente y deprimido de la música en España.

En cuanto a las orquestas, la afición se extasiaba ante lo grandioso y espléndido de su cuerda, pero teniendo en lamentable olvido y atraso los demás valores orquestales y aun el repertorio.

¡Qué lejos estábamos nosotros de saber en materia de música oriental y orquestal, que las brillantes sonoridades, las típicas melodías y los ritmos bien definidos de Wagner y de la escuela rusa moderna, estaban ya vibrando para entonces y desde hacía años por el mundo!


La paz

EL año de terminación de mi carrera hubo unas oposiciones en la Diputación para plazas en sus oficinas. Tuve la suerte de obtener una de ellas y durante tres años la desempeñé, hasta que después de tantear la profesión de abogado empecé mis primeros pasos industriales, que decidieron ya mi actividad futura.

Mis prácticas de abogado fueron excelentes en cuanto a entusiasmo y empeño. Siendo abogado de pobres, primero, y sustituto fiscal después, hice un derroche de estudios forenses, de lo que entonces estaba al día: Ferri, Lambrosso, etc., pero económicamente aquello era un desastre. Un besugo y dos docenas de manzanas me valió la defensa de un pobre condenado a muerte, que pasó a cadena perpetua y cuya desgraciada mujer me trajo con la mejor voluntad. También hice unos pinitos de prácticas en el estudio del excelente abogado y amigo don Lorenzo de Areilza.

Y eso fué todo.

Ya en aquellos años había entre nuestra generación desvío del antiguo y clásico «Escritorio» de casa comercial, hacia la minería, que ya bullía mucho, la navegación y la industria. Esta última era escasa todavía; pero gracias a la expansión de Altos Hornos y al gran suceso de la época, y gran paso para Bilbao, que fué la adjudicación de los tres cruceros de 7.000 toneladas a don José María Martínez de las Rivas, para ser construidos en su fábrica de Mudela, del Desierto, se iniciaba esa dirección a la actividad bilbaína.

De los de mi alrededor, Joaquín Arisqueta, que había terminado su carrera de Ingeniero de Minas, se habla colocado en Altos Hornos, y con su actividad, inteligencia y simpatía, nos tenía a todos embobados oyéndole hablar del tren grande de laminar, de los gases de los hornos; de Mr. Pourcel, el sabio metalurgista que montaba el Bessemer por entonces, y del esfuerzo que era el laminar chapa y viguetas de 32.

Luego, el asombro del rapidísimo montaje de los astilleros, las enormes máquinas, los ingenieros ingleses, algunos que como Mac-kenny y Selby simpatizaron tanto en Bilbao, hasta hacerse bilbaíno y queridísimo este último.

Había, por otra, parte Luis Aznar, que por aquellos años se estableció con Ramón Sota, su primo, para explotar las minas de Setares, haciendo el famoso cargadero de «Salta caballo».

Tenían entonces una oficina muy modesta en un piso de la Gran Vía, número 2, y a ratos perdidos íbamos a verles, con cierto asombro y envidia, sentados cada uno en su despacho.

Luis Aznar nos contaba cómo habían comprado el vapor «Abanto» y hecho su sociedad y cómo pensaban comprar el «Ciérvana» y, fumando un cigarrillo junto a su mesa y oyéndole, se despertaba nuestro empeño de actividad por derroteros económicos.

Minería, industria, navegación.

Trabajar y haser trigo, ese era el ideal de vida que más sonreía. Y a esa edad de la decisión de vida futura, el ambiente que rodea suele ser por mucho al adoptarla.

* * *

Los inmediatos a nuestra generación, Urigüenes, Mac-Mahon, Briñas,

Costes, Jáuregui, !barras, Zubirías, Aznar, etc., habían seguido el camino de ir a Inglaterra unos años, formarse allí a las costumbres y aprendizaje comercial inglés y volver a su escritorio. Todos ellos acertaron, y raro fué el que no salió adelante, haciendo prosperar su casa y negocio.

Es más, habían formado un tipo de bilbaíno magnífico, mezcla de sportman y de bilbaíno con ribetes de chirene, pero todos simpáticos, abiertos, y, sobre todo, hombres de acción prudente, pero decidida.

Yo, a pesar de la tradición de comerciantes bilbaínos antiguos en mi familia, me había formado en otro ambiente distinto, y era indudable que cinco años de Valladolid eran cosa muy distinta de cinco años de Londres, Liverpool o Mánchester, para moldear el alma de un muchacho.

Así, yo admiraba a aquel Félix Aguirre inolvidable, a su tío Germán, a todos los antes citados, y veía con terror el embarcarme, a pesar mío, en la práctica de mi carrera, y me agarré como a un clavo ardiendo a lo primero que se me ofreció, que fué el asociarme a unos amigos para unos talleres de construcción metálica en Zorroza. Aquella vida de escritorio y taller, mezclada de entretenimientos de arte y buena amistad, me pareció la perfección de la vida, y por allí me fui al casarme.

* * *

No sirvieron a desviarme ni las más extraordinarias observaciones de Adolfo Guiard, naturaleza de artista antimercantil por excelencia y que en paseos y sentadas de su estudio predicaba ideas demoledoras.

«¡El comercio, el comercio es una trola!-nos decía-, todo te dicen en futuro: abonaré, pagaré, le daré, le engañaré, y nunca pasa lo que dicen, porque luego viene... la filfa con el endoso, el aval, la cuenta corriente y una partida de fulerías que no son más que números y vaguedades, pero que no son monedas ni precisiones».

«No creáis, yo he visto-decía-esos libros que son, según me ha dicho Delmas, los que más se venden y los únicos que se leen en Bilbao: he visto Diario y he viste Mayor». Y luego añadía: «Una tarde, le esperaba yo a Perico Salazar en el pilón de la Avellanera para ir al chacolí y Perico no venía. Fuí a buscarle al escritorio de Aznar, donde es cajero, y allí estaba el coitao, tras unas barras y como rezando encima de un libro gordo, con la pluma en la mano. Yo le miraba y no me veía y, al fin, le dije: -Perico, vamos; ¿qué haces? -Espera, que me falta un céntimo en la suma de hoy. -¡Un céntimo! Toma un perro grande y vamos. -No, no puede ser, tengo que bus- carlo aquí en el libro».

«Yo, entonces- seguía diciendo-, fuí a ver aquel libro de tan maravillosa exactitud, y yo que nunca supe, más que con aproximación, el dinero que tenía en el bolsillo, miré por detrás de Perico para ver dónde salia aquel céntimo. ¿Y qué creéis que vi lo primero en aquel libro de exactitudes? Pues la mayor vaguedad imaginable. En letras gordas y arriba decía: Debe, Haber; ¿cómo, debe haber? O hay o no hay. Y luego, escrito a mano y en letras grandes, otras terribles cosas más vagas, como que Varios les deben a Varios y otros Varios a Caja, y hasta he visto que Varios les deben a Minerales, fíjate qué exactitudes.»

Su último y desesperado consejo era el de que de ser comerciante, fuese de cajón, como los de las siete calles, y no de libros.

«En el cajón-decía-metes la mano y sacas monedas, si tienes; en los libros, lees que tienes y luego te quiebran los otros y no tienes nada. Para consolarte tienes que aser un asiento en «pérdidas y ganancias» y esperar a que te paguen. ¡Ay, coitao!.»

¡Más te vale jugar a 1as canicas que tener contable, no seas lerdo!.

Más tarde, y al saber que nuestro contable era Hilario Sertucha, transigió, aunque de mala gana, y hasta solía venir a almorzar a Zorroza y a pintar los cargaderos de mineral del paisaje hacia Luchana.

Pero nunca templó su desdén al balanse ni a las ficciones de contabilidad.

Interregno

DESDE mis relaciones de Villaro y terminada mi carrera, preparaba ya mi boda. En este tiempo, viví de huésped. Compañeros de casa fueron dos excelentes y estimadísimos sacerdotes de aquella época, el muy simpático y querido párroco de San Vicente de Abando don José Solís, que luego me casó y bautizó a mi hijo mayor, y el culto y agradable don Francisco Sáinz, que decía la misa de doce en Santiago. Con nosotros vivía Perico Salazar, bilbaíno de cepa, muy original y de inolvidable recuerdo. Era carlista, y como desde hacia muchos años estaba en casa de Aznar y Astigarraga, se sabía que en tiempo de la guerra le rogaron del cuartel general de don Carlos hiciese venir de Inglaterra impermeables para los oficiales, y los trajo en gran cantidad. Con mil trabajos, los hizo llevar a Durango, y como pasaba el tiempo y no cobraba por lo movedizo y ambulante de la Corte carlista, reclamó y parece que recibió un nombramiento de «Caballero de Isabel la Católica», hecho por don Carlos, y un oficio de gracia de un alto oficial, con lo que, a pesar de su fervor por la causa, quedó un poco desencantado.

Este era el fondo de las bromas de sus amigos, así como la de sus profundos conocimientos del inglés, pues en quince años que llevaba en casa de Aznar sólo aprendió a decir: «Twenty dollars», y eso porque cada capitán inglés que llegaba le pedia esa cantidad para el bolsillo. El lo repetía, «¿twenty dollars, eh?, pues sí, twenty dollars», y como de ordinario los daba en plata, contaba en castellano hasta diecinueve y en el último añadía su «twenty dollars», que se oía desde Bidebarrieta, con una carcajada y un apretón de manos al capitán, a quien luego le encargaba tirantes, impermeables o chismes de caza, pues era cazador empedernido.

¡Y qué famoso cazador! Salía solamente a liebres, con algún amigo o solo y únicamente los domingos, e invariablemente y durante muchos años alternó un domingo a Arrigorriaga, al que llamaba «Bayona»,



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Arratia-Villaro
Fotografía tomada por el autor.-1896


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Arratia. Camino de Ceánuri. Una de las últimas monteras
Fotografía tomada por el autor.-1896



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La fuente de San Antón.
Dibujo al lápiz de Manuel Losada.


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Campanario de ermita.
Dibujo al lápiz de Manuel Losada.


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Música.
Dibujo al lápiz de Manuel Losada.

porque la fonda de Pascuala le recordaba el «Café del Grand Balcon» francés, o a Miravalles, que llamaba «Glasgow», sin que nunca se pudiese saber por qué.

Salía por el tren del Norte de la mañana, con todos los adminículos y pertrechos de caza conocidos y más perfeccionados y un perro, que debía de ser maravilloso, a juzgar por el entusiasmo de Perico por él. Rarísimo era el día que traía liebre y, en general, al llegar a casa al anochecer y sin caza, se metía en la cama, y cuando traía, esperaba la llegada de todos sentado en la cocina con la liebre colgada y con cierto aire de indiferencia afectada. Se le discutía siempre la procedencia de la caza, y entonces él contaba la batida con todos sus detalles. Un día, al llegar a casa sin caza, se encontró con una liebre en la cocina con un letrero colgando de la oreja, que decía: «Por encargo de Domingo le mando la liebre que se le ha escapado a usted en el «Glasgow», y que la he cogido cuando entraba en el portal de usted. José Mari».

El cazador verdadero había sido don José Solís, y en el mercado. Pero Perico, que al principio se puso a dudar y hasta decía que la que a él se le fué era mayor y tenía el tiro en la cabeza, acabó por ponerse furioso y regaló la liebre a la Misericordia:

-Me habéis querido hacer una como la de Emilio Urizar, pero, ¡como no!

La aventura de Emilio, a que se refería, no dejaba de ser graciosa. Este amigo, que salía mucho de caza, por dos o tres días, sea por mala suerte o por distracciones, venía un día sin piezas. Fué, al llegar a Bilbao, a almorzar al restaurant de Brígida, en la Ribera, y sentándose a la mesa encargó a la dueña mandase a su casa escopeta y avíos y avisase había llegado. -Oye, ¿no tienes por ahí unas perdices? -Sí, ¿cuántas quiere usted?--Pues unas seis o así.-Las mandas también con la escopeta y con el recado a casa. Y almorzó tan tranquilo.

Por la noche, al cenar en su casa, su madre le preguntó lo que había cazado.-¿No te han mandado ya con la escopeta la caza?, preguntó apurado.- Sí, le dijo su madre, me han mandado seis per- dices, pero esas estoy segura de que tú no las has cazado, hijo mío. Grandes protestas del cazador, risa general de sus hermanos y estu- pefacción de Emilio cuando, por orden de su madre, traen a la mesa las seis perdices en escabeche que Brígida habla remitido.

* * *

Perico Salazar era además gastrónomo, con ribetes de cocinero y limonadero, y el dia de San Pedro, que daba un gran convite a sus amigos en casa, empezaba desde la madrugada a ocuparse de la nieve de Pagasarri para la limonada, del chacoli, del cocido con sesina y gallina, del solomillo, del volaban con tordos y malvices, de la cazuela de merluza en salsa, o jibiones, asi como del arroz con leche con anises, la colineta de Patricia, los canutillos y los platos de nata de la plaza, que eran para él la mayor de las delicias.

¡Y qué culto al arte de las cocineras! Tenía una verdadera galería y florilegio de las más célebres que él conoció, sobresaliendo una «Visenta», que era cocinera de «Dolores, la de Pello», y que según Perico, les puso un día en cazuela «un pantalón de picador cortado en pedacitos y en salsa de tripacallos y... comieron sin conocer».

Esa misma «Visenta» colosal, era la que hacía en la fonda y en verano, angulas artificiales, que, según sabía Perico, «eran de una masa hecha con merluza cocida y pasada por un colador de agujeros anchos; salían por allí largas y retorcidas, pero «Visenta» las cortaba, les tiraba aceite, ajo y pimiento choricero y antes de sacarlas a la mesa, con pluma y tintero, tás, tás, les ponía los ojos y no había quien conociera».

Decía que para estar bien puestas, la sorda, el chimbo y la bermejuela, debían estar un poco amargas, y así, luego, el arroz con leche y el canutillo sabían mejor al postre.

En cuanto al bacalao en salsa roja, aseguraba que sólo los jebos comían sin echarle un azucarillo roto a la cazuela, antes de meterle la cuchara.

El jibión se debía comer con cuchara y mientras cabe fácil en ella. Asi, cada bocao era un gibión y con la salsa necesaria. El mejor pan era el de currusco.

Y de estos preceptos culinarios y filigranas de mesa, era un archivo viviente.

* * *

Sería interminable contar la inmensa cantidad de chirenadas que yo le oí en aquella época y las que contaba de sus amigos el «Rojo», «Cachifolla», «Cochorro» y «Tripanegra», en sus paseos diarios por San Francisco y las Cortes, a los que llamaba el Boulevard de los Italianos y Montmartre.

De cuando era pollo, recordaba unos bailes divertidísimos de máscaras, en uno de los cuales y «después de senar bien y bailar una polka, se nos perdió Teles, un amigo de las Ollerías; no remanesía y, al fin, le sacaron del ambigú, tirando angulas por los ojos de la careta».

Viudo ya, y muy maduro, tenía pánico al matrimonio, y sin embargo, tenia una novia, también mayorcita, a quien veía cada seis meses en un portal y con misterios, para que no le burlen los amigos; pero no se atrevía a casarse, aunque era una santa salada; según él, sabía muchas coqueterías y ya estaría chaqueteada, como los novillos por los pastores en los montes, que les enseñan a burlarse del hombre.


Lo Literario

AUNQUE en este tiempo había afición literaria en Bilbao, no era época de gran florecimiento en las letras, con la sola excepción de don Antonio Trueba, aquel ángel, con gabán de medio tiempo y cara bondadosa, que nos dejó el encanto de sus versos exquisitos, llenos de cariño al país y a la tierra.

De vez en cuando, sin embargo, había en el teatro, lo que ahora no hay, «veladas literarias de aficionados». Se leían poesías de Zorrilla, Núñez de Arce, Duque de Rivas, Campoamor, Bécquer y otros poetas; y había entre nuestros convecinos, lectores como Eduardo Delmas, Enrique Salcedo, Ramón Coste, Arzadun, que además era poeta y escritor, y otros; algunos de ellos meritísimos, y el público se complacía mucho en esas lecturas. Algunas, como la de «El Vértigo», emocionaban profundamente.

* * *

En historia, había don Francisco de Zabálburu, gran aficionado a los libros del país y don Fidel Sagarminaga, que hizo una labor meritísima sobre «La vida foral». De política, Camilo Villabaso, que dirigió el «Irurac-bat», periódico que al leerse hoy sorprende por lo culto y bien escrito. Escribía ya poco, aunque era el alma de la tertulia de «La Bilbaína», donde Eduardo Victoria de Lecea, Luis Barroeta, Paco Astarain, Severino Achúcarro, Miguel Ingunza, Eduardo Aguirre, don Manuel Gortázar y otros bilbaínos cultos, sostenían animada discusión sobre todos los temas contemporáneos y venideros.

Manolo Ayarragaray, que en aquella época fué presidente, escribió un libro de higiene: «La salud en peligro en las casas mal acondicionadas», que fué el acicate por el que Bilbao se hizo la población de viviendas más confortables y limpias de España. El mismo, dió el ejemplo y dotó a «La Bilbaína» de aparatos sanitarios y lavabos ingleses modernísimos y la amuebló con muebles confortables y con colgaduras y alfombras que trajo de la liquidación del palacio de un Mah-Rajáh, en Londres.

De periodistas modernos, Gaspar Leguina entre los jóvenes, republicano y batallador, y el famoso «Argos», seudónimo del inteligente e inquieto Sabino Goicoechea, animaban la prensa diaria.

* * *

En aquella época hicimos los amigos una memorable excursión a Guernica, donde con no sé qué pretexto benéfico, dimos una función de teatro grandiosa; la parte musical la sostuvieron Juan Carlos, Cleto Alaña, Julio Igartua y otros, y en la literaria, se representó una deliciosa comedia de aldeanos, de Miguel Unamuno, que sería la primera o de las primeras de sus producciones y probablemente perdida. Se llamaba «La cuestión del calabasa», y el enredo consistía en el que armaban discutiendo dos aldeanos sobre la propiedad de ese fruto, que procediendo de una planta en la huerta del uno, había nacido y crecido en la huerta del otro; y tenía muchísima gracia. A mí me tocó recitar unos versos en vascuence de Wilinch, muy graciosos, y lo grande fué que yo no sabía vascuence y no los entendía y el público celebraba los chistes a carcajadas, alabando mi seriedad al recitarlos que, como era natural, yo no tenía que forzar, por no saber lo que decía.


El Sport

SE jugaba a la pelota. La generación anterior a la nuestra, en el famoso frontón de «Oyarzun» y luego en el de «Pello», había jugado mucho. Nosotros, como aficionados, habíamos degenerado y jugábamos con red; sólo algunos buenos, como Manolo Elorduy y otros, jugaban bien y duro a pala, guante y apenas a cesta, que era entonces cosa nueva.

Pero los profesionales estaban en auge. El «Chiquito de Eibar», «Elícegui», Mardura y Baltasar y, más tarde, el «Manco de Villabona» y otros jugaban sendos partidos concurridísimos en los nuevos frontones de Abando y Deusto, y la pasión de los aficionados fué enorme en aquel renacimiento del deporte vasco. Adolfo Guiard era un exaltado entusiasta del «Chiquito», pero, además, nos daba conferencias sobre la historia de la pelota que era una delicia.

De «Bishi-modu», el durangués, decía que no tenía ni tendría rival y que domesticaba las pelotas en casa para hacerlas escapar de los contrarios.

Pero su ídolo era el cura de Labacoa, que, según él, inventó la dejada, en una ocasión, y jugando con uno que le tiraba rasas y le traía a malas, se remangó la sotana y haciendo un aspaviento con el brazo, al restar una junto a la pared, hizo correr al otro jugador para atrás, mientras el cura, con gran naturalidad, dejaba la pelota en el ángulo de las dos paredes completamente quieta, «como un m. c. r. d.». decía.

* * *

Había también los velocípedos, que eran biciclos altos con una enorme rueda y sin cadena, y en los que las caídas de narices eran más que frecuentes. Félix Aguirre, Luis Briñas, Perico Mac-Mahón, Manolo Elorduy, Tomás Amann, Mario Losada y Angel Llona eran los ases, y el Campo de Volantfn el lugar de carreras matutinas y morradas memorables.

La bicicleta apareció pocos años después y como consecuencia de haberse hecho triciclos con cadena y multiplicación.

Las expediciones en aquellos artefactos eran difíciles y épicas, y yo recuerdo, con terror aún, algunas de ellas a Villaro y Munguía, en que llevábamos incluso caballo para tirar del triciclo.

* * *

En lo náutico, aunque había un «Club de Regatas», no había más balandros, que yo recuerde, que el de Florencio Schmidt y algunas yolas que se llamaban «perissoir», en las que Perico Mac-Mahón era el más hábil de los remeros. Yo tuve uno con mis primos, que apenas hecho por el «Poliero» de Ripa y después de una excursión, pereció aplastado entre dos gabarrones, por descuido.

* * *

En natación, sí; hacíamos filigranas, recordando las lecciones de «el barquero». Por aquellos años tenía Luis Briñas, en su jardín de Begoña, un trampolín para aprender a saltar y un colchón de «catorce arrobas» de lana para caer de los saltos. Allí, el amo de la casa, gran gimnasta, enseñaba a todos y había émulos como Joaquín Arisqueta, Félix Aguirre y otros, que daban, como él, el doble o triple salto mortal.

Lo aprendido en Begoña, se ejercitaba luego en la bahía de «Udondo», en Lamiaco, o en el muelle «del Fraile», en Axpe. De allí nos tirábamos al agua, mientras el excelente nadador, que era don Manuel Mac-Mahón, nos veía desde el agua, quieto, sosteniéndose prodigiosamente con las piernas, como una boya y con una sombrilla abierta en la mano. Los saltos eran grandiosos, pero yo no llegué más que a la peligrosa media vuelta con tripada, y caía de todas todas en el agua de vientre plano, saliendo dolorido y rojo como un barbarín.

Otras veces, se iba a remolque del «Luchanita», y un día que se le ocurrió a uno hacer un racimo; se agarró Félix Aguirre al chicote y uno de cada pierna de él y otro de las piernas de los primeros, haciendo un triángulo flotante muy divertido, con lo que ibamos gozosos, hasta que alguien advirtió que Félix no sacaba la cabeza del agua; dió alarma y soltamos. Rígido por la tensión al tirar de él, no podía levantar la cabeza y estuvo a punto de ahogarse, sacándole entre varios a tierra.

A veces venía a estas nadaduras Germán Aguirre, tío de Félix, hombre fino, cultísimo, dibujante excelente, alegre y de amena conversación, quería entrañablemente a su sobrino y le llamaba «Pistolán de Landaburu, señor de sípero nópero», aludiendo a las dudas eternas de Félix.

Poco después, el tío Germán decayó mucho de salud y temple, y encontrándolo una tarde Félix sentado en un rincón del Suizo y con un sombrero ancho y larga barba, le preguntaba: -¿Qué haces ahí, tío Germán? Pareces un capitán sin barco. Y aún ocurrente, dentro de su «spleen», le contestaba su tío: -Lo que soy es un barco sin capitán.

Al pobre Félix, amigo ideal, bueno de los buenos y fina flor de bilbaínos y caballeros, le perdimos pocos años después.

Una tarde fría de Setiembre, en Las Arenas, cayó un niño del muelle al agua. Félix lo vió, y tirarse él y sacarle fué obra de dos minutos. Lo llevó a su casa, y él, mojado y frío, fué a la suya a mudarse, pero cogió una enfermedad pulmonar que, tres meses después, tenía triste fin en Málaga, con la muerte de nuestro inolvidable «Pistolán», dejándonos a todos los amigos el más dulce recuerdo y una honda pena.

* * *

Por aquel tiempo, Enrique Gana hizo unos jardines en «La Salve», especie de Campos Elíseos y que llamó «El Olimpo». Mientras los construía, hizo tal cantidad de paredes que le llamaron «Forrapeñas», pero, a fuerza de forrar, hizo de aquel terreno ingrato un lugar ameno y estuvo muy de moda, siendo lo más interesante un «skating-ring» famoso, donde patinó con ruedas toda nuestra generación.


Los Cazadores

EN ese tiempo habla mucha afición a la caza en Bilbao. Ya he citado en distintos lugares de estos recuerdos a varios cazadores; había, además, Máximo Aguirre, el mismo Germán Aguirre, los Urrutias, los Aranas, Castellanos y otros. Como en la provincia, fuera del chimbo en su época, las sordas, tordos, malvices y algo de liebres, había poca caza, se iba entonces a Pancorbo y las llanuras de Alava, Burgos y Logroño.

Poco tendría ya que decir de este magnífico sport, tal vez el más completo, sano y viril, si no porque al hablar de cazadores, no puedo olvidar a uno especialísimo y que merece relación aparte.

Era Manuel Bilbao, que habla sucedido a don Domingo Blanchard en su comercio de tejidos y alfombras, situado en el Portal de Zamudio, donde hoy siguen aún sus sucesores.

Tenía su escritorio de la tienda en el fondo, y en la parte que daba a la calle Somera y allí solía yo ir de tertulia algunos ratos entretenidísimos y en los que el asunto principal a comentar era la caza de Manuel. No cazaba más que tordos y malvices, por los que tenía verdadera pasión y apenas tiraba a otra caza que saliese casualmente.

Llevaba un registro riguroso de cuantos había matado, y conocía las costumbres, artimañas, aficiones y lugares de preferencia de los tordos, verdaderamente a la perfección.

Tenía un perro especial, entre grifón y chimbero; escopetas y cargas apropiadas; de escopetas, tenía varias de plegar, o las soltaba en pedazos, para ocultarlas a su paso por el pueblo, cuando iba cerca, a jardines de cuyos dueños tenia permiso. En primavera, los cerezos eran los mejores atractivos para grandes cazas; en otoño e invierno, los laureles de los jardines, que se los sabía de memoria, y ya presumía antes de ir cada año, cuántos tordos habría en cada uno.

Tenía reclamos maravillosos, que le habían costado viajes y trabajos el encontrarlos, estimando los mejores unos de un pastor de los Alpes, con quien sostenía correspondencia y visitaba en cuanto podía hacer un viaje. Los ponía aros de plata, con su nombre y señas. Una vez, perdió uno, estando de viaje en París; anunció y ofreció fuerte premio al hallazgo y lo encontró, curándose del gran disgusto de la pérdida.

Cuando en junio llegaba la época de cerezas, tenia un calendario con la época de madurez en cada caserío; según estuviesen en el llano o en el alto del monte. Además de eso, tenía aviso de los aldeanos y él les daba instrucciones para que a su llegada le pusiesen ramajes que le ocultasen para tirar a mansalva. Los sábados y vísperas de fiestas era un problema la elección del sitio, para decidirse a hacer el viaje de mañana, y a los adminículos de caza añadía algún pañuelo de mujer o cortes de delantal, saya o vestido para la aldeana, a fin de tener bien atentos a todos a sus órdenes.

Una mañana me lo encontré yo en el pasillo de un coche del ferrocarril de Durango; aquel dia, él iba a un caserío de Lemona y hablamos de los reclamos. de la escopeta, de las cargas, y como yo le preguntase dónde desayunaba, me enseñó una onza de chocolate envuelta en un papel grueso, que tenía colocada en la cintura entre el pantalón y la camisa: -Este es el mejor desayuno; con la subida de la cuesta se entra en calor, el calor hablanda el chocolate en justa medida para comerlo riquísimo, y al final de la cuesta se le hinca el diente. Pruebe usted-me decía-, no hay nada mejor.

Conocía yo lances y episodios de caza suyos muy notables, pero el más eficaz para demostrar a qué punto llegaba su conocimiento y afición a los tordos y su tenacidad, es el siguiente:

Una tarde fué a los Campos Elíseos a cazar, pues tenía permiso de sus dueños, cuando estaban cerrados por no haber función. Mató un tordo, pero hubo otro que le mareó, yendo de un lado al otro, hasta que anocheció y se salió sin él. Aquella noche, Manuel se rompió una pierna y quedó en cama para una cuarentena.

Al día siguiente, en medio de sus dolores, llamó a un dependiente suyo y le dijo: -Toma estos granos y vete a los Campos; allí, y en tal banco, pones seis granos de éstos y te pones tú detrás de un seto que hay en tal sitio y desde allí observa si sale un tordo del árbol tal, que está a la izquierda. Observa si va al banco y si come los granos, y, entonces, sin asustarlo, te retiras y me dices qué ha pasado. El tordo salió y comió los granos y Manuel mandó a su encargado todos los días con los granos, y la escena se repetía en los Campos.

Así entretuvo al tordo sus cuarenta días de cama.

En cuanto se levantó y pudo salir, cogió la escopeta, fué a los Campos, puso los granos y esperó al tordo con completa seguridad. En efecto, el tordo vino como todos los días y Manuel, de un tiro, acabó con él y lo trajo a casa.

* * *

Y para acabar con los cazadores, precisa no olvidar a los de branque, con varetas y liga, personificación de la paciencia. Ordinariamente de clase modesta, salían de mañana temprano a las campas propic1as y con escondrijo inmediato. Jaulas de cañas con reclamo, jaula vacía para la caza, varetas, tarro con liga. cuchillo y cuerdas, eran sus adminículos tal y como se ven en el dibujo de Anselmo Guinea, que va en este libro.


Snobismo anticipado

HE hablado antes de algunos elegantes de la década anterior. En ésta hubo varios; pero, entre todos, uno verdaderamente notable, que no puedo dejar en olvido.

Era Urbano Aguirre, que vivió en su hermosa casa solar de Zornoza y junto al Convento de Larrea, del que era patrono. Pacho decía de él que «era el mayorazgo vizcaíno más poderoso que podía haber, porque tenía noventa y nueve caseríos y medio, ya que el Fuero no le permitía tener cien».

Era soltero, y vivía con grandeza en su casa señorial, en la que daba cacerías con levita roja y trompas de caza, y a las que solían acudir Luis Castejón, Félix Urcola, Enrique Salazar y otros varios amigos de Bilbao y Madrid. Naturalmente, fuera de alguna liebre, muy raras, cazaban chimbos, chontas o aperdícaras de ordinario, pero el aire de la cacería era correctísimo. Tenia muchas y buenas relaciones con aristócratas de la Corte, que le invitaban a cacerías en sus fincas, en algunas de las cuales le dieron bromas pesadas, al uso entonces, como la de simularle un atraco de bandidos, que le quitaban reloj y cartera, con el susto y disgusto consiguientes, apareciendo luego el reloj y la cartera aligerada, e invitándole luego a un banquete costeado con la parte desaparecida de lo que aquélla contuvo. También le dieron otra, no menos divertida en Carnaval; vistiéndole de pies a cabeza con una fuerte armadura cerrada, casco y lanzón y disfrazándose con él lo llevaron en un landó a la Castellana, donde haciéndole bajar con un pretexto y partiendo los demás en el coche le dejaron a pie, completamente empaquetado y atufado y casi sin poderse mover, para ser blanco de todos los zarandeos y empujones de la muchedumbre.

Cuando venía a Bilbao, si no venía en coche desde Zornoza, le esperaba un landó abierto en Achuri, donde se tendía atravesado y en diagonal, con abrigos y pertrechos colgados de la capota. En esa postura negligente y elegante, daba una vuelta, viendo cuanto ocurría en las calles de Bilbao, hasta llegar al Club Náutico, donde se detenía.

Una tarde, llegado a esta sociedad de amigos, se tendió en un diván y llamó al mozo de servicio: -¿Casa, qué marcas de coñac viejo hay?, preguntó. -Señor, hay tales y cuales, muy buenos, pero lo mejor, aunque muy caro, es la del Suizo Viejo, de la que sólo quedan seis botellas. - Tráeme una; dos copas y azúcar. Apareció el mozo con la botella veterana y el servicio, y sus amigos, al verle, le dijeron: -Urbano, buen coñac te vas a beber. No dijo nada, haciéndose servir las dos copas.

Quitó sus guantes, se incorporó y, una a una y con exquisito cuidado, las vació en un platillo, puso un terrón de azúcar en él, y sacando una fosforera de oro, dió fuego al precioso combustible que empezó a arder con una interesante llama azulada.

Entonces, y siempre silencioso, acercó las palmas de sus manos a ella, frotándolas mientras duraba y volviendo a calentarlas. Cuando ya la llama se apagó, Urbano, con la misma elegante displicencia, volvió a ponerse sus guantes y, levantándose, se marchó, entre el asombro de los presentes. No creo sea fácil idear gesto más distinguido, ni realizarlo con mayor snobismo y elegancia, y se lo brindo a los americanos de hoy para que lo superen.


El Choritoki

FUÉ el precursor del Kurding y tuvo comienzos famosos. Aunque algunos años antes se había fundado el «Club Náutico», por gente joven que quería un rincón más lejos de las personas mayores, nosotros más jóvenes aún, dimos con aquel mayor rincón, que no podía ser rnás pintoresco. Era realmente como para gente joven y de buenos pulmones. Se entraba por un portal de la calle de María Muñoz, se subía a patita al quinto piso, y allí la escalera daba a un pasadizo que terminaba en un puente sobre el patio y conducía al monte; allí, después de bastantes escaleras de piedra, había una puerta que daba a un pequeño jardín con pozo, parra y fresales, y en el fondo habia una casita o pabellón de dos pisos y dos cuartos en cada piso, que debió hacerse para estudio de pintor; creo que para Manuel Galíndez.

Alquilamos la casita y la amueblamos con lo que cada uno llevó de su casa, más un gran quinqué de petróleo que compramos en «los Alemanes» y dos o tres faroles de velas. La calefacción se hacía quemando alcohol en un barreño de hoja de lata.

Aquello estaba muy lejos de las colgaduras del Mah-Rajáh, en la Bilbaína, pero el humor y la alegría de los socios lo suplía todo.

Todas las tardes, al anochecer, nos reuníamos allí los doce o catorce primeros pobladores, y de vez en cuando se cenaba o teníamos en días de fiesta comidas servidas por una «fonda de la Estrella». de la calle de María Muñoz. Las fiestas mayores eran: el día de Inocentes y el 2 de Mayo, y en esos días íbamos a la plaza los socios a comprar los percebes y quisquillas, la pucha, las fresas, los perrechicos y tomando de paso algunas botellas del blanco de Mudela y alguna veterana de la bodega del Suizo para los postres. Ordenes superiores a la cocinera.

Manuel Losada hacía los menús ilustrados y Juan Carlos preparaba el programa musical.

Para el 2 de Mayo se hizo algunos años un periódico, tirado en «multicopista», con artículos de Diego Mazas y Juan Carlos; versos y chirenadas de todos, fábulas y anuncios en broma. Yo hice unos salmos para recitarlos en solemnidades y en comunidad y Manuel Losada lo ilustraba todo con dibujos; Basterra hizo un estudio histórico sobre la «Culinaria en Egipto», con descripciones épicas de un banquete dado por Ptolomeo y en el que ocurrían cosas muy extraordinarias y amenas.

Cuando yo me casé, pocos años después, me compusieron un epitalamio enorme en verso, que conservo como recuerdo queridísimo de aquellos buenos días.

De modo que el cultivo de las letras estaba servido y en cuanto a las otras artes, pintura y música, lo adornaban todo y a cada paso.

Un 2 de Mayo, después de la comida y de todas las expansiones vocales y musicales del caso, desde el «Somos auxiliares», hasta el trágico «21 fatal de Febrero» en que «el carlista cargaba el mortero», Tomás Amann cogió un palo de escoba, ató a él el mantel de la mesa y tocando una llamada de cornetín, salió hacia el monte, entonces de campa libre, seguido de todos en actitud bélica y pintoresca. Desde el fuerte de Artagan, donde aún había guarnición, nos vieron y dieron parte al Gobernador militar, como de partida sospechosa, pero Aguilar, que era el Gobernador, estaba al tanto de la vida del Choritoki y nos evitó un mal rato.

* * *

Como ceremonia solemne, hubo la de admisión de neófito de Alberto Aznar, al que se le sometió a un riguroso protocolo: dos socios fueron con un landó a buscarle a su casa de la Ribera. En el coche le vendaron los ojos y le dieron cien vueltas por las calles. Asi vendado le bajaron en María Muñoz, le hicieron subir las largas escaleras y en el puente y sobre el patio le quitaron la venda, pasando el susto consiguiente. A la puerta del jardín, previos tres golpes y palabras de ritual, le abrieron y pasaron hasta el pozo, donde con otros ritos, le dimos un copioso bautizo de cerveza.

De allí y vestido ya con una túnica blanca enorme, lo llevaron a la casa cantándole un salmo, le subieron por la escalera.

Arriba, sentados en semicirculo y vestidos con trajes de percalina de una cabalgata antigua, estábamos los demás sentados en el suelo y con caretas horrorosas. En el centro y sobre almohadones, Luis Aznar, vestido de Rajáh indio y careta negra, presidía la ceremonia. En el centro seis escupideras llenas de alcohol con sal, ardían con una luz verdosa y tétrica. Le desnudamos, le lavamos la cara y le hicimos herejías, hasta que en lo más solemne de la ceremonia y cuando Luis iba a hablar para admitirle, estalla una de las escupideras, luego otra, se esparce el alcohol y se arma un lío formidable, que Alberto aterrado, no sabía si era ceremonia o realidad, pero que una vez dominado, acabó con una cena de las de hacer época y dejar feliz recuerdo.

Pocos años después, se abandonó con pena el Choritoki y pasamos al local de Bilbao y se hizo el Kurding, del que ya hablaremos más adelante, pues eso es ya como de capítulo aparte.


Pintores y artistas

UN rincón inolvidable era el estudio de Adolfo Guiard, en un piso alto de la calle del Correo, donde poco antes lo tuvo Enrique Salazar.

Adolfo había llegado de París por aquellos años y traía un bagaje de impresiones de arte inagotable y para nosotros precioso. Allí había tratado a mucha gente de valer y perteneció a una piña íntima de amigos, entre los cuales estaba Emilio Zola, especie de Choritoki en Montmartre, donde para llamar de la calle había que coger un adoquín suelto, que sólo conocían los iniciados, y aporrear con él la puerta con insistencia.

¡Qué de discusiones y qué de revelaciones! Mannet, Dégás, Claude Monnet, Pissarro, Rafaelli, Gauguin, Puvis de Chavanne, con sus recientes decoraciones de la Sorbona y el Panteón; impresionismo, clasicismo, prerafaelismo, puntillismo, todo salía a colación en ensalada y con la verbosidad y amenidad que Adolfo daba a sus peroratas. ¡Y cuánto pudimos educarnos de haber puesto atención en aquellas observaciones hechas por aquel dibujante exquisito y elegante, de aquel colorista fino, de retina delicada, siempre enamorado de matices suaves y nacarinos!

* * *

Y con qué fina ironía decía cosas lapidarias sobre las cosas que en arte o en costumbres no entraban en sus convicciones.

Un día vió la capilla, reciente entonces, de una comunidad cercana a Bilbao, de forma bizantina y policromada, y en dos palabras nos dió su juicio, que, por cierto, Blasco Ibáñez, en «El Intruso», recogió, pero trastocando la procedencia. Nos dijo que era «un baúl de criadas» y era exacto.

Otro día, fué una estatua la que se inauguraba, y nos dijo que lo más importante era la fundición y que como creación artística aquello no era más que «Don Diego Lope, de ... tal, presentando la cuenta al Ayuntamiento».

Otra vez se hizo un arco de triunfo en el Arenal lleno de colgajos, banderas, barcos, cuerdas, ruedas, timones, salvavidas, letreros y laurel; nos dijo que aquello no era más que reminiscencias del «escaparate de la Chanfrada».

En su horror a la industria, «que entristecía los pueblos», según él, se lamentaba de la exageración del espíritu vasco al hacer los suyos, diciendo y lamentándose que, por ello, «Bilbao se empeñaba en ser una inmensa fábrica, San Sebastián una inmensa fonda y Vitoria una inmensa sacristia».

Le irritaba el falseamiento de la vida y la pérdida de la naturalidad ingenua, aborreciendo todo lo artificioso en lo personal. Así, de una muchacha de caserío, de Deusto, que, casada con un pelotari, se fué a París y América y volvió con sombrero, decía: -«¡Es un dolor!; Madalen, sin pañuelo en la cabeza, ni trenzas y con sombrero y queriendo hablar con la c. No puede. Hace esfuerzos con la lengua y tira serrín por los dientes, ¡no puede!»

* * *

De música le gustaba Gluck, según él decía: porque «componía con guitarra y sin pensar en ruidos», pero decía también que «la línea y el sonido estaban reñidos, pues la una era toda precisión y la otra una mera divagación que nada decía ni precisaba». «Ya véis-peroraba-el más fiero de vuestros ídolos, Beethoven, ha sido incapaz de decir una frase sencilla, clara y precisa: Yo quiero sopa de ajo, por ejemplo». Además, estaba atrasado aún en lo emotivo; todo lo que se había llegado a determinar en ese sentido, era que «el tono menor es triste y el mayor alegre, y eso, ya véis, es como si la pintura estuviese todavía en lo del serdo alegre y serdo triste, que los chicos pintan en la pisarra».

¡Qué de cosas inolvidables y deliciosas le oíamos allí, donde, colgada en la pared aquella delicadísima «Joven en primera comunión», que había pintado en París, dibujaba las elegantes y esbeltas figuras de perros y cazadores y las de la terraza de Las Arenas, para los paneles de la Bilbaína!

¡Y la que armó cuando una comisión de festejos tuvo que apreciar y tasar un transparente representando la antigua ría de Bilbao, que pintó para la Plaza Nueva! ¿Quiénes iban a juzgar los cuadros? «Ya ves, un concejal que toca el violín y al oírle les duele los dientes a los perros de la calle Santa María, y que es más duro de sonido que la corneta de los soldados».

No terminaría nunca recordando aquellos deliciosos ratos en que «el hijo de Juli», como él se llamaba, pues adoraba a su madre, nos hacía disfrutar de todas las delicias espirituales a la vez.

* * *

Por entonces, Anselmo Guinea, temperamento opuesto al de Adolfo, irónico y tranquilo, pero lleno de encanto también, había llegado de Italia y fué más tarde por París. Nos pintaba sus paisajes de



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Primera comunión
Cuadro de Adolfo Guiard, en la epoca de sus estudios en París



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Aldeana
Dibujo al lápiz de Adolfo Guiard.-1890

Deusto azulados y dulces y, sobre todo, sus espléndidas acuarelas, que tanto seducían por su brillante colorido.

Poco más tarde vino Darío Regoyos, otro enorme colorista, revolucionario entonces, uno de los quince independientes de Bruselas, que dejó obra indeleble y abundante y rastro magnifico en el progreso entre nosotros del color en el paisaje y del dibujo del movimiento.

Echena, más italiano en su manera y colorido. Enrique Salazar, que tenía talento, pero nos tenía sometidos a eclipses de trabajo, ya que en grandes temporadas abandonó la pintura, y no cito detalladamente a Juan de Barroeta, excelente pintor y retratista principal de Bilbao, cuyos cuadros son hoy tan estimados, porque aun sucediendo a su padre, también pintor, era más bien de la generación anterior.

Manuel Losada empezaba, y era aún un aficionado sobresaliente, cuyas obras no salían de su casa y sus amigos. Sus dibujos a pluma eran alabados y sus cuadros iban ya formándose. Poco tiempo después fué a París a Estudiar, y a su vuelta tuvo su estudio en la Gran Via, que frecuentábamos mucho también.

Raro era el mes que no se expusiese alguna primicia de pintura local en el escaparate de Velasco, de la calle de la Sombrerería, que era en aquellos años el lugar de estas exposiciones.

* * *

Entre aficionados, los había en pintura y dibujantes de la talla del exquisito Juan Rochelt, cuya obra admirable de dibujos y cuadros es aún hoy casi desconocida por su gran modestia, que dejó impuesta a su familia.

Pepe Amann (José Isaac) que, a sus muchos dones como organizador y hombre de negocios, unia un talento de dibujante formidable y extraordinario, y de quien, por la amabilidad de sus hijos, puedo dar en este tomo una muestra de sus dibujos al lápiz.

Germán Aguirre, dibujante también, y del cual, por cierto, encontró más tarde el general Castellón un álbum de dibujos en casa de un reyezuelo de una isla poco poblada de Filipinas, sin que pudiera averiguar jamás, cómo ni cuándo fué a parar allí. Entre la familia de Rochelt y Amann habla también cantidad de buenos aficionados, tales que Luis y Rafael Rochelt, don Ricardo, Gustavo y Oscar, hijo del primero, y a quienes luego he de citar en estas memorias con más detenimiento.

* * *

Ese era el rincón y esos eran los hombres que, con gran brillantez, sostenían entonces muy alto el pabellón del arte de pintar en Bilbao, y que para su época iba en avanzada del resto de España, siendo semillero que fructificó en la brillante pléyade de artistas vascos que luego han honrado al país. No era aquel ambiente de Bilbao el adocenado de una escuela decadente, sino algo fresco y chispeante, de gente joven e inteligente que traía en sí savia y vigor. Por ello me detengo en él con complacencia y por cariño a nuestra villa siempre culta.


Mi boda y Pedernales

ME casé en plena satisfacción, que aun hoy perdura, y puse mi casa en la Gran Vía.

Por el reciente fallecimiento de mi padre político, don Alejandro Rivero, se hizo todo muy en familia. Salí en coche para Pedernales, donde alquilé la casa de un capltán mercante ausente, para pasar con mi mujer un mes, y de allí otro viaje corto por la costa y Francia, para volver a Bilbao.

Pedernales era precioso y estaba aún virgen de toda explotación; no había hotel, y la isla de Chacharramendi estaba desierta y cerrada de madroño.

Allí vino aquel año también a veranear Lope Alaña con su familia, y como volvimos tres años más después, llegamos con otros varios amigos a formar una colonia agradabilísima con tertulias en casa del cadenero, grandioso marino retirado, de sotabarba y corte clásico. En aquellas temporadas también veraneaba y trabajaba en Murueta Adolfo Guiard, viviendo en Flores, y como Guinea venía también a Pedernales, llegamos a reunirnos los dos hermanos Guiard, Julio y Adolfo, Guinea, Losada, Manuel, Lope Alaña y también Ignacio Zuloaga que, por aquellos años, venía de París, donde ya trabajaba y se formaba, para pasar aquí los veranos.

La reunión no podía ser más sabrosa y agradable, ni más saturada de arte y buen humor.

Se pescaba de todas maneras: con caña, redeña, aparejo, fisga, butrino y red, en rastra y en cerradas por las entradas y playas. Anselmo Guinea era el más experto, y a veces venía Armando Legorgeu; pero Adolfo y Julio se sobreponían a todas las reglas de la pesca y armaban enormes disputas con Guinea. Julio llegó a pescar con red y perros, que ayudaban a la pesca a entrar en ella, y tuvo éxito contra todos los argumentos científicos de los maestros.

Luego, de noche, se cenaba la pesca en el antuzano de un caserío de Murueta, con un farol colgado en el techo, que luego alumbraba discusiones enormes sobre todo lo divino y lo humano; el Greco y Gauguin, Lagartijo y Frascuelo, el bacalao en sus múltiples salsas y el pescado fresco; sobre esto, Adolfo sostenía que el bacalao no era cosa de comer, y que si se comía era porque, en la oscuridad del Norte, el noruego, al despertarse con hambre, cogió una cosa a la derecha, y, siendo tabla, no pudo comer; entonces, cogió otra cosa a la izquierda, que era bacalao, y como, aunque era duro y salado, ya pudo al fin comer, se declaró comestible, pero que en realidad no lo era.

En tauromaquia daba pases y discutía con Julio enormemente, y en arte, como siempre, no tenían fin las afirmaciones y críticas ni las imágenes que empleaba para sus argumentos.

Como Zuloaga venia de París y de fresco, traía ya un cierto modernismo y avance sobre las ideas de los ídolos de Adolfo y de su estancia allí, y eso le trastornaba bastante y le hacía extremar más sus anatemas y entusiasmos, haciendo la discusión más divertida.

Además, también Losada empezaba a ir temporadas a París para estudio, y Guinea había pasado por allá; en forma que él se consideraba el decano y, desde luego, Adolfo era el que más sabía entonces del movimiento y valores en pinturas de la capital francesa. Estaba pintando entonces su famoso cuadro de los juncales de Guernica, propiedad de Ramón de la Sota, y lo hacía con una honradez y un cuidado exquisitos. A veces, paseando por los montes y con la escopeta, nos decía que aun así trabajaba, pues «estudiaba color».

* * *

De las mil y una interesantes cosas de aquellos días, recuerdo una curiosa. Se estrenaba una Plaza de Toros en Guernica, y el Alcalde, nuestro excelente amigo Casimiro Olazábal, había encargado a Adolfo el dibujo del cartel.

El encargo se hizo en Mayo y la inauguración era en Agosto, pero estábamos en Julio y el dibujo no estaba empezado. Olazábal mandaba recados de apremio. «Diles a Cachi y a los guerniqueses que les quiero mucho y que haré el cartel», contestaba. Pero no lo hacía; quería dibujar un novillo al natural y no encontraba tiempo. Una manana temprano, ya agobiado, vino de Murueta a Pedernales, y, sentándose en mi cama, «oye,-me dijo-, ese arte fumista de la fotografla, que tú cultivas, me es necesario; coge el trípode, el fuelle y el «chis chas» y ven conmigo a Flores; vamos a retratarle al novillo y ya te diré cómo». En efecto, fuimos a Flores y escogió un campo recién segado de trigo, me colocó en un sitio y me dijo sus deseos para hacer instantáneas cuando trajeran el novillo. Sacaron los chicos del caserío a éste, que era formidable y premiado en la feria de Lenda, con una cadena y por anillo sujeta a su morrillo. Daba respingos y saltos formidables; yo traté de enfocar bajo mi paño negro y Adolfo daba órdenes a gritos a los aldeanos para que le tiren, le cambien, le cuarteen, etc. Además, hacia grandes movimientos de brazos e iba de un lado a otro, volviendo junto a la máquina. De repente, el novillo, asustado, pegó un respingo más fuerte y se soltó de las manos del aldeano y, antes de que nos diésemos bien cuenta, arremetió contra nuestro grupo y la máquina.

Tuvimos el tiempo justo de correr tras un montón del trigo recogido, y yo de subirme a él. El trípode, el fuelle y el «chis chas» los echó por el aire hechos trizas y allí se acabó toda la intentona del arte fumista de la fotografía. Adolfo tuvo que dibujar de memoria «lo mucho y bonito que le había visto hacer al novillo».

* * *

Un día aparecieron por allí muy de mañana, y montados en bicicleta, Ricardo Gaminde y Serafín Martínez; venían de Guernica, a visitarnos, y estaban haciendo un viaje higiénico, pues los dos estaban llenos de aprensiones sobre su salud.

Ricardo empezaba a pintar de afición y era, entre los amigos, uno de los más graciosos y originales.

Serafín, con un aspecto también muy serio, tenía igualmente cosas originales y divertidas.

Aquel día, como todos, por la mañana, el régimen se guardaba riguroso: leche, y aun con recelo, por parte de Serafín, de que fuese de vaca de morro negro; a media mañana, ya transigieron con bizcochos y jerez; en la comida, ya hubo varios vinos y coñac, y la velada final, ya bien copiosa y regada, estaba muy lejos del régimen lácteo.

En una de aquellas comidas de Flores, abundante y de varios platos, había encargado Adolfo, con gran empeño, se hiciese una fuente, la más ancha posible, de arroz con leche.

Al final. Adolfo iba pidiendo los postres: queso, colineta, fruta; y como parecía olvidarse del arroz, hubo de preguntarle la sirvienta:-¿Adolfo, y el arroz cuándo? -Coitada, déjate sobre la cómoda, eso está hecho pá las moscas.

Ocho días de régimen siguieron, Ricardo, con su elevada estatura, pantalón bombacho y sombrero muy pequeño, y Serafín, con su barba y ojos negros y sus abrigos claros, de los cuales decía Ricardo, en guasa, que «el más oscuro que tenía era blanco».

Luego pasaron un día en Pedernales, y Ricardo estaba conmovido de la sencillez de un pueblo en que al tirar él una colilla, los chicos se la disputaban llamándolo pichía.

En cambio, Guinea se ponía furioso de que Ricardo lo desmoralizase, dando propinas de un duro a los chicos que le traían una caja de cerillas del estanco.

* * *

En Pedernales, además de Eusebio, el cadenero, en cuya casita blanca y con parra se disfrutaba de los encantos de la sencillez, la limpieza y la simpatía, había tipos famosos, sobresaliendo un Selestiano, que había viajado y entonces retirado, con sotabarba blanca y tocado con una altísima y monumental gorra de seda negra. Cuidaba de una monísima huerta con parra y frutales junto al mar y en la ensenada.

Tenía originalísimas ideas y confusiones y sus visos de astrólogo, pero con aplicaciones agrícolas. -Hoy, decía, hay viento de Izaro. -¿Eso será bueno?, le preguntamos. -No, eso trae roña a la pera. -Mañana será de Acherre.-¿Y eso es mejor? -No, ese da gusano a la seresa. Y asi, todo el cuadrante traía males defin:dos a cada cosa. Se había gastado 50 duros en un microscopio «para ver los microbios que tenian los árboles» y, para verlos, en vez de ponerlos en el espejo del aparato, aplicaba éste a la corteza del árbol para «verlos subir». No veía nada, pero él explicaba cosas sorprendentes. Nos decía que para él era cosa fácil curarse el dengue, que así se llamaba entonces la gripe. Sencillamente, «tomaba brea, y con aquello le bajaba; tomaba luego purga y .. fuera».

Pero lo más grande eran sus ideas sobre la falsificación en las industrias modernas.

«Tenía oídas muchas cosas», pero lo principal era lo que le pasó a aquel hijo de un Gobernador de Cuba, que era goloso y tiraba muchos terrones al café, y, como el azúcar estaba falsicado «y hecho con trapo, se le hisó dentro una cuerda de arriba a abajo y se murió».

* * *

El bueno del cura párroco era otra nota magnífica de sencillez; pescaba lenguado a fisga con nosotros.

Un domingo se trajo un armonium de Guernica, y entre Lope Alaña, Losada, mi mujer, que tocaba el armonium, y yo ensayamos y cantamos una misa. No le gustó. Prefería la que cantaba Lucas, un muchacho que era su capilla completa, a solo y sin acompañamiento; más despacio los días solemnes y corriendo más los ordinarios, pero la misma misa siempre. Cuando se equivocaba, el cura se volvía desde el altar hacia el coro, con aire de «Dominus Vobiscum», y le increpaba llamándole astua.


El Euskera

EN los tiempos del sano renacimiento vasco y antes de que los extremismos de las dos tendencias opuestas sobre él lo envenenasen, fué el vascuence una de sus manifestaciones que despertó más entusiasmos.

La Diputación creó una cátedra de esta nuestra vieja y gloriosa lengua en el Instituto.

Entonces nos enteramos de lo que hasta aquellos momentos sólo sabían algunos eruditos, como Julio de Urquijo, Azkue, Campión, etcétera; esto es, de que en el extranjero, filólogos de la más alta categoría, cultivaban el estudio de lo que nosotros teníamos abandonado.

Para esa cátedra fué nombrado profesor el virtuoso sacerdote y ciclópeo trabajador don Resurrección Maria de Azkue, y a ella empezaron a acudir varios de nuestros amigos, siendo uno de los más entusiastas Diego Mazas, siempre atento a ideales patrióticos y espirituales.

Con ese motivo, teniamos discusiones apasionadas con los estudiantes, nuevos filólogos en agraz.

Un día se discutían exotismos y purezas, neologismos y adaptaciones. Otro día se planteó, delante de Adolfo Guiard, una muy interesante polémica sobre etimología. Sostenia un amigo nuestro como etimología racional y casi científica una muy curiosa, la de la palabra castellana «ilusión», que, lógicamente, debiera proceder y haberse formado en euskera, ya que parecía componerse de tres palabras vascas que son toda una definición exacta de su representación y forman una idea completa de la misma. Asi, «ill» significa en vascuence, «muerto»; «us» significa «hueco», y «on» significa «bueno».

Y nada más preciso y que pueda definir mejor a la ilusión, como que la de cosa muerta, hueca y buena.

El ejemplo era precioso y sugestivo, pero los que conocían latín decían que habfa un verbo, «illudere», que era su verdadera procedencia y que echaba por tierra esa ingeniosa etimología.

Adolfo Guiard estaba callando y cuando la discusión iba ya cediendo, la terminó diciendo: Estáis haciendo mucho funambulismo con la santa lengua del jebo; y eso de que las palabras definen ya por sí ideas y hasta paisajes, eso será cientlfico y matemático, pero yo me quedo con el filólogo de oído y que te sostiene de buena fe que "cristal" viene de "Cristo". Es igual que en música: el pájaro, el afilador y el organista improvisador te hacen folías preciosas; en cuanto te viene uno de Conservatorio y papel... a morir; prefieres el chirrido del carro, que es mucho más evocador que la «Pastoral» de Beethoven.

Azkue, además de la labor de aquella cátedra, llevaba encima la de su diccionario trilingüe y la de recopilar melodias y cantos del país para ir ordenando su folklore. Realizaba esta doble labor por dos medios, que le servían de laboratorio. Durante el verano y otoño, recorría a pie, y por montes y vericuetos y con su espléndida robustez, pueblos, anteiglesias, barriadas y caseríos; hablaba a los viejos, hacia cantar a éstos y a las costureras más ancianas, y lo anotaba todo con escrupulosa minuciosidad. Durante el invierno, y en domingos y fiestas, invitaba, a los salones de un teatro que tenía en la calle de los Jardines, a los viejos de pueblos y caseríos que vivian en Bilbao y podía reunir. Los obsequiaba con café, copa y cigarro, enzarzándolos en conversaciones que él escuchaba y anotaba igualmente en lo que recogía de interesante. A aquel verdadero laboratorio le llamábamos nosotros la «Academia del Cura».

Lejos estábamos entonces nosotros de sospechar dos cosas: Primera, que aquella «Academia del Cura» llegaría a ser más tarde la Academia oficial de la lengua vasca, bajo la dirección o presidencia de él mismo; y segunda, que aquellos trabajos y esfuerzos de entonces le habían de valer no sólo el gran aprecio y reconocimiento de todos los vascongados, sino también el de miembro de la Academia de la lengua española, que honrosamente hoy ostenta, juntamente con su otro docto y cultísimo compañero Julio de Urquijo, bilbaíno también.

Y a propósito de Julio: Un día que yo estaba en la peluquería de Gregorio y Sebastián, en la Plaza Nueva, en la consabida espera, se habló de él, de su carácter estudioso y afición a las lenguas. Comentaba alguien, en su elogio, su buena disposición, y decía: -Ya ven ustedes, en pocas semanas aprendió el volapük muy bien; y tanto, que, sin saber alemán, se entiende ya por esa nueva lengua con un profesor alemán, que, a su vez, no sabe castellano. Don Pantaleón Arancibia, Secretario de la Diputación, a quien estaban afeitando y que lo oyó, dijo al momento, con el sentido práctico de un buen lequeiliano: -Sí, ya es cosa buena; pero si, en vez de volapük, aprende alemán, en vez de con él solo se hubiese entendido con todos los alemanes a la vez.

Antes de instalar Azkue su teatro vasco en la calle de los Jardines, debutó éste con una obra original, Bizkaitik bizkaira, en otro que improvisó en Iturribide. Los actores, discípulos y aficionados, representaron y cantaron con éxito la obra, y la orquesta la componíamos los aficionados de cuerda, Juan Carlos Gortázar, Eduardo Torres, Julio Igartua, Luis Lezama Leguizamón, Cleto Alaña y yo, con otros más; y el mismo Azkue dirigía los ensayos. Manuel Losada dirigía trajes y decorado.

Y con qué entusiasmo se cantaba el gran coro:

«Euskaldunak, euskaldunak gera!
¡Bishi, beite betico, gure euskera!»

Más tarde, en el teatro de la calle de los Jardines, mejor acondicionado, nuevas obras de él, como Eguzkia nora y otras, en que todos representábamos; y diálogos y monólogos en los que sobresalía un Gorbeña joven y otros conocidos.

Con las prisas y apuros del bueno del autor, la música copiada para la orquesta estaba siempre en retraso, y se dió el caso de llegar la hora de la función, estar el teatro lleno e impaciente, pataleando, la orquesta esperando al autor, y éste estar escribiendo la sinfonía u obertura que, jadeante, venía a ponérnosla en los atriles, con la tinta aún fresca en las copias.

Pero todo salía bien por el entusiasmo y buen deseo de todos por la obra y por nuestro santo y buen amigo, que, con su sonrisa siempre franca y placentera y su bondadosa expresión, nos cautivó siempre con lazos de cariño y fraternidad espiritual.

Las Tiendas

TODAVÍA en esta época conservaban muchastiendas su fisonomía especial antigua en Bilbao.

La tienda clásica tenía su entrada por el portal de la casa; a un lado de la puerta habla un banco de madera para la espera de los clientes; en el fondo, la escalera, y al otro, un mostrador en forma de ventana alargada, y que, para cerrarla por la noche, tenia una tapadera o puerta de madera, abierta y sostenida de día del techo.

Las confiterías, chocolaterías y cererías eran casi todas así: Zuricalday, Patricia, Manu Canela y Santiaguito. El mostrador se reducía a una ventana con velas y caramelos en botes de cristal. Otras, como «Aguirregoitia», «Las Delicias», «El Buen Gusto» y «El Suizo», habían hecho transformaciones con escaparates de grandes lunas a la moderna.

En algunas de las tiendas antiguas había también, para abrigo, una puerta de cristales tras de la puerta principal, y con una campanilla colgada en el marco, que sonaba al empujar la puerta.

También la industria estaba en transformación; de velas de cera ya no se vendían en las modernizadas. El chocolate, que en la generación anterior aun se hacía para la familia en casa, por un especialista, a la tarea, y a gusto de cada uno, se fabricaba ya en grande en las tiendas, y en las antiguas aun se veía la faena de mover la masa con el rodillo desde el mostrador.

Los dulces en almibar y cajas de jalea también iban pasando a ser de fabricación, y el sencillo caramelo de malvavisco, en cuadrículas o empapelado, empezaba a alternar con los pistaches, mentas, bombones de licor, etc., de la confitería ilustrada.

En otra de las modernas, se hacían también verdaderas construcciones de crocante, con adornos de pasta, filetes blancos, bombones plateados, anises y otras mil preciosidades.

Para la Exposición de 1889, en París, «El Buen Gusto», de la calle del Correo, hizo una reproducción del Teatro Arriaga, aún en construcción, en pasta de ésa, y que, juntamente con un azucarillo de un metro de altura, colocado en un fanal de cristales, unidos con cola por papeles dorados, fueron a exhibirse en aquel gran certamen, para que los parisienses se enterasen de lo que era hacer alta confitería.

A veces, había rivalidades entre esta confitería y otra, como «Las Delicias», y, entonces, cada domingo presentaba cada uno un nuevo pastel con dibujos, caricaturas o alusiones irónicas para el otro confitero.

Fué, indudablemente, la edad de oro de la confitería en Bibao, aunque luego volvióse de nuevo la moda a lo sencillo, a los caramelos de Santiaguito, a los chuchus y a la buena tarta.

* * *

De las tiendas de telas, aun fuera de las siete calles, conservaban todavía muchas la forma antes descrita de portal, y había también clásicas, como la de doña Pachita, en el portal de Zamudio, donde sólo se vendían cuatro o seis clases de telas, como merino, damasco, hilo, tartán y madapolán, que yo recuerde, pero todo muy legítimo y bueno, esto es, género de confianza. La de doña Clemen Palme, en el Correo, de igual categoría, con más extensión ya en blanco.

En esta tienda se daba el caso, y yo lo vi repetido, de que después de hacer una compra, al volver a casa la señora que compró, se encontraba con la criada de la tienda, que venía a devolver unos reales o unos cuartos envueltos en un papel y con el siguiente recado, hoy, completamente inverosímil:

«Que dispense usted, que le han cobrado de más por cálculo de la ganancia.»

Tenía establecido un tanto por ciento riguroso de beneficio sobre el coste y haciéndolo en cada caso; y como a veces se equivocaba el que hacía la oferta sobre el coste riguroso, en cuanto lo notaba, el patrón rectificaba con devolución, a pesar de haberse pagado con arreglo a un precio ofrecido y aceptado.

La honorabilidad, pues, del antiguo comercio de Bilbao era de una realidad asombrosa y digna de recordarse. Blanchard era ya tienda más moderna y variada, pues se extendía a muchas clases de tejidos, alfombras, etc., y ya en la la época a que llego aquí (proxmidades de 1890), había ya otras muchas buenas, como Eduvigio Bolívar, Gastón y Daniela, etc., etc.

* * *

«Perfumería, Mercería y Pasamanería», decía en letras grandes el letrero de la tienda de «Regina y Claudia», en la calle del Correo, esquina de la Sombrerería, cuando yo era chico, y me costó Dios y ayuda el enterarme de lo que eran el segundo y último de esos grandes ramos de comercio; sólo lo supe más tarde. En cuanto a la «perfumería», consistía en unos enormes potes de cristal llenos de coldcream (colcrén), que se sacaba con una larga cuchara de palo, llenándose la taza, tarro o jícara que traía el comprador; jabón, polvos de arroz, aceite de Macasar, agua colonia y polvos para los dientes. Y eso, con algún raro perfume, componía el surtido, y del que se servían las damas más encopetadas y bellezas antiguas.

Otras mercerías, como la de la Chanfrada, Manuela y Casilda, la Chuchinesa, Maruri y Amann, derivaron al mismo tiempo a juguetes y telas.

Las tabaquerías habían desaparecido con los Fueros: la de Menjón, en el Boulevard, con su espléndido escaparate, en el que figuraba un «nargileh» turco, la de Barañano, la de Policarpo García, con su famoso emblema «La barca es mía». Se habían convertido de hermosas tiendas y lugar de sendas tertulias, en vulgares y raquíticos estancos.

* * *

Las peluquerías, desde la espléndida de Carbonell y la de Gregorio y Sebastián, en la Plaza Nueva, hasta la más modesta de Achuri, en cuyas contraventanas había pintados, de tamaño casi natural, un arratiano y una arratiana, con las leyendas conocidas de «Bicerra quendu» y «Bay seguru», eran, como siempre, el mentidero donde toda noticia llegaba.

Los estancos y peluquerías formaban tanta parte de la vida pública de las gentes, que Adolfo Guiard solía decir de un personaje de Bilbao, que vivía abstraído en su casa, que no era como los demás mortales, pues no se le veía nunca ni en el estanco, ni en la peluquería, ni en el tranvía, ni en el urinario.

* * *

En tiendas de novedades había «Pueyo», «Patrón» y «Pacho Gaminde», pero esto de la «tienda de Pacho» merecerá capítulo aparte más adelante.

En general, en esos como en todos los demás ramos, las tiendas en Bilbao iban perdiendo su fisonomía local y familiar, para desarrollarse a compás de los tiempos y convertirse en lujosas empresas comerciales. Hoy sólo en las siete calles quedan restos de aquellos antiguos y simpáticos rincones, donde se amasaron a veces, a fuerza de labor, buen sentido y economía, sendas fortunas, base de espléndidos capitales de hoy.


La Exposición de París

EN 1889 se inauguró la Exposición Universal de París, anteúltima de la serie que empezó con la del año 1856 y continuó repitiéndose cada once años, esto es: en 1867, 1878, 1889 y 1900, que fué la última.

Hoy no se tiene idea de lo que representaban en el siglo XIX las Exposiciones Universales de París. Eran como las etapas y jalones del progreso del siglo, en el mundo, y cuantos disponían de tiempo y medios, no dejaban de visitarlas, para ponerse a tono y al corriente de los adelantos y mejoras en todo género de actividades.

De Bilbao iba muchísima gente. Nosotros preparamos una excursión entre amigos. El culto, agradable y buen amigo, que era Gregorio Revilla, Joaquín Arisqueta y Pacho Gaminde, eran para mí compañeros ideales. El último nos había contado tanto de su vida y andanzas por allá, en tiempo del segundo imperio: de las Tullerías, de la Opera de los Boulevards, del Bosque de Bolonia, de Versailles, Fontainebleau, etc., que el ir a verlos con él, que las había vivido, era miel sobre hojuelas. Además, Pacho tenía ocurrencias y observaciones que eran por sí solas un encanto y de los mayores de la vida de Bilbao.

Empezamos por preparar el viaje, que entonces no era tan cómodo como ahora. No olvido que al ir a recoger mis navajas de afeitar, que había hecho repasar en casa del cuchillero Zamacois, en Ascao, salió incidentalmente lo de mi viaje, y como yo preguntase a él: -¿Y usted no va, no le interesa? Me encontré sorprendido con que me decía muy molesto por la pregunta: -Que él no iría nunca a París, esa ciudad del infierno y que acababa de hacer una torre alta de hierro solamente para ofender a Dios.

Zamacois era un hombre bueno, excelente y, como otros de su época, creia de buena fe que el ingeniero Eiffel no había tenido otro objetivo que ese al hacer la torre, y que en ella pasaban cosas abominables y nefandas, hechas también por el solo deseo de molestar a la divina Providencia.

Imposible convencerle de otra cosa, y jamás lo hubiera intentado, asi es que a sus ojos tuve que pasar por un despreocupado o descreído.

El viaje era largo; se salía a las seis de la mañana por el ferrocarril de Durango y, por Zumárraga, se llegaba a Hendaya para el exprés francés, que salía a las dos de la tarde. El paso de las Landas era lento y se cenaba en la estación de Morcenx, que tenia fama de buena fonda. Después, una noche interminable en un clásico coche de primera, de ocho asientos, con depósitos de agua caliente para los pies, que cambiaban en las estaciones. Un compatriota nuestro, hablador, era el solo compañero de coche, y, como no callase, nos echamos nosotros a dormir, dejándole con la palabra en la boca. Pero en una estación inmediata entró una joven francesa y allí de nuestro hombre, que, no sabiendo francés, se empeñaba en enseñarla castellano: -Diga usted, Zaragoza, niña mía, y con la z bien fuerte. La pobre discípula, por amabilidad, se mordia dos dedos de lengua en cada Z y lanzando aire fuerte por los dientes, pero nunca le satisfacía la pronunciación a nuestro hombre, que se la repetía cien veces: «Zaragoza».

Pacho, que no podla dormir, se incorpora un momento, y le interrumpe diciendo:-¿Por qué no la enseña usted una cosa más fácil? ¿Cucaracha, por ejemplo?

Por fin, bajó la discipula en otra esración y él la despidió con mil piropos perdidos e incomprendidos y pudimos dormir hasta la llegada a París, a las siete de la mañana, a la estación de Austerlitz, pues aun no existía la de Quai d"Orsay.

* * *

El viaje en coche de punto desde aquella estación, por los muelles, hasla el cenlro de París, me pareció fantástico, y Pacho me señalaba Bercy, la isla de Francia, Notre Dame, La Santa Capilla, Saint Jacques, El Louvre, Las Tullerías, La Avenida de la Opera, La Opera y los Boulevares, hasla la Rue Monsigny, donde, en un hotel, «Dalayrac», muy simpático y limpio, paramos. París estaba lleno en aquel mes de Septiembre, y Joaquín y Revilla, que llegaron en el mismo tren, aunque en otro coche, tuvieron que ir a otro hotelito, en la rue de la Pepiniere, cerca de la estación de Saint Lazare.

Al paso de cada edificio lo señalaba con mil admiraciones. -No hay idea, ya verás, me decía. ¡Qué cosa, eh! Y algunos de Bilbao no creen.-Apenas me dejó mudarme y enseguida, por la calle 4 Septiembre, me llevó a la Plaza de la Opera, donde me hizo colocar en el centro y mirando al Gran Teatro: -Mira, mira ahora bien. mira qué presioso, cuánto más bonito que el Instituto, qué elegensia, qué escaleras, qué columnas, qué estatuas de Carpeaux: mira, a ésa de la danza, le echaron una bolella de tinta los envidiosos al inaugurarse; mira cómo bailan las piedras, mira el balcón, que se ilumina de noche y dónde está la Guardia Republicana: mira el atrio, mira más arriba aquella preciosa montera de bronce con su corona y mira luego aquel Apolo, parece que baja bailando del sielo y locando presiosidades en la lira.

Sabía todos los detalles del edificio y de su construcción, la impresión del mismo Garnier, su autor, al quitarse el andamio. que no le encontró más defecto que el de ser 50 centimetros demasiado baja una de las líneas horizontales de la fachada.

-Mira, mira, y luego ya verás la funsión, que es mejor todavía. Y ahora fíjate en todos estos franseses y fransesas que pasan, qué ligeros van, sin tropesar, y ¡qué desentes!

Acertó a pasar por allí otro bilbaíno, Alfredo Echevarría; le llamó y vino a hablamos. Oía los elogios de Pacho, y como después de una de aquellas tiradas le dijese -No hagas caso, Pacho, mira, también aquí se ensucian los perros- y le mostraba un caso, Pacho se puso furioso, le dijo que merecía vivir en Busluría, me agarró del brazo y nos separamos de él para ver el Gran Hotel, con su gran patio central de entrada y parada de los coches y sus animadas terrazas. -Mira, aquí estarán Gurtubay, Paco Astarain y todos esos cansaos; no apresian, no hasen más que lo que les dise un peluquero, Anguis, que les trae los billetes para las carreras y les dise qué funsión verán a la noche y todo; ¡y pudiendo comer aquí pata de oso, solomillo de elefante o nidos de golondrinas, toman un huevo pasado por agua y un pescado! Para eso, quedarse en casa, verdad, y ¡para qué ser rico! Ya verás, ya vendremos a comer un jueves de gala y verás qué magnífico.

* * *

Luego, reunidos ya con Joaquín y con Gregorio, fuimos a la Exposición.

Aquel año, los dos clous del gran certamen estaban en el Campo de Marte y eran dos obras asombrosas de ingeniería: «La Torre Eiffel», de 300 metros de altura, y la «Galería de Máquinas», la construcción de mayores luces conocida y de hierro también. Las dos seguían un eje en la orilla izquierda que, atravesando el Sena, pasaba por el Trocadero, clou de la anterior Exposición de 1878, con sus cascadas y grupos de estatuas y tritones. Alrededor de esos tres centros. estaban dispersos y alineados, entre anchos jardines y paseos, todos los demás pabellones de la Exposición. Había carritos de mano para personas delicadas y un pequeño coche verde de tranvía sobre una vía Decauville, pero que sólo era para visitas con cortejo de soberanos o príncipes. Todo el resto de la circulación se hacía a pie, y la afluencia era enorme y del mundo entero, con pintoresca mezcla de tipos y trajes más destacados y en contraste que hoy.



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Cazador de branque
Acuarela de Anselmo Guinea; bosquejo para la decoración de un comedor en Zorroza


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Angulero de la Isla
Acuarela de Anselmo Guinea; bosquejo para la misma decoración, asi como El Chimbero de la portada de este libro



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La casa de Palme en la calle del Correo
Dibujo al lápiz de Manuel Losada en 1886

Durante los dlas primeros, no salimos de la Exposición de mañana a noche, y aun muy tarde, por las fiestas e iluminaciones nocturnas, divagando y viéndolo todo por sorpresa; luego ya nos ordenamos mejor con planos y catálogos para ver algunas especialidades.

* * *

La Exposición era muy interesante, pero lo era doblemente con los incidentes y las observaciones de Pacho Gaminde, que no tenían fin.

En nuestras vueltas tropezamos con el Teatro de Arriaga, hecho en dulce, y el azucarillo de un metro en fanal. Este últino estaba torcido y estropeado del viaje, y todo el mundo preguntaba al verlo qué era aquéllo. Pacho decía que a unos que les oyó la pregunta. les explicó que era como una cáscara dulce, que en España ponlan las mujeres en el vaso de agua después del chocolate y para endulzarlo.

-¡Quelle enormité! ¡C'est bête!-le contestaban.

Más adelante, y en el mismo Palacio de Alimentación, había una enorme sala de jamones. Preciosas intalaciones con filas de jamones, racimos y columnas de ellos, de precioso color y apetitoso, con grandes letras doradas de procedencias, de Chicago, de York y de todas las variedades conocidas, despertaron nuestro entusiasmo. En una esquina de la sala, y encima de una mesa raquítica, había una pila de jamones pequeños, de mal aspecto y desordenados. En el más alto de la pila habla una tarjeta, ya grasienta, sujeta por un palillo de dientes clavado en él, en la cual se leía en castellano: «Los mejores jamones del mundo, les desafían a cualesquiera otros, por su buen gusto y fina calidad».

No decía ni la procedencia, ni el lugar de venta. Pacho nos enseñaba la tarjeta riéndose y diciendo que él seria padrino del otro jamón en el desafio, si era a cuchillo. -Ya ves, qué facha y lo que dice. ¡Qué valor! -Y lo más extraordinario del caso, dije yo, es que puede ser que sean los mejores, a pesar de esa aterradora presentación. En efecto, después de gran discusión y varias idas y venidas, resultó que eran unos jamones de Trévelez, con su sello cada uno, magníficos y deliciosos, a pesar de su mal aspecto.

* * *

Otro día nos tocó llegar cerca del Shah de Persia, que iba con su séquito deteniéndose cerca de los escaparates. Pacho le miraba entusiasmado, sobre todo cuando el Shah se volvía y tomaba de una bandeja, que llevaba tras si un servidor, una copa pequeña con un helado de crema o frutas, que acercaba un momento a sus labios volviéndolo a dejar.

-Ya ves, decía Pacho, ¡para qué quieres más felicidad! Ese sabe ser rico. En cuanto quiere, se vuelve y... un helado, ¡qué listo! Se empeñó en rozar con el Shah, aunque no fuera más que en la manga, y al pasar «era buena suerte», según él, «codearse con los poderosos». Y, en su empeño de tocarle, se hizo casi sospechoso a la policía que seguía, y hubo que hacerle desistir para no tener un disgusto.

Luego hacía compras pintorescamente, por su manera comercial especialisima. Compró unos muebles, de moda entonces, italianos y con tallas de gran relieve en madera; le dijeron los precios, pero al decir él que se los mandaran a España, le querían hacer rebaja si se los mandaban directamente de Italia, pues evitaba la doble aduana y derechos. -No entiendo, decía, que usted me rebaje por eso, ¿pero por dónde me mandaría usted? - Pues, por Barcelona. Oír Pacho Barcelona y ponerse a protestar, todo era uno: -No, no quiero, que les pueden falsificar al pasar. Y prefería pagar los dobles derechos, pero que sean aquellos mismos que él veía. Tan exagerada idea tenía de la afición de imitar o falsificar, que él creía ver en el comercio catalán.

Vimos y subimos a la Torre Eiffel, donde no pasaba lo que decía Zamacois, pero donde había imprenta, restaurant, tiendas, música y una vista espléndida. La galería de máquinas, con sus puentes-grúas, donde las gentes la veían pasando en movimiento sobre las instalaciones, y oímos preciosos conciertos en el Trocadero.

* * *

Cuando nosotros ya lo habíamos visto todo y visitábamos ya París, una mañana observamos gran trajín en la familia de los dueños del hotel nuestro, que, con maletas y paquetes, parecían ir como de viaje. ¡Cuál fué nuestro asombro al saber que era que iban a visitar la Exposición, que aún no conocían, viviendo en París y después de varios meses de abierta! Se despidieron de nosotros «como para ir a Bilbao», según decía Pacho, y dándole éste «expresiones para los del Campo Volantín».

Otra noche fuimos a la Opera; daban Guillermo Tell, y, por consejo de Pacho, tomamos parterre, que era «igual que luneta, y baratísimo», según él. Estuvimos muy mal, prietos y en un ambiente desagradable, por el calor, las apreturas y las emanaciones de la no muy distinguida vecindad. Así fué que otro día volvimos a butacas de balcón y aquello ya era otra cosa. Pacho se desesperaba de esos desencantos; pero lo que fué un éxito, fué la cena de gala del Gran Hotel. Eran los jueves, a las siete, y en el gran comedor de gala, con una gran araña en medio y enorme mesa ovalada. En un estrado estaba la orquesta, y tanto los maîtres d'hotel como los someliers de pantalón corto, estaban imponentes.

Se iba de frac y las señoras escotadas y costaba cinco francos, que era bastante para entonces.

Antes de entrar al comedor, Pacho explicaba la inmensidad que era el Gran Hotel: -Aquí, si quieres, entras con gran familia y servidumbre y te dan los cuartos y salones que quieras. Comes lo que quieras. Tocando una campanilla, te traen pavos, ánades, helado, lo que quieras. Si quieres dar un baile por la noche, con cena y orquesta, la administración te prepara todo y te hace los convites a los que tú quieras; te ponen los criados que quieras.

Pasamos al comedor; a Joaquin Arisqueta le habla picado un insecto y tenía, por ello, un dedo todo vendado, de resultas de la cura, que fué seria.

Las gentes iban llegando y el maître las colocaba; Pacho, a medi- da que llegaban, nos explicaba, bajito, y a su manera, quiénes eran las personas:

-Aquella señora, mayor y bien peinada, con pendientes grandes, era la Viuda de Epalza, que estaba sentada junto a Oxangoiti: y doña Pepita, la de Blanco, de la calle del Correo, junto a Obieta, el médico; un chico de Gil con la chica de Solaegui y «la Troncha y el Troncho» los de la esquina de la mesa. En resumen, encontraba parecidos, y casi siempre acertados, con la gente de Bilbao. La verdad era que no conocíamos a nadie y que casi nadie se conocía allí entre sí, porque todos eran gente de paso, visitantes de la Exposición y de todo el mundo. Entre hombres, todavía duraba aún, por mayoría, la imperial costumbre de la perilla. La comida era animada y de espectáculo.

Se empieza el servicio y suena magníficamente la orquesta. Pacho nos coge con fuerza a cada uno de un muslo y, apretando, nos dice:

-¿Ya oís, ya oís bien lo que tocan? ¿Cuándo habéis visto cosa igual ni más propia para comer? ¿Ya sabéis lo que es? -No. -Pues es la Obertura de Zampa.

Era ya una ópera retirada de los carteles, pero Pacho la conocía de sus tiempos.

Nos reimos sin tasa. Pacho comía fuerte y repetía de todo: la sopa era de tortuga y riquisima, el pescado debía ser de Noruega, y la caza de dentro del vol-au-vent, lo menos era de Persia. El asado, de lo que cazaba el Príncipe de Orleans, y la salsa de ensalada era como de tersiopelo. El helado, «no había idea», y mejor que los del Shah, y la copa de champagne, el postre y el café, «como del sielo».

* * *

Una mañana de aquellas, amaneció Pacho enfermo; se revolvía en la cama con dolores, pero no quería que se llamase a médico alguno. Decía que ya sabía lo que tenía y que tuvo antes solo otra vez, en París también. Como pasaba el tiempo y aquello no calmaba, yo empezaba a estar apurado; y como le preguntase con apremio, qué creía se debía hacer, me pidió que mandase a buscar, a casa de Abaroa, «Caldo limpio». Se avisó a aquellos señores, que querían mucho a Pacho, y pronto mandaron un pucherito con el precioso caldo, y fué mano de santo, pues cesaron los dolores y quedó bien.

En pocos días vimos los principales teatros y museos.

Contra el parecer de Pacho, que decía que París era lo mejor del mundo, Joaquín, Revilla y yo fuimos a pasar unos días a Londres, y ya de allá volvimos para Bilbao, llenos de satisfacción de aquellos días de escapada.

Pacho quedó aún en París haciendo sus compras para la tienda.

En aquel año había nacido mi hijo Pepe, y con las fiestas de fin de año terminaba aquella década.









TERCERA PARTE

1890-1900


El progreso de Bilbao

AL comenzar la última década del siglo xix, es interesante deletenerse un momento a considerar, siquiera sea en esquema, el gran progreso habido en el desarrollo de la Villa.

Catorce años solamente habían transcurrido desde la terminación de la guerra civil y dieciséis del bombardeo y sitio, que fueron tan duro trance para ella.

La guerra había interrumpido una época en que este progreso empezaba a manifestarse y la pérdida de los Fueros detuvo también el que la autonomía administrativa iba ya desarrollando para los elementos de riqueza de las Provincias. Vizcaya habla ya construido su ferrocarril de Triano, como Guipúzcoa y sus Juntas habían obtenido la concesión de mejora y explotación del Puerto de Pasajes; y las carreteras, la seguridad pública y otras mejoras estaban también en realización y desarrollo.

Se había hecho también el ferrocarril de Tudela a Bilbao.

Pero, apenas terminada la guerra y una vez hecho el Concierto económico, que aseguraba una situación estable, y reparados los destrozos habidos más importantes, los bilbaínos empezaban a lanzarse a empresas de comunicación, como el tranvía de Bilbao a Las Arenas, del que ya se ha hablado, y en la que los hermanos Amann, Juan y Emiliano, tomaron parte principalísima, prolongándose luego a Algorta. El ferrocarril de Bilbao a Durango, que se le recibió con el despectivo nombre de «E! tren de las lecheras», y al que en su inauguración se le hicieron aleluyas como la de que: «Al pasar Puente la Torre, hace el tren como que corre», pero que fué desde el primer momento un éxito, debido al genio emprendedor de don Sabino Goicoechea, don Francisco N. de lgartua y don Manuel Elorduy y a su entusiasmo por la empresa.

Otro bilbaíno, verdadero vidente y genial concibiendo la resolución de necesidades futuras, Federico Solaegui, planeaba dos proyectos de ferrocarril de vía ancha, de Gijón a Bilbao el uno, para enlazar a éste con la zona carbonifera de Asturias, y el otro de San Sebastián a Bilbao, para el enlace directo con la frontera francesa. Este plan fué en pocos años, y, por desgracia, desbaratado por el éxito del de vía estrecha de Durango, que dió lugar a su prolongación a Zumárraga, primero, como medio más económico de acercarse a la frontera; y a su rectificación por Elgoibar a San Sebastián, después, con el mismo fin. El ferrocarril de La Robla a Valmaseda, proyecto de Zuaznábar, también de vía estrecha, pareció seducir igualmente y llegó a realizarse por más económico, para acercar otra cuenca carbonífera que la Asturiana proyectada por Solaegui, la de León, y así también el otro proyecto, como el de la frontera, sucumbió sin realizarse.

No pasaron muchos años sin que Eduardo Aguirre, sus hermanos y don Eduardo Coste, tendieran otra vía estrecha a Las Arenas, paralela al tranvía y que acercaba nuestra primera playa a la Villa; en forma tal que era un asombro, pues, según Adolfo Guiard dijo al inaugurarse, «sacas el pañuelo en Las Arenas y para cuando te suenas, ves San Mamés».

El tranvía, por la otra orilla, a Portugalete, no se hizo esperar; allí fué otro bilbaíno, muy inteligente y de muchas vicisitudes en su vida, Pepe Vitoria, el propulsor; y como consecuencia y para equilibrar ambas orillas; el mismo Solaegui lanzó el de vía normal a Portugalete, proyectado y construido bajo la dirección del inolvidable Pablo Alzola y cuya estación de Bilbao, que se llamó «La Ermita de San Pablo», y que se creyó inestable, por ser de madera, está aún en uso después de más de 40 años.

Valentín Gorbeña, magnifico ingeniero que tanto contribuyó también al progreso futuro de Bilbao, con un grupo de encartados, construyó el de Zorroza a Valmaseda. A éste enlazaron el proyecto de La Robla, y algunos años más tarde, el de Santander-Zalla y el de Castro Urdiales, que lo hizo el señor Bores y Romero; y entre el final de esa década y principios de la que ahora estamos en estas memorias, se hicieron el de Plencia, el de Munguía y el de Lezama. Si se considera el número de kilómetros, el capital, la obra ejecutada. y el tráfico que todo esto suponía para el porvenir, y se relacionan con la población de Bilbao de entonces, se ve que el esfuerzo es enorme.

El resultado no se hizo esperar. Yo recuerdo que durante los primeros años de funcionar el ferrocarril de La Robla a Valmaseda, la estación de empalme con la línea de Portugalete, que era Zorroza, estaba abarrotada de bultos, muebles y camas que se exportaban para aquellas regiones de León, hasta entonces incomunicadas y donde parecia que nadie había dormido en cama. El tráfico fué en todas las líneas superior al calculado y se convirtió Bilbao en el centro de extensa región, a la que servía comercialmente.

En el interior de la Villa, aquel Michel Atristain, magnífico en sus chirenadas, y bilbaíno inteligente y previsor, obtuvo la concesión del tranvía urbano, sustituyéndolo a la narria y al carro.

Se hicieron los puentes de San Francisco y la Merced y se rehizo el de San Antón, el Mercado de hierro, que reemplazó a los antiguos toldos, la nueva Casa Consistorial, el Teatro de Arriaga y, por último, una gran parte del Ensanche, hasta la mitad de la Gran Vía, que suponían un gran esfuerzo de construcción y urbanización.

Hubo alcaldes como Pablo de Alzola, Eduardo Victoria de Lecea y otros, que, con celo e inteligencia, se desvelaron por el progreso de Bilbao; ingenieros como Hoffmeyer, !barreta, el mismo Alzola, Valenlin Gorbeña y otros, que prestaron muy inteligente colaboración.

En la ría se había hecho ya los cortes de Deusto y Elorrieta, el dragado principal, zonas muy grandes de muelles cargaderos, accesos de vías y caminos y se utilizaban las orillas con grúas y almacenes.

Y, por último, bajo la dirección de don Evaristo Churruca, se estaba ya construyendo el puerto exterior.

De otras mejoras, el teléfono, que fué primero concesión de Federico Echevarria, la Electra de Bilbao, la de Baracaldo y, más tarde, la de Erandio, fueron también mejoras de interés.

Todo este volumen de obras y trabajos, que sólo van escuetamente enumerados y aun incompletos, dirigidos en todos sentidos, con un ardor y empeño grandes, son dignos de tenerse en cuenta, y más si se medita que, en ese período, la minería se desarrolló muchísimo, la navegación empezó a señalar lo que había de ser más tarde, iniciada en su forma moderna por el inolvidable Eduardo Aznar; el comercio también habla ido en auge, y la industria tomaba ya vuelos en Allos Hornos, Mudela, «La Vizcaya», Iberia. Aurrerá, Bolueta y otras fábricas precursoras de su gran expansión futura, propulsados por los Ibarras, Vlctor Chávarri, Martínez Rivas, Urquijo, Federico Echevarría, Fernando Alonso. Mazas, Arellano y otros.

Habla y hay para entusiasmarse ante un balance semejante y para enorgullecerse de un pueblo que nada había descuidado para su bienestar y progreso. y que lo habla realizado solamente con sus propios recursos y trabajo.

Pero aquí he de suspender este paréntesis de admiración a Bilbao, para seguir con mis recuerdos más íntimos de amistades y relaciones.


En las afueras

HABÍA yo adquirido una casa de campo en Olaveaga, ya cerca de San Mamés. y llamada «Indauchu», que, en un tiempo. fué de la familia de Gana, e inmediata a otra más cercana a la ría, de la familia de Urrecha-Bergareche. mis parientes, que tuvo el mismo nombre y que, en el siglo xviii, debió de ser una finca de lujo, a juzgar por escenas de fiestas en la misma, que se conservaban en cuadros de la familia, y por restos de estatuas, fuentes y plantaciones que aún existían. La que yo adquirí era de más extensión, pero estaba más rústica y descuidada. Federico Borda, el buenlsimo amigo y excelente arquitecto, se encargó de la reconstrucción y adaptación, y allá me fui a vivir, utilizando la cercanía de la estación del ferrocarril de Portugalete, que me comunicaba con Bilbao y con Zorroza, donde estaba la fábrica en que estaba interesado y trabajaba. Pacho Gaminde me ayudaba a resolver mi mobiliario e instalación, siendo obra suya una faisanera y un pequeño estanque del jardín, que lo adornaron. Cuando ya nos instalamos, gustaba de venir a cenar temprano y al aire libre, preguntando antes, por teléfono, si habría «arbejas con patatas», por las que tenía predilección.

En la vecindad, la familia de Novia de Salcedo y sus sobrinos, los Berástegui, y la familia de Castet, cuyas propiedades eran lindantes, nos hicieron grata compañía en la estancia, sobre todo en tertulias otoñales e invernales, en las que se jugaba a las cartas o se hacían, en común, exquisiteces de mesa y bodega, como dulces, rom, anisete, etc., o se discutían mejoras de jardín, huerta y corral, con intercambios, muestras y consejos mútuos.

En aquellos primeros años de estancia en «lndauchu», Ignacio Zuloaga. que aún pasaba los inviernos en París, venia temporadas a Bilbao, donde siempre fué bien acogido, y escogió mi jardin para pintar «en plein air», como era entonces el furor de la nueva generación.

Hizo, así, un retrato de mi mujer y otro mío, que conservo con cariño, a pesar de que, por tratarse de época en que aún estaba formándose y sin definirse, como lo hizo más tarde en Sevilla, me los ha pedido después varias veces, sin duda, por no dejar tras suyo obras incipientes. Pero ese mismo motivo, de ser una señal de su evolución y el recuerdo de nuestra vieja amistad en aquellos días de juventud tan agradables, me hace conservarlos con aprecio.

Me regaló, además, una tabla con mi retrato en actitud de tocar el violoncello. El que hoy es tan grande y admirado artista, era un modesto muchacho que luchaba bravamente por su porvenir y su gloria. Varias generaciones de artistas, dibujantes, repujadores y grabadores y su padre, don Plácido, habían hecho ya brillar su apellido, pero estos restos atávicos de familia y su talento natural eran sus únicos recursos. Fué formándose a sí mismo con admirable tesón y buen sentido.

Más adelante me encontraré en Sevilla con él y podré seguir la historia de su carrera, tal y como yo la sé y por el interés que tiene no sólo por sí, sino por el influjo que ejerció sobre los artistas bilbaínos y porque en Bilbao se le consideró como uno de casa.

* * *

Enfrente, en Deusto, solía yo pasar entonces agradables ratos con otro excelente amigo perdido, Juan José Basabe, que, como su hermana Gertrudis, una de las mayores bellezas de Bilbao, se nos fué pronto y en plena juventud. Tenía en su casa de Deusto colmenas, a las que era muy aficionado, así como a los frutales, y como había sido compañero de carrera en Valladolid y era tan bueno y agradable, conservo grato recuerdo de él y sentí mucho su muerte.

* * *

En Zorroza, donde estaba la fábrica y mi escritorio, pasaba gran parte del día. Con el fin de no hacer cuatro viajes diarios, jefes y empleados almorzábamos allí, y en el piso alto de las oficinas se hizo un comedor con vistas a la ría, que decoramos con paneles pintados sobre motivos bilbaínos. Anselmo Guinea hizo los dibujos a la acuarela, que otro pintor joven trasladó ampliados, y al óleo, a las paredes. Estos eran: «El angulero», «El chimbero» y «El cazador de branque», que en este libro se publican.

Allí solía venir Adolfo Guiard a pintar en el muelle y almorzaba con nosotros, y de entonces es el retrato que publico, sentado en un serán, pintando en dirección a Luchana.

Hilario Sertucha, el muy bilbaíno, le excitaba y Adolfo desbordaba.

Una temporada, almorzaba allí un ingeniero belga de la fábrica y que, recién llegado aún, no sabia castellano. Estaba atento a todo y consultaba el diccionario a cada paso. Pero allí se volvla loco. Así, silbaba un vapor en la ría e Hilario, mirándole y explicándoselo, le decía: Chiflo; él miraba al diccionario y no encontraba aquéllo; luego le enseñaba dos pedazos de pan y le decía: esto es «currusco» y esto «mamín», y tampoco parecían aquellas palabras en el léxico de la Academia.

Se hablaba de comida y de bebida, de chirenadas y de amoríos de la época, pues Adolfo no resistía el hablar de industria; Hilario, que era joven entonces y soltero, en cuya virtud persiste, nos contaba graciosas aventuras y ocurrencias, como ésta que no olvido.

Parece que le tenía puestos los puntos a una bonita costurera que a él le gustaba mucho, pero a la que no habla conseguido hablar aún. La seguía en la calle y buscaba ocasión de acercarse, hasta que un anochecer, pasando por las «siete calles», la vió doblar, yendo sola, hacia un cantón. Hilario se apresuró y, acercándose y con la emoción del caso, empezó apenas a decirle dos palabras de saludo, cuando ella, volviéndose descompuesta, lanza a nuestro fino chimbo la siguiente perorata: -Caballero, ni un paso más; el amor así es imposible. No turbe usted la tranquilidad de mi corazón.

Hilario, el hombre de conversación tan llana y bilbaína, se quedó aterrado y mudo ante aquella serie de frases románticas y para él incontestables. -¿Y qué hisiste?, le preguntaba Adolfo. -¡Bah!, pues dejarle; era una lerda que leía novelas de Rodolfos y así.

Nicolás Tous, catalán, ingeniero y socio de la fábrica, que también asistía a estos almuerzos, era otro amigo interesante. Por su miopía vela tan poco que, según decia y sin exageración, «borraba a veces con la nariz lo que marcaba con el tiralineas».

Montaba en bicicleta, y un día que buscaba pintura luminosa para sus viajes por la noche y diciéndole nosotros que fuera mejor el farol, nos contestó que no, porque aunque el farol daba más luz, a él que no veía no le servía; en cambio, dándose pintura luminosa en la cara le veían los demás a él y no tropezaría con nadie.

Adolfo le querla mucho, y le admiraba, salvo en lo de ingenierla, ya que era la profesión que, según él, más «contribuía al destrozo del mundo y de la vida». -El ingeniero- decía-, es el salvaje moderno, que en vez de flechas usa tiralíneas.

En otra ocasión, vino a la fábrica el inventor de un soldado mecánico de hierro. Se fundía un soldado de tamaño natural, se le llenaba de cartuchos, y con unas ruedas y una cadena disparaba sin cesar por el fusil con que apuntaba. Se le colocaba de frente al enemigo y no había quien le resistiera y ... claro está, se ganaba siempre la batalla.

Pero había que hacer muchos y baratos. Tous le oyó muy atento y serio, miró los planos, le felicitó y elogió el invento, pero con mucha dulzura le hizo la observación de que si el enemigo se acercaba a gatas, fuera de la dirección del disparo fijo, y les daba vueltas a los soldados, éstos tirarían a su bando y eso seria una catástrofe.

Entre otras originalidades que luego saldrán en estas memorias, tuvo por entonces la de hacer una expedición a Ostende, en bicicleta, desde Bilbao y con Nanon Gorbeña. Lo de la bicicleta era nominal, pues en realidad iban en coches landós alquilados, de pueblo en pueblo, con las máquinas colgadas de él. De cada pueblo mandaban al Kurding, largas crónicas graciosísimas, descubriéndolos, y en esa forma tardaron dos meses y medio en volver.


El Chacolí de Isidro

LAS tardes buenas de primavera y al salir de la fábrica, era un gran solaz nuestro el Chacoli de Isidro, en Deusto. No estaba hecho aún el pequeño corte que se dió allí, frente al lugar que ocupan los cargaderos de la linea de Santander, próximamente.

Y, ¡qué tardes tan preciosísimas y encantadoras! ¡Qué casa la de Isidro, con su hermosa parra, rodeada de perales en flor, sobre una campa verde y fresca, surcada por los canalillos que la regaban y saneaban!; detrás, las huertas, y más lejos, Archanda y Banderas iluminados y dorados por ei cálido sol de la tarde. ¡Eran fondos de cuadros de Guinea!

La mesa, puesta debajo de la parra y junto a la campa, con sillas rústicas y seranes para asientos. En uno de los extremos el jarro, rodeado de vasos forales, y que, por cierto, tenían de forales lo que nosotros de polacos, pues procedían de un saldo que quedó a un tendero, después de una iluminación famosa con lamparillas de aceite, y que los despachó luego a los aldeanos para el chacolí. Cada uno, al llegar, viniese de Zorroza o de Bilbao, saludaba y probaba un vaso, mirando al trasluz antes, y paladeando, después, daba su opinión.

Pero, a pesar de que entre los asistentes venían autoridades como Víctor Gaminde, Pedro Collado, Guinea, Hilario, etc., allí no había, ni podía haber, más autoridad ni fallo que los de Adolfo. Llegaba el primero, y decía, rotundamente, cuanto había de decir, sobre todo si se trataba de probar el mosto nuevo del año: -Sí, Isidro, ya está mejor, ya te dije el año pasao y ya has hecho; le has tirado más de la verdeja, pero, en todavía, tiene mucha tintorera. Esa verdeja que te traje yo de Burdeos, ésa, si la cuidas bien y la coges madura, ésa es la uva para ti. Llegarás a hacer un Chateau Isidro, como de darle a los dioses del Olimpo.

Luego, cuando ya llegaban los nueve o diez amigos, salía Anselmo Guinea de la cocina con una cazuela y con sus sopas maravillosas de mariscos, de pescado, de carne y hasta de gaviotas, pero todas riquísimas. Eran aprendidas en Italia y algunas llegaban a tener hasta siete hervores, empezando el primero con una capa de caldo, pescado, rajas de pan y vino blanco, parándolo al empezar a mermar, poniendo la segunda, tercera y hasta la séptima capa con iguales cuidados. operaciones y paradas, y sacando después, y ya a punto, a la mesa la cazuela.

Adolfo las discutía mucho, sobre todo por su procedencia italiana, pero las tomaba encantado. Otra especialidad de Guinea eran las ancas de rana, que las ponía deliciosas también, y las bermejuelas.

Cuando se presentaban barbos a Adolfo, se ponía furioso; decía «que no eran más que un puñado de barro mezclado con un paquete de agujas». Tampoco gustaba del bacalao y ya he explicado su teoría sobre él.

También los pimientos verdes en cazuela hacían lo suyo, y no digo nada de las caracoladas picantes, que cuando se probaba el mosto eran el único plato, con sendas repeticiones. Se servía el mosto en jarritas en vez de vasos, para que no hiciera mal efecto la poca transparencia de la bebida.

¡Qué delicia de tardes inolvidables, qué ambiente, qué compañía, qué de gracia y qué de chirenada derrochada!

* * *

En aquellas grandiosas sobremesas, nos explicaba Adolfo lo más íntimo de sus convicciones. Su incompatibilidad con toda disciplina, asustándole la «militar», «por tener que ponerse pantalones rojos y cenar a toque de corneta»; o la eclesiástica, al ponerse sombrero de teja o roquete.

Nos explicaba lo inteligente de su perro, al que, por desprecio a las finanzas, le llamaba «Cupón». y que, junto a su cama, al despertarse, lloraba si iba a llover. Las ventajas de ser «!odo un insolvente» ante uno de «cuenta corriente» y la mentalidad de varios señores, que él conocía, muy religiosos, pero que, según explicaba, «tenían un ojo en la Divina Providencia y otro en la cuenta corriente». Otras tardes nos explicaba lo que eran la anexión y la civilización; la primera era sólo «la explicación internacional y jurídica del afano: «te quitan el reloj y no es más sino que se han anexionado el reloj». En cuanto a la sivilisasión, explicaba que se imponla en el mundo, porque cuando «sobraban en Mánchester diez mil millones de metros cuadrados de algodón asul», los metían en un barco y se acercaban a una costa de negros, felices, que saltaban alegres sin traje alguno. -¡A vestir!, les gritaban del barco. -No nos da la gana, decían los negros. ¡Pum!, un cañonazo. -¡A vestir!, les repetían. -¡No queremos! ¡Pum!, otro cañonazo, y, a la tercera, les mandan ¡un fraile! y, al fin, les venden el algodón a los coitaos, y también aguardiente y les ¡sivilisan!

Al anochecer de esas sobremesas sentía verdadera adoración por la luna, le parecía el astro más humano, la miraba al través del chacolí y, en su exaltación, le llamaba «pichona», y decia sentir «la evidencia de que era un astro tan grande, que no sólo parecía tener inteligencia, sino que, sin género de duda, hasta digería».

Alguna vez, un cosechero cantaba, en vascuence, el «eche zuria», celebrando las delicias de la vida del campo.

Luego, cada cual se iba esfumando a casa, con cita para otro día.

Por aquellos tiempos debió ser la famosa arlotada de Adolfo, aventura semi-misteriosa y que nunca pudo aclararse bien. Lo que pudo saberse, y quedó como versión oficial, pues aunque él no confirmaba, tampoco negó, era que, con ocasión de la venta de uno de sus cuadros, arrejuntó, que era lo difícil para él, unas pesetas y se decidió a gastarlas a toda expansión de libertad.

Alquiló un gabarrón en Olaveaga, lo llenó de todas las cosas de comer, beber y arder que encontró a mano en los «Chipestores» del Desierto; telefoneó a unos amigos de los de Paloca, pidieron remolque a un barco que salía y se fueron a la mar. El práctico del puerto los vió y conoció, y, como por la noche no volvían, avisó a Bilbao por la mañana siguiente, algo alarmado de no verlos. Una casa armadora de remolcadores, y amigos de Adolfo, dió orden de explorar, en sus salidas, para dar con el gabarrón, que no se suponía lejos.



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Retrato del autor de este libro por Ignacio Zuloaga
Tabla al óleo.-1893



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Adolfo Guiard trabajando en la Punta de Zorroza
Fotografía tomada por el autor en 1898

En efecto, frente a Castro, estaba a la deriva. Lo vieron, se acercaron y preguntó el capitán: -¿Qué hacéis ahí? ¿A dónde vais? -Ya ves, no hacemos nada, ni queremos ir a ninguna parte, aquí estamos bien-fué la respuesta.

Pero, a pesar de ella, les engancharon con un chicote y los llevaron a Olaveaga, evitando se deshiciera el gabarrón en las peñas.

La expedición no fué, pues, larga, pero eso si, intensa, en lo que más amaba Adolfo: en independencia y libertad.

Hablando de esto, solía también decir. que el tipo más aproximado de hombre feliz era «el afilador», que, con su rueda y herramienta, vive y se traslada, con taller y todo, adonde quiere.

También tenían fama en Bilbao entonces otros chacolís, como los de Lecanda y Orueta, en Begoña, pero aquel de Isidro, y también «Arbola-gaña». de lbarrecolanda, fueron de los buenos.

En Bilbao, «Chinostra», en la calle Somera, hizo furor por los riñones en salsa sobre todo, y en Achuri, «Paloca». cuya conocida canción se cantaba a veces donde Isidro:

Cuando nos trae Paloca
vino de Rioja, del superior,
todos los parroquianos le vitoreamos
por su elección.

Pero, cuando nos mete
gato por liebre, ¡válgame Dios!,
vaya al diablo Paloca,
que tiene cosas de timador.

Con el ¡ay!, y más ¡ay!,
que viva el barrio de Achuri,
la taberna de Paloca,
¡ay, ay, ay, ay!

y seguido y en aire más vivo:

La chanela de Polón,
la remanga de Julián,
cuando suba la marea
qué de mubles... cogerán.

«El Amparo», de cerca de Cantalojas, era otro famosisimo centro de atracción culinario. La famosa «Felipa» era una cocinera notable, especializada en varios guisos, siendo el bacalao en salsa indiscutible, y sus tostadas de manjar blanco para carnaval algo fino y riquísimo. Alli había celebrado yo mi despedida de soltero, con la conmovedora lectura del Epitalamio y todo.

Y no he de dejar olvidado al hablar de cocinas y chacolis al más clásico chacolinero de nuestra época. Aunque de mayor edad, era Castillo, el relojero, el más inteligente en calidades y cosechas y el más fervoroso y delicado entusiasta, no como gran bebedor , pues era parco, sino como amante de nuestro vino local.

Nosotros, como menores, no lo tratábamos, pero de vernos alguna que otra vez en aperturas y pruebas de mosto, nos empezó a mirar con simpatía, hasta que un dia que pasábamos con Juan Carlos Gortázar por la Plaza de Santiago, se acercó a él casi rozándole y sin mirarle le dijo al pasar y a media voz: -Mañana se abre en Lecanda. Juan Carlos no bebía, pues estaba hacia tiempo ya a régimen lácteo pero el aviso era serio; fuimos allá y, en efecto, allí estaba él, y el chacolí era delicioso. Aquello nos dió motivo para conocerle y tratarlo después, con todo el respeto debido al decano y jefe de los chacolineros de entonces y todo el afecto que se merecía hombre tan bueno.


El Kurding

SE ha hablado bastante de esta Sociedad y casi siempre con perfecto desconocimiento de lo que fué. Se ha querido a veces presentarla como un grosero alarde de incontinencia y una cínica jactancia de la borrachera entre señoritos.

Nada de eso.

En primer lugar, la Sociedad no se llamaba «Kurding», nombre que le pusieron los maliciosos de fuera: se llamó «El Escritorio», y según el inolvidable «Chato», nuestro buenisimo Ramón Real de Asúa, ese nombre era «para poder decir a todas horas y a todos, que «vas al Escritorio», y no te siguen, y así te dejan en paz con los amigos».

La Sociedad fué la continuación de la de «EI Choritoqui» que, harta de subir escaleras, se trasladó a un entresuelo del Arenal, frente al teatro.

Fué, desde su nacimiento hasta su extinción, unos 14 años después, la reunión de amigos más agradable, afectuosa y cortés que pueda soñarse, ya que jamás entre sus 28 o 30 socios hubo la sombra de un altercado ni disgusto serio.

Bastarán citar dos cosas que no pueden ser más convincentes en ese punto.

Su reglamento.-Estaba escrito en el pergamino de un pandero y colgado en la pared y decía como artículo único: «Dentro del local de la Sociedad, cada socio podrá hacer lo que le dé la gana, siempre que no moleste a los demás».

Su administración.-No había junta, ni presidente, ni secretario, y, solamente por turno y entre los voluntarios para ello, uno de los socios quedaba investido de plenos poderes, y con el pomposo título de cLa Comisión», hacía lo que le parecía conveniente, hasta vender los muebles y cerrar la Sociedad, y sin que nadie le pidiese cuenta de nada.

Y yo desearía que, con esa constitución y ese gobierno, se ponga en prueba y experiencia a igual número de personas y en cualquier país, para ver si se obtiene un resultado parecido de alegre y simpática unanimidad en tantos años.

Aquello fué un altísimo modelo de lo que, desgraciadamente, en nuestra época de intransigencias, fué más raro. Fué modelo de tolerancia, bendita fuente de unión entre los hombres, y fué modelo también de lo que puede dar de sí el respeto mútuo, que, como es natural, exalta el respeto de si mismo, y así, en medio de las más desbordantes alegrías de aquel rincón, ninguno de sus socios dió espectáculo alguno malsonante, ni desagradable, ni que para nada trascendiese.

Pero, como en todas partes hay quien sufre de la alegría ajena, quien cree también todo lo malo que oye y que sobrepone la intransigencia a la misma razón y realidad, no faltó quien, desde el primer momento, se encargó de extender invenciones y cuentos con fuertes colores, fantasías y supuestos sobre aquella alegre y sana reunión de buenos amigos. de la que hoy, con el aval del tiempo transcurrido. podemos afirmar no salió ningún hombre de vida dudosa. y en cambio, si quedaron hombres de los de más relieve y valla hoy en Bilbao: en la Banca, en la Industria, en la Navegación, en las Artes y en la Beneficencia.

«La Comisión» se desvivía por buscar recursos y hacer grata la estancia, había cuotas fijas y voluntarias, loterías y multas por faltas a almuerzos o cenas, y pagaderas en especie comestible o bebestible. Enrique Borda fué excelente «Comisión» por mucho tiempo.

El decorado lo hicieron Manuel Losada, Guinea, e Ignacio Zuloaga, en sendos paneles pintados al oleo y pegados en las paredes: el mobiliario, sencillísimo, era de sofás y butacas de gutapercha, sillas, mesas pequeñas, una mesa de billar y un piano. En un rincón. una pequeña Venus del Milo en yeso.

Por paredes y rincones había colgadas cuantas cosas heterogéneas y extraordinarias pueden imaginarse, pero casi todas de interés bilbaíno.

Lo principal era una colección preciosa de armas varias: espingardas, trabucos, fusiles y armas blancas, que pertenecieron al famoso «Moro Vizcaíno», José María Murga, caballero que, por su extraordinaria vida en tierras árabes, fué llamado así, y que su hermano, el muy simpático Manuel Murga (Manu), nos las trajo, teniéndolas nosolros en grandísima estima.

Estaba alll también la cabeza de «don Terencio», el primer don Terencio, padre del actual, y del grupo de gigantes que unos cuantos concejales, que estimaron que pueblo «culto» equivale a pueblo triste y aburrido, y, sin más consideraciones, los suprimieron y malvendieron.

El silbo de «Chistu» (Chango), el gran tamborilero de mediados del siglo XIX, también estaba allí.

Fotografias, dibujos, recuerdos, cosas exóticas, sombreros mejicanos de casa de los Palacio, caretas chinas y japonesas traídas de Manila, vértebras de pescado en bastones, instrumentos musicales de todas clases, tiempos y formas, telas raras de la India y vulgares percalinas, una reproducción de la primera comunión de Guiard y otra innumerable variedad de cosas difíciles de recordar.

Para evitar el ponerse en mangas de camisa el verano o suplir la poca calefacción del invierno, se hicieron, para los socios, unas batas de franela ligera, con capuchón y esclavina; las de los solteros eran encarnadas; blancas para los casados, y morada para el único viudo de la sociedad.

Como en el Choritoki, había fiestas obligatorias el día de Inocentes y el dos de Mayo y también periódico extraordinario ese día y de colaboración general.

Además, había otras fiestas, como «la del trabajo», el 1º de Mayo, que empezaba a celebrarse por entonces. Esta la presidía Ricardo, a título de no haber trabajado nunca, lo cual no era exacto, pues, como ya se dirá, cuando se ponía a pintar era un trabajador formidable.

A las fiestas venian también amigos que, como Adolfo Guiard, no eran socios, y éste solía decir que celebrar la fiesta del trabajo era una barbaridad, ya que éste era una cosa antinatural.

-¿Habéis visto a otro animal que el hombre pedir trabajo?, decía. Había otras fiestas, con invitaciones, para las señoras de las familias de socios, con preciosas sesiones de siluetas y sombras, hechas por Losada, y recitados alusivos, con letra de Juan Carlos Gortázar. En cuaresma se servía, en estas fiestas, a las señoras, colación con sopa de ajo, coliflor y dulces secos.

Hubo también concursos, entre ellos uno de carteles, que fué magnifico, en que se dió el primer premio al de Ramón Real de Asúa, por su adorable sencillez, ya que anunciaba a «Montes, sombrerero», con dos rayas en conos irregulares y debajo la palabra «sombrerero».

Otras, exposiciones de pinturas, obligatorias a todos, y, entre las cuales, sobresalió también Ramón, con un cuadro naturalista, en el que, sobre un fondo azul oscuro, había tres rayas verticales con puntas rojas, que eran tres faroles, y dos horizontales, que eran las orillas del Nervión. En el centro, o sea en el rio, se veían hasta doce angulas verdaderas, cocidas y clavadas con alfileres al lienzo, en actitud de nadar.

Hubo exposiciones parciales de pintores y aficionados y, de éstas, la más celebrada, fué la de Ricardo Gaminde, cuando al llegar de Bruselas, donde estuvo pintando dos años, y adonde llevó, por cierto, sus almohadas de Bilbao para dormir; trajo, como fruto de aquella larga temporada de trabajo dos cuadros de los cuales, el uno era «Las Arenas» y el otro la «Plaza Vieja de Bilbao».

Aunque había también sesiones musicales serias, las más usuales eran al piano, a cuatro manos, por Javier y Juan Carlos, y en las que, cuando tocaban la tetralogía de Wagner, los pocos iniciados protestaban callando, pero alzando los puños cerrados como amenaza. Esta escena fué reproducida por Losada en un panel. Pero lo mejor y más característico de las reuniones, eran las «cenas habladas», en las que se contaban y se oian las cosas más divertidas.

Con la simpatía que Ricardo Gaminde despertaba en todos, había interés, siempre, en conquistarle para que se quedara a cenar y nos contase las cosas rarísimas que él contaba, y que cuando se le motejaba de trolas, aludía siempre a un libro que él tenía, pero que nunca vió nadie. Se resistía a quedarse «por guardar su régimen» y «tener en casa la medicina». Se le convencía de que, trayéndole a la cena el frasco, podría tomar su cucharada y cenar; luego era «la píldora, para tomarla al postre», la que le impedía, pero trayéndole la caja ya todo era posible.

Una noche se nos paró en la sopa diciendo que se sentía malísimo, sin poder explicarse lo que tenía. Todos, interesados, le cercábamos a preguntas. «Doler, no le dolía nada, pero estaba muy mal». Por fin dió con la causa. Era... que reflejaba la luz de una lámpara en el caldo y parecía «como cuando vas por el Campo Volantín de paseo y da el sol a la ría». Aquello le ponía malo. Poco a poco, la cena y la conversación le templaban, y contaba asuntos de cuadros simbólicos de pintores de Bruselas, como el de un amigo suyo, que fué un asombro, pintando uno que simboliza el terror. Era mitad negro, y esta parte era el Cielo, y mitad blanco, y eso era la Tierra; de ésta, salía una paja amarilla, larga, con una espiga; en la espiga brillaba un ojo y, alrededor, volaban siete insectos, que apenas se veían.

Luego discutía temas como el que «el hombre es más resistente a la fatiga que los animales», y citaba, en prueba, a un amigo suyo, que salió de Berlín a pie para San Petersburgo y, para no aburrirse, llevó escopeta y perro. Al salir de Berlín, el perro iba siempre por delante de su amigo; a mitad de camino, a su lado; y al llegar a San Petersburgo, ya tenía que ir tirando tiros sin parar. Y callaba. Le preguntaban: -¿Y para qué tiraba? -Pues, para despertar al perro, porque se le dormía y venía detrás.

Otro día se hablaba de perros, y él aseguraba que, para guardar una casa, el mejor perro es el de «Arabia». Nadie sabía por qué; y, entonces, explicaba que esos perros «ladraban constantemente y, cuando sentían ladrón, callaban». Y así, con una seriedad que descomponía, porque, además, todos le sabíamos muy inteligente, seguía contando cuanto tiempo se quería. Al final de la comida cantaba canciones francesas rarísimas y hacía gimnasia ordinariamente, tirando libros de plano a la pared y de lejos, que, según él, era lo más difícil e higiénico como ejercicio.

Algunas noches, después de estas cenas, pintaba, y como modelo tomaba al mozo. Se iban todos a casa y seguía el retrato, que, naturalmente, salía lívido y dormido. Una madrugada, a las seis, le faltó pintura blanca, dejó al mozo dormido, salió callando, fué a su casa, cogió un tubo de ese color y volvió a pintarle dos horas más.

No podía darse caso de mayor ardor artístico; ¡y luego decíamos que no trabajaba!

Hacia Navidad, el magnifico amigo e inolvidable Alberto Aznar, encargaba un carnero a Inglaterra. Cuando el carnero llegaba había una cena solemne, y Alberto, puesto en pie, descuartizaba magistralmente la pierna asada y nos servía devotamente, gozando él lo indecible viéndonos saborear y saboreando.

Nos daba conferencias prácticas y documentadas sobre el chorizo, trazando y probando, con irrefutables argumentos, la aplicación distinta del de cada procedencia, bien fuese para cocido, para asado, para frito o para mezclarlo con otras cosas, o el especial para comerse crudo, y hacía filigranas en la distinción, probando o haciéndonos probar diez o doce clases y en formas distintas.

Como la risa de Alberto, por lo franca y espontánea, era la más comunicativa de todas las risas, aquellas cenas eran como para dejar baldado al más triste.

Después de algunas de ellas, y como consecuencia de las discusiones, sucedieron cosas sabrosas.

Una noche, Ricardo sostenía que el pescar angulas era la cosa más fácil que había en cuestión de pesca, y, ante la contradicción, apostó una cena, con quien quisiera, a que él pescaba dos libras en dos o tres horas. Se le aceptó la apuesta y salieron él y Nanón Gorbeña, en un coche de punto, para los Caños y los impugnadores detrás. Después de bastantes dificultades encontraron un angulero, que cedió su puesto a Ricardo por ocho o diez duros. Ricardo empezó a mover el cedazo con mucho ardor y no sacaba nada. Nanón le daba consejos y discutían mucho, pero cada vez se cansaba más, sin resultado. Los demás, desde la orilla, le hacían preguntas burlonas. Nanón empezó a darle «anís del mono», que había llevado a prevención. A. cada sorbo de anís sudaba más y sentía más el peso del cedazo. Y, en resumen, después de muchas breadas e intentonas y ya casi de madrugada, se retiraron con tantas angulas que, según cálculo de Nanón, que las vió, le salieron a más de duro cada una; sin contar la cena perdida en la apuesta y durándole las agujetas dos semanas, en las que no se pudo hablar de angulas en su presencia.

Otra noche, un invitado, amigo muy conocido nuestro y en otra de aquellas cenas, por otra apuesta sobre el juego de billar, salió con dos o tres de sus contrarios a realizarla. A. aquellas horas no encontraron más billar con troneras que uno de un cafetín de la calle de las Cortes. Hubo allí una disputa, y otro concurrente, de un tacazo, le rompió los lentes a nuestro amigo, y, por ello, quedó herido en un ojo, en forma que sus acompañantes lo llevaron al hospital a curarlo. Allí, el encargado de guardia, al tomar la nota para el parte correspondiente, le preguntó por su nombre. El herido, sin inmutarse, contestó: -Luis Coloma. Le miró muy serio el que escribía, volviendo a preguntarle por su domicilio, y a contestarle el otro que vivía «en la Universidad de Deusto». -¡Pocas bromas aquí, eh!, diga usted la verdad. -¿Ocupación habitual? -Pequeñeces, fué la última contestación, a la cual, el que interrogaba y los asistentes, no pudieron ya menos de saludar con una carcajada, llenos de admiración, además, ante aquel caso inaudito de buen humor, en quien tenía dos pedazos de cristal dentro de un ojo.

Además, a diario había cortas tertulias por la tarde y mayores al anochecer. Dos sofás de los de gutapercha, enfrente uno del otro, formaban «el tranvía», y era donde sentados ocho o diez se comentaba la charla. Alli nos contaba «el Abuelo», grande entre los grandes, su sueño paradisíaco en el que vió todo el Arenal, desde el teatro a San Nicolas, convertido en enorme mesa con tapete verde y con ruleta en el centro, más grande que el reloj de la iglesia. Los croupiers, eran todos cobradores del Banco de España y los «puntos» apuntaban con sacos. En «las Acacias» había otra mesa de monte y algo menor, aunque enorme, y en el centro de ella, sentados el uno enfrente del otro, tallaban, la Viuda de Epalza y Barandica, el Director del Banco de Bilbao.

De los demas socios y recordándolos, alternaban con una preciosa variedad de tipos.

Javier López de Calle, el más grandioso de todos, en punto a todas las grandezas, de una apostura, arrogancia majestuosa, ingenio, soltura y elegancia naturales, que nos hacía desearle un principado ruso, sólo por el gusto de verle maniobrar en agua grande, que era indudablemente su elemento. De una cortesta exquisita y de una ironía finísima, tenía siempre a mano una observación espiritual que poner a la menor torpeza.

Su viaje a Suecia con Basterra y Vallejo, comentado por él, era algo muy selecto y deleitoso.

Nanón Gorbeña, con un carácter de niño alegre, dispuesto a cenar, irse en bicicleta a Ostende por dos meses o bañarse en la ría a las tres de la mañana, con tal de acompañar a los amigos: y con el apetito legendario en los Gorbeñas, para los que un jamón o un queso, eran unidades de ración personal y para una sentada de aperitivos o sobremesa.

La inquietud inteligente, decidida, de Joaquín Arisqueta, con sus cuentos versallescos, sus descripciones ingenieriles y sus loas y alabanzas al Pommard viejo, cantando Rigoleto al final de Ia cena con letra improvisada, de la, la, lario, lario, lá; y que Ricardo Gaminde aseguraba eran malagueñas, porque en Málaga decía «todo es de Larios»

La tranquila serenidad y fina sonrisa de Pepe Urigüen, en medio de los cantos de los otros o de las risas de Luis y Alberto Aznar, las relaciones, cantos y bailes de altura, como los de la Gioconda, de Juanito Basterra. El «Chato», recitando sus fábulas encantadoras o haciendo observaciones gramaticales sobre el epiceno y el ambiguo, o sobre si estaba o no estaba bien dicho «la aseite y la vinagre», ya que el puente era ambiguo y nadie pasó nunca «la puente». Sosteniendo que en caso de lluvia el que más corre se moja más, «porque coje la gota que cae donde está y la que va a caer más allá». Era aquel preciosísimo «Chato» el más sano fondo de niño bueno y encantador, con un humor diáfano y claro como el día. A la vuelta de sus viajes, nos enseñaba los sellos comprados para su colección y las jaulas de grillos maravillosas, que en Paris había encontrado. De estudiante, en Inglaterra, aprendió a tocar la guitarra, y viajaba por Escocia, con guitarra y bota de las de cuatro patitas, bien rellena, y un amigo, a quien a ratos en el tren, rasgando la guitarra, le invitaba a que «eche una», cantando y tocando con asombro de señores y ladys, que llegaba al colmo al levantar al aire las cuatro patitas de la bota para echar un trago.

Será difícil que vuelva a nacer hombre más bueno y sano de espiritu, más sencillo y claro, más natural y lleno de encanto humano, que aquel Ramón Real de Asúa nuestro, que hasta murió en un momento de alegría familiar y cuando todo en él y en su alrededor le sonreía.

Tous, el ingeniero catalán de originalísimas ideas y conceptos, también sencillos y semi infantiles, hacía un gran compañero de Nanón, Ricardo y el «Chato».

Pichín, inquieto, alegre, bullicioso, que con Canellas, Ruiz de Velasco, Perico Tutor y otros, hacían la talla de los pequeños.

Eduardo Aznar, con sus concepciones y realizaciones verdaderamente geniales, no sólo de negocios, sino también de viajes, fiestas y comidas; grande, generoso y bondadoso, hasta el punto de sonreír aun a los que abusaren de su amistad. El más hecho entonces a la vida inglesa y quien mejores relaciones tenia en Inglaterra, del Bilbao de nuestra generación. Dispuesto siempre a divertir o socorrer a sus amigos, era, teniendo indiscutible razón para ello, el primer organizador y entrenador de la alegría en la gente joven con plena autoridad sobre todos. Diego Mazas, el muy bilbaino, fino discutidor, que prudente en medio de su aspecto bullanguero, disfrutaba mucho de la sana alegría de los demás.

Pancho Igartua, más prudente, y de un aspecto serio, conmovedor, pero con un corazón siempre joven y bondadoso, y Leopoldo, su hermano, venido de Inglaterra, inseparable de Tous y Pichín, con mucha alegría y expansión también. El pobre Pacho Puente, alegre como pocos, para disfrutar de sus cortos años de vida.

¿Y el Párroco?, bueno y noble de veras, alegre y prudente, pero el más tolerante y expansivo con sus amigos. En ocasiones en que todos reían muy fuerte, Emilio Saracho sonreía, y por esa relativa seriedad le llamaron «El Párroco»; Basterra le decía en broma que era bueno, pero que en cada arruga tenía una picardía.

Luis Astigarraga (Bachi, por ser hijo del otro Bachi), complaciente y bueno como pocos.

Tomás Zubiría, que vino de Inglaterra con ideas ultrademócratas, pero que pronto se fundió a la tolerancia y alegría de las amistades, tuvo siempre la simpatía natural (ángel) que, como en su hermano Perico, era como patrimonio de familia. Gran aficionado a la música, fué siempre protector de cuanto se proyectaba o hacía. Nos daba unas cenas agradabilísimas en su casa, cuando con ocasión de la venida de algún artista nos reunía allí. Treinta y un años después, Francis Planté, el gran pianista. y a sus 84 años, me recordaba aún en Mont-de-Marsan, una de aquellas cenas, después de la cual nos hizo oír con encanto la «Appassionata», de Beethoven: «Chez ce charmant Zubiría».

Más adelante, Guridi y otros compositores, que supo estimular y ayudar, pudieron dar fe de su generosidad y buen empeño en ese punto.

Como presidente del Náutico, que estaba enfrente, abusábamos de él en cuanto socio del Kurding, pues las cuentas de cenas y colaciones se eternizaban y discutían hasta lo infinito. Fué siempre un agradabilísimo amigo.

Tomasito Urquijo, el de alegría más retozona y sana de la reunión y siempre constante en ella. Era el autor del «Coro de Mineros», que reasumía en unos versos, con esdrújulos y cantados con un aire de polka-mazurka, los nombres de todos los principales de la época:

Albizuri. Amézola, Olávarri y Rochet;
Martínez y Chávarri, Gandarias y Kreizner;
Doña Sotera Mier, Salazar y Calón,
La Viuda de Epalza... y Leguizamón.
¡Pom!

Se hizo popular; así como otra polka alusiva a unos «tubitos para vacunar», y otras cosas alegres de él.

En un concurso de opiniones, sobre lo que cada cual deseaba ser, ganó el premio por su deseo de ser viudo de Epalza.

Cazador y bailarín, agilísimo y vivo, era otro elemento importantísimo de la más sana alegría en la sociedad.

Enrique Aguirre, aunque de más edad que nosotros y muy agotado físicamente, aún venía a cambiar chirenadas y sostener discusiones, las más extraordinarias. En una ocasión. después de haber sufrido un régimen lácteo severo, bastante largo, y el día que le dejaron comer, nos llamó a los jóvenes a su cuarto, destapó unas botellas y para acabar solemnemente con el régimen, rompió a paladas un cántaro de leche que había traído a prevención. Sus viajes a Constantinopla y Oriente con su hermano Eduardo, hicieron época; distraídos hasta lo increíble, iban dejando su ropa en cada hotel de parada, hasta llegar a Bilbao con dos toallas de hotel en rada baúl por todo equipaje, con desesperación del ama Raimunda, al verlos llegar a casa.

Su distracción más sonada fué la de acostarse una noche los dos hermanos en un cuarto de dos camas de un hotel; no habia aún luz eléctrica y con la vela de una palmatoria leían en la cama. Enrique quiso fumar y pidió cerillas a Eduardo, que se proponía dormir: «No tengo», dijo éste, y entonces Enrique, molesto de no poder encender su cigarro, sopló la vela, la apagó y se durmió.

«Guardamino» llamábamos a Emilio Vallejo, que tenía fama de guardarse ante las bromas y estar siempre en acecho, pero eso no impedía que tuviera un gran humor y tocase en el cornetín, cuando era del caso, una polka famosa, restos de su repertorio, cuando de muchacho tocaba por afición en la Banda de Portugalete, y que hacía nuestras delicias.

Felichin Gaminde, hermano de Ricardo, alto y delgado como él, agradable y cariñoso, fino de espíritu y de educación exquisita, tenía exuberancia de simpatía natural y era de carácter tolerante y entrañable para sus amigos.

«El Rioja» (Fermín Moscoso), un rio¡ano grandioso y jovial, que sabía una cantidad de juegos de cartas que no tenia fin.

Fernandito Zabalburu. fino y agradable, siempre intachable y quien nadie consiguió jamás ver con las botas ni ligeramente empolvadas, ni con trazas de barro.

«Pepe el Foral» (Luis Gortázar), primo de Juan Carlos, de gran humor, a quien así le llamábamos por ser capitán de forales.

Y siempre, Juan Carlos, Javier Arisqueta, Manuel Losada; y en visita frecuente, Zuloaga, que se iba a París a sus trabajos largas temporadas; Manuel Murga, Enrique Careaga y otros amigos queridos.

De vez en cuando, extranjeros agradables, como Franck Dixon, amigo de Eduardo Aznar, y un famoso francés que cayó por allí, y como tuviese empeño en aprender castellano, y para enseñarle a contar, se jugaba con él a la lotería a precio alto el cartón. Se cantaba todo menos números: «los dos patitos, la niña bonita, los anteojos de Mahoma, arriba y abajo, etc.»; el alumno abría los ojos mucho, no entendía y perdía el pelo, y fué tal la atención que tuvo que poner, que aprendió números, motes, significados y cuanto hubo que aprender en poco tiempo.

Cuando Tous fué a Cuba por asuntos de nuestra fábrica, en el «Escritorio» se le encargó al despedirlo que trajese un «Líbano», pájaro raro, y base de un cuento-trola de Pacho Gaminde, que ya saldrá en estas páginas. Tous volvió, y de Santander avisó que llegaba por vapor en día fijo y con el «Líbano». Salimos en pleno día a recibirlo al muelle del Arenal; Ramón Real de Asúa se tiznó la cara de negro y, con pantalón blanco y jipi, cogió la jaula del barco y vino a pie hasta la Sociedad detrás de la comitiva, hablando en gringo. El loro hablaba, pero decía cosas terribles; se le puso palo en el salón y allí vivió mimado con chocolate, terrones, cognac, etc.

Se compuso en su honor una habanera. cuya letra era de Juan Carlos y la música de éste y de Sainz Basabe. Se hizo popular, y al año siguiente se tocaba por la música en los toros.

La letra era:

Soy de la patria del aguacate,
del rico mango y del quimbombó,
donde, donde me daban,
me daban, un chocolate,
cual nunca Manu,
Manu Canela lo fabricó.
Y aburridito hoy en el balcón,
sólo garbanzos da al ubanito
la Comisión,
hasta que un día, en el Kurding Club
se les antoje caldo de loro
y kiquirrikú.
Yo soy el Ubano de Guanajay,
y vine a Europa, ¡ay, ay, ay, ay!

Otra vuelta de Cuba que se celebró fué la del capitán Canellas, amigo nuestro que venía con una rozadura de bala en la frente. Hubo una gran cena cubana y con una fotografía del presunto héroe y un marco de versos laudatorios y famosos; se le hizo un cuadro de honor.

En una fiesta de la ría, de las de iluminación, que todavía duraban, el Kurding tomó una gabarra, la adornó, armó un tablado con una enorme mesa encima, que, presidida por don Terencio, alumbrada con grandes candelabros, llena de flores y rodeada de los socios con batas, eran de gran efecto. Debajo del tablado se puso una cocina, con la cocinera de Chinostra nada menos, dentro, y tuvimos, mientras la fiesta, una comida deliciosa e inolvidable, rodeados de barcas, orfeones, músicas y luces a profusión.

A la vuelta, Ramón Real de Asúa bailó un aurresku con todos los socios en cuerda y, al pasar por el Puente del Arenal, le ovacionaron.

Seria infinita la relación en hechos y dichos que podría recordarse de aquella preciosa sociedad, pero hubo algunos dignos de memoria, que no he de dejar en olvido.

Una noche, salían de cenar unos socios rezagados y se encontraron con que, en la misma puerta de la calle, habla un individuo arrimado a la pared y que, al parecer, estaba en posesión de una buena soplada. No hablaba, pero tenía un hipo frecuente, característico, y saludaba con la mano. Compadecidos de él, lo subieron a la Sociedad. No quería sentarse y miraba a todos con ojos turbios y con el hipo siempre activo. Por fin, viendo una botella, hizo muchos saludos con la mano y le dieron una copa de anís y un vaso de agua, para ver de calmarle aquella molestia. Bebió la copa y no probó el agua y el hipo seguía. De repente, empezó a hablar y, señalando a uno, dijo:-Ese no me gusta. Pero, poco a poco, se humanizó y hasta canturreó una canción; bebió más anís y hasta el agua y, cuan- do ya mejoró un poco el hipo, quiso despedirse. Adiós, dijo, voy a trabajar. Como eran las dos de la mañana, le dijeron: -No, irás a la cama. Se puso furioso. -No, os digo que voy a trabajar. -¿Y a dónde vas ahora a trabajar?, le preguntaron. -A Mallona, que tengo tres fosas que abrir. Y, dicho esto, se marchó ya sereno, entre el asombro de todos. En efecto, era ciertamente el enterrador.

Otro recuerdo de algo, que aunque no se organizó en el Kurding, pues lo fué en el Club Náutico, pero en que la mayoría de los asistentes fué de la Sociedad y merece mención, fué la comida que, por invitación de Manu Murga, tuvo lugar por aquella época.

Manu, viniendo una tarde de Marquina, dijo a Javier Calle, Alberto Aznar, Rafael Alonso y otros amigos, que tenía un corzo joven, regalo de un cazador. Se lo había entregado a Marcos, el gran cocinero de Zaldívar, y les citaba para comerlo un día próximo en una campa de monte, no lejana de Zaldivar.

Se organizó la expedición, saliendo, desde este último punto, en sendos coches familiares y, como el sitio era precioso y el cocinero de gran fama, todos los comensales rebosaban de alegría y de apetito. Sopa de rabo de corzo fué la obertura, a la que siguieron los sesos fritos, luego los riñones y la pierna asada de la pieza de caza. La animación era grande, sabrosisimos todos los platos, los vinos excelentes y la conversación convergía a rodear de elogios y de agradecimiento a Manu. En aquel solemne momento, aparece, sobre una enorme fuente, cubierta con una servilleta y llevada con majestad por el mismo Marcos, el último plato del menú: «Pieza montada del corzo». Una ovación a Marcos y colocación de la fuente en el centro de los comensales. Se levanta la servilleta y, con asombro general, aparece, preciosamente aderezada, una cabeza de burro joven, de unos cuarenta días, y que era el supuesto corzo que se había comido ya íntegro la reunión.

Lo que después sucedió fué interesante. Alberto Aznar, lívido, miraba a la cabeza y a Marcos con horror; Javier Calle, que debía estar algo en el secreto, miraba a todos con ironía; José Maria Gortázar (el pájaro), gritaba dirigiéndose a Manu Murga: -Morral, ya nos la has hecho, pero ya caerás. Yo te aseguro que lo menos que te hemos de hacer comer es un hijo tuyo.

Algunos ya se sentían mal; de entre los comensales se sobrepuso, al fin alguien, que dijo: - Hay que ahogarle en vino. Y con esa solución, unánimamente aceptada, continuó la comida y a triple expansión.

A la vuelta, un comensal, puesto en pie sobre el techo del «coche familiar», empezó por arrojar su cartera a un maizal, su reloj a otro, más allá la americana y el chaleco y todas sus prendas de vestir; en forma que hubo que envolverle para subirle al tren y llevarlo a Bilbao.

Ya de noche, a la llegada, la mayoría se fueron a cenar al restaurant «El Antiguo», en Bidebarrieta, y pidieron cena de vigilia, de miedo de comer más burro.

Por último, y como síntesis de aquella jornada, nada más evocador que la entrada a su casa de uno del grupo, que, después de la vigilia de «El Antiguo» y de discutir lo pasado y durante unas horas, ante varias copas renovadas de coñac, fué a su casa a las dos de la madrugada, entrando con todo sigilo y precauciones para pasar desapercibido. Pero, abrir cautelosamente la puerta y dar con su padre, palmatoria en mano, en el pasillo y de narices, todo fué uno: -¡Bonita hora de retirarse tienen los señoritos de ahora! ¿De dónde vienes?

Y el otro, queriendo dar una justificación que dulcificara la indignación visible del autor de sus días y tratando de buscar en su agitada imaginación algo sintético y breve entre el tumulto de recuerdos y emociones del día, se agarró al más saliente de ellos, y, dirigiéndose a su padre, imitó un rebuzno enorme de burro y se fué corriendo a su cama.



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El amanecer
Panel de pared del Kurding y pintado por Ignacio Zuloaga en 1894.
De izquierda a derecha: Basterra, F. Igartua, J. Orueta, J. C. Gortázar y R. Gaminde


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Las Walkyrieras
Panel de pared del Kurding, pintado por Manuel Losada.
Arriba: J. C. Gortázar y J. Arisqueta; más abajo, a la derecha: E. Borda; al borde: N. Tous y los puños cerrados de los socios



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La Fuente de la Salud
Panel decorativo por Anselmo Guinea en Kurding.
De izquierda a derecha; R. Real de Asúa, M. Losada, J. Urigüen, L. Reyes, J. Arisqueta;
recostado; A. Gorbeña (el abuelo); al fondo: D. Mazas, L. Aznar, etc.

Por último, quiero recordar aqui la famosa «cena romana», que dió mucho que hablar a las gentes, pero no por la que se celebró en el Kurding, sino por otra posterior, que fué su parodia y que tuvo lugar en las cercanías de Santander, y la cual, si bien pudieron asistir algunos de los socios del Kurding, fué organizada en Madrid, con elementos de allá y de otros lugares y fué cosa muy distinta en forma, carácter y proporción de la primera; aunque, desde luego, tampoco la segunda pudo tener las que quiso atribuirle la fantasía popular.

La cena romana del Kurding fué una cena correcta, artistica y agradabilísima.

Se decoró el local convenientemente en cuanto su disposición lo permitia; se hicieron mesas bajas y sofás adecuados; se estudió y hasta se fabricó, en parte, la vajilla y utensilios de mesa, las telas y adornos que las cubrían; y guirnaldas, grupos y vasos, con profusión de flores, hicieron el resto.

Los trajes y el calzado, blancos, con grecas y dibujos apropiados en colores, los primeros, y de finas pieles, los segundos, fueron muy estudiados; y todos los artistas que formaban y se agrupaban en la Sociedad, contribuyeron a depurar el decorado y vestuario.

Sendas coronas de laureles y flores ceñían los comensales, que, recostados en sus mesas, saboreaban un excelente menú, también adecuado y servido por criados vestidos de esclavos con igual esmero que los demás asistentes. Vinos de Falerno, de Chipre, de Rodas y de todas las colonias romanas que la fantasía quiso inventar para bautizarlos, regaron aquellas suculencias. Al postre, un comensal recitó una comedia de «Plauto», o que, por lo menos, pasó por tal, y otro, en los intermedios, los animaba con deliciosas baladas pastoriles, que fluían como ecos de viejas églogas en la doble tibia de nuestro pastor de casa y que la manejaba admirablemente.

Fué una cena preciosa e inolvidable, de la que los dieciocho o veinte socios que la disfrutaron, guardarán siempre grato recuerdo, por el sano ambiente de arte y espiritualidad que allí reinó, acrecentando los de cordialidad, amistad y simpatia habituales de la Sociedad. Su éxito artístico fué tal, que algunos artistas de Madrid, como Martínez Abades y otros, tuvieron la idea de hacer algo parecido, y de allí provino la segunda cena en Santander, que, como he dicho, fué ya ajena a la Sociedad, que celebró la primera, y con otras personas, elementos y carácter ajenos también a ella.

Pero los años iban pasando sobre nuestra juventud, y a los doce o catorce años de fundación de la Sociedad iban ya entrando, la mayor parte, en la categoría de padres de familia, con costumbres, horas y ocupaciones incompatibles con la vida de solteros, que informó su fundación.

«El Escritorio» llevaba ya una vida lánguida y decadente en sus últimos años, hasta que, en una cuaresma y con ocasión de unas misiones, un señor padre misionero, a quien, por lo visto, informaron personas malévolas o ignorantes, y, desde luego, lleno por su parte del más santo buen deseo y la mejor voluntad, lanzó, desde el púlpito, una terrible homilía contra aquel rincón, acusándolo de ser lugar de verdaderas enormidades, que jamás pasaron ni pudieron pasar siquiera por la mente de los cultos socios. Estos, precisamente, tenían entre sí y como el más fuerte lazo de unión el respeto mutuo y la consideración y estima personales, ajena y propia, que son siempre el distintivo de verdaderos caballeros.

Se aclaró el incidente y el excelente padre misionero. cuya buena fe fué sorprendida, lo reconoció así, pero la herida era mortal para personas que estaban lejos de una rebeldía ante la opinión ajena, aun errónea, y la Sociedad se deshizo.


El Cuartito

EN la época del mayor auge del Kurding y para que los aficionados a hacer música no molestasen las expansiones de los demás, se alquiló un cuarto interior en el entresuelo de la misma casa, a donde pronto empezaron a acudir otros melómanos; se alquiló un piano, se formó un archivo y, trayendo instrumentos de arco de cada uno, fué ya lugar de reunión de todos los aficionados de la buena música.

Al anochecer, de ordinario, y por las tardes de invierno y fiesta, los primeros que llegaban, fuesen dos, tres o cuatro, tocaban sonatas, tríos o cuartetos, o se hacían lecturas a cuatro manos, por Javier y Juan Carlos. Lope Alaña el maestro, Cleto su sobrino, Luis Pueyo, Julio lgartua, Luis Lezama Leguizamón, Eduardo Torres Vildósola y otros, sostuvieron el fuego sagrado de esta interesante rama del arte musical.

Cuando el Kurding desapareció, el «Cuartito», compatible con toda la tranquilidad de vida de los más serios, siguió viviendo; de allí pasó una temporada a otros locales transitorios, fijándose, por fin, en un piso de la calle del Correo, cedido por Luis Briñas, en las condiciones de modestia que ello exigía.

En aquella antigua y clásica casa, se recogieron y guardaron, por Manuel Losada, entusiasta guardador y evocador de todos los recuerdos de la vida bilbaína, gran parte del decorado y los objetos del mismo Kurding; y Juan Carlos, Javier y el inolvidable Eduardo Torres siguieron haciendo música y sosteniendo luego, con comentarios y discusiones con los demás, viva la afición a la misma.

Allí vinieron, además, amenos conversadores, como Romualdo Arellano, Sáinz Basabe, Rafael, Enrique, Luis y Alfredo Rochelt (tío y sobrino del mismo nombre).

La manera de entrar no dejaba de ser original. Como las reuniones ya solían ser después de cenar y la puerta de la calle estaba cerrada, el primero que llegaba pedía la llave a un piso inmediato, que la guardaba, y los demás, conforme venían, hacían señas de la calle con un silbido convenido o unas palmadas y se les echaba la llave por el balcón.

Como ya la Filarmónica iba tomando desarrollo, allí se comentaban conciertos y se elaboraban programas y planes futuros y de allí salió la iniciativa de una asociación de aficionados para traer orquestas extranjeras de altura, que empezó a funcionar trayendo a la Orquesta de Colonne, completa, de París, con su director y fundador al frente y a Thibaud, el hoy gran violinista y entonces concertino delicioso de la orquesta y gloria incipiente en su arte. Los conciertos fueron un éxito grande, y así, más adelante, llegó a traerse hasta la misma Opera Cómica, de París, completa, para una larga temporada y perdurando años con otros éxitos contundentes. Enrique Borda fué y siguió siendo el eje de la organización, con gran satisfacción de todos.

Pasados algunos años, se trasladó «El Cuartito» a otra casa no menos clásica y antigua de la calle Bidebarrieta, y Losada siguió guardando fervorosamente los antiguos recuerdos y aun después de pasados muchos años, y cuando yo volvía a pasar unos días en Bilbao, encontraba en aquel rincón el rescoldo aún vivo, entre tan buenos amigos y objetos familiares de aquel fuego sagrado de nuestra juventud.


El Boulevard

A medida que la Villa crecía, su eje céntrico se desplazaba. En la generación anterior a la nuestra, pasó del atrio de San Antón, los Arcos de la Plaza Vieja y del Pórtico de Santiago al Boulevard, y en aquel fin de siglo, éste estaba en su auge, y de tal modo, que yo recuerdo que así como de la calle del Correo nos atraía hacia él, buscando como el centro de animación e información, igual sensación teníamos de la Estufa, de la Ribera o del otro lado del Puente del Arenal, para ir a centrar en igual dirección y convergir en el Boulevard.

Por la mañana, no existiendo aún la Bolsa, en el Boulevard tenia lugar todo el movimiento financiero. El Colegio de Corredores, inmediato al Banco de Bilbao, era de donde salían y entraban éstos para operar en plena acera del Suizo y hasta Bidebarrieta.

Esto daba en los días de trabajo un pie de animación muy grande, ya que junto a las noticias financieras allí circulantes, se adelantaban las políticas, las internacionales y las más interesantes de las locales. Raro era, pues, el bilbaíno que de diez a una no se daba una vuelta por el Boulevard. El ir y venir de los corredores era lo más animado y allí se velan desde Casimiro Acha, su presidente, y los varios prestigiosos de aquella época, hasta el modesto Castaños y el famoso aficionado y parodia de corredor que era Tomás Cabieces, el ex-marino de Olaveaga, y de quien hay algunas cosas bien dignas de mención.

De este famoso Tomás se contaba que de joven y recién examinado de piloto, lo escogieron dos amigos y convecinos para capitanear un barco de vela, del que eran armadores, y llevarlo con su primer cargamento a un puerto de Asturias o de Galicia.

Tomás aceptó, y después de hechos todos los preparativos y recomendaciones, salió un buen día con su barco, yendo los armadores a despedirlo y verle pasar la barra desde el muelle de Portugalete, con la natural emoción y esperanza.

Pasaron días y semanas y, a pesar de las órdenes de los armadores amigos de avisar arribos y llegadas, no había la menor noticia del barco ni de su capitán.

La ansiedad cundia ya por todo Olaveaga y se hacían ya los presagios más funestos, cuando un buen día, reciben los apurados armadores el siguiente telegrama:

«Barco vendido, dinero gastao, ¿qué hacemos?- Tomás.»

Montar en el tren y presentarse en el puerto de origen del telegrama, fué la inmediata respuesta; encontrándose allí al famoso navegante que, con algunas deudas de posada y pensando en la solución de vender el barco para pagarlas, estaba tan jovial como siempre y con el barco intacto afortunadamente.

Era también autor de una magnífica ópera, originalísima en todo y en la que al par que a sus aficiones náuticas había dado expansión las musicales, a las que era muy dado, pues presumía de tener gran voz de tenor.

La ópera estaba toda ella escrita en un largo rollo de papel de empapelar habitaciones y por el dorso, y allí aparecian pintorescas y enigmáiticamente mezcladas la letra, la música y los dibujos de decoraciones y personajes y que al desplegarlo y como nadie lo entendía, explicaba él detenidamente.

La ópera se llamaba «Round the World», empezaba con un preludio y había luego un recitado del bajo, que decía:

La dirección de los globos
tiene mucho que entender,
unos se elevan de noche
y otros al amanecer.

Llegaba luego un personaje árabe de gran gala, y el mismo bajo decia a guisa de presentación:

Mahoma y su cimitarra
tocaremos la guitarra.

Y seguía luego un coro de... Papas, que es el caso más grande de imaginación en el arte lírico, que puede preverse y que sobrepasaba a todos los coros de Obispos y Sacerdotes, hasta entonces conocidos.

Y no sigo dando la vuelta al mundo con él y su ópera, porque no hay retentiva capaz para tan gigantesca y monumental obra de arte, que como es natural no encontró nunca empresario capaz de acometerla para asombrar al mundo con ella.

Tenia una pasión desbordada por las riquezas, y cuando, sentado en una mesa del Suizo, se entrenaba, tras breve conversación con cualquiera, sacaba unos planos y comunicaba con misterio su proposición de hacerle a uno partícipe en su empresa de asaltar las cajas de los sótanos del Banco de Bilbao. La maniobra, como el decía, consistía en abrir una mina desde un sótano de la calle de Ascao y llegar junto al Banco tranquilamente, conforme al trazado del plano.

Solía pasarse las horas en el patio del Banco de Bilbao, mirando codiciosamente los ventanillos de pagos y cobros. Les empleados, que ya le conocian, y en ocasión de tener fajos de billetes en la mano, dejaban caer como al descuido alguno hacia el interior. «Echa uno pa fuera», les decía, abriendo desmesuradamente los ojos, pero no se daba el caso; y entonces salia al Boulevard a negociar su famosa letra de libras, que negociaba todos los días.

La letra era de diez mil libras, o más y en cuanto topaba con un corredor hacia su oferta: «¿Quieres libras? Mira, sobre Londres; buenas firmas: Bismark, León XIII», y otras parecidas que él allí ponía. -¿Cuántas?, le decía el corredor. -Diez mil, y doy baratas. -Son muchas. -Te daré por mil pesetas. -No, son muchas y es caro. -Toma, por cien y para ti. -No.

Al fin, la daba por dos o cuatro reales que amablemente le entregaba el corredor y que eran la base de su primer vasito de la mañana.

Un día le preguntamos: -¿Tomás, cuánto dinero podría dejarte a ti satisfecho?

Se reconcentró y nos contestó una cosa, que yo creo ser el caso de más enormes vuelos de imaginación ávida de dinero, que puede sospecharse.

-Mira, diez mil Bancos, pagando a toca teja y por todos los ventanillos a un tiempo. tardarían un año en darme lo que quiero.

El tomar como unidad de dinero el Banco y en esa actitud desenfrenada de pago, no creo que se le haya ocurrido a nadie jamás.

* * *

Pero no sólo había los corredores, había también las tertulias. De ellas era memorable una, formada por don Nicolás Govillar, respe­table caballero y que entonces pasaba por ser el único conservador de Bilbao. llamando a Cánovas el «monstruo», en muestra de admiración; Salvidegoitia, el capitán, el magnifico Michel Atristain, lturrino y otros varios, que formaban corro en una mesa. Allí, fuera de Govillar, había mayoría de republicanos, y se recordaban intentonas del tiempo de la revolución y del famoso Nemesio Latorre. revolucionario épico de feliz memoria, y episodios de la guerra carlista, pero de vez en cuando la discusión tomaba altos vuelos internacionales, que no era fácil a los profanos seguir, ya que cada potencia tenia su nombre especial: «el oso. el leopardo. la del gorro frigio, Bismark», eran Rusia. Inglaterra, Francia y Alemania, y asl las demás, y se suponía y vaticinaba mucho más que lo que se sabía. Eran de oír las peroratas solemnes que sobre esa materia largaba Michel Atristain, con aquella entonación, gesto y figura magníficos, que las adornaban. A veces Gaspar Leguina, Pipo (Alfredo Alvarez). el ocurrentísimo, u otros periodistas. terciaban en la conversación, que de ordinario acababa en alguna rotunda chirenada de Miguel.

En unos de esos días de tertulia y aunque separado de ella, hizo y dijo una de las mayores de su vida, que yo luego la he oído contar en formas distintas y aun atribuídas a otras personas, pero que fué en la forma siguiente:

Estaba Michel en discusión acalorada en su tertulia, cuando se acercó a él don Vicente Urdaibay, un señor muy atildado de Olaveaga, comerciante en carbones, rogándole le oyese unas palabras. Púsose Miguel en pie y se apartó en la acera con su interlocutor, que le expuso una pequeña reclamación de su servicio de carbón. Sufría Urdaibay del defecto de tener una respiración no muy agradable para sentida de cerca y como en la discusión se acercaba mucho a Michel, éste se iba retirando, pero seguido de cerca de su interlocutor. De repente, Michel le interrumpe: -Un momento, señor, espere y permítame. Se separa, sale de la acera, mancha la contera de su bastón en una suciedad de la calle, vuelve y acercándoselo a las narices al otro, le dice: -Ante todo, señor mío, discutamos con armas iguales.

Otra vez, Michel, en aquel lugar, fué interrogado por sus amigos por una excursión a las minas, a la que había sido invitado: -¿Qué tal Michel, cómo te fué? -¿Cómo queréis que me vaya? Todo el día andando y sobre minas de... otros.

Otro día, Santi Rasche y Pipo contaban su viaje a Finlandia en un barco de Mudela, del que era capitán el primero, y Pipo relataba las cosas agradables y raras que había visto, «pero lo malo, decía, era la lengua, ¡cualquiera se entendía! Una mañana, en la fonda, queríamos preguntar una cosa de interés y como el patrón no daba con palabra alguna inteligible, la patrona, diligente, sale y trae de otra habitación un diccionario en cuatro lenguas: finlandés, ruso, sueco y alemán, y gozosa de su buena idea y para explicarles les dice, señalando un libro: -Finska, ruziska, swisca y tuisdka; a lo que Santi, descorazonado, contestó en castellano: -Pues no entiendo ni pisca».

Michel, a veces, tocaba temas científicos y entonces salían a relucir inventos, como el famoso de Chachin Mazarredo, que fué un precursor e inventó un aparato de volar con alas, y para ensayarlo, y ante sus amigos, se tiró en su casa de un armario, cayéndose de cabeza, con quebranto de alas y huesos, y diciendo, al levantarse bien molido: -No, la cosa iba bien, pero me ha faltado la cola.

Al final de la acera del Boulevard, había otra pequeña tertulia en la sombrerería de Juan Montes, tolosano de origen, pero que pasó el sitio en Bilbao, siendo auxiliar y de los más finos, y estaba considerado y querido como chimbo originario.

A la una se iban al salón del centro del Arenal y allí se paseaba y hacían comentarios hasta las dos, hora en que las campanas del convento de la Concepción, en la Naja, daban la señal de la dispersión a cada casa. En el paseo más interior de los del centro, solían pasear, juntos y en fila, una media hora de esas, y de un extremo a otro del paseo, todos los días laborables, don José María Martinez Rivas, don Cosme Echevarrieta, Iturrino (padre), y a veces, Gaspar Leguina o Unzurrunzaga.

Pacho Gaminde los miraba con gran respeto y solía decir que le parecían Júpiter, Jehová y Neptuno.

Pero el centro, que era el Boulevard, estaba próximo a desplazarse. A fines del siglo había ya el Banco del Comercio; al otro lado del puente. Eduardo Aznar construía el edificio, esquina a la Gran Vía y Plaza Circular, para oficinas, y, donde, poco después. iba a establecerse el Banco de Vizcaya. Se compró el hermoso edificio hecho por el arquitecto Severino de Achúcarro para Hotel Términus, para convertirlo en «La Aurora», Compañía de Seguros. Se trataba ya de edificar la «Bilbaína» en los terrenos de la «Concordia» y se iniciaba la Bolsa, que también pasaba la ría; y con todo este movimiento hacia el ensanche y la «Gran Vía» se iba haciendo rápido el desplazamiento.

En sus postrimerias y a la entrada del siglo veinte, pasó Bilbao por una fiebre financiera de creación de sociedades y empresas de todas clases enorme, que dió inusitada animación al Boulevard.

Aquello fué extraordinario y fatal para muchos. Hubo momentos en que todo subía y todo el mundo se hacia rico. Cada día brotaban emisiones de acciones nuevas por varios millones de pesetas. Las fortunas más prudentes y saneadas salían al Boulevard, mezclándose con los más aventureros, a la caza del famoso cerdo. Todo el mundo era financiero. Las ideas más inverosímiles tomaban cuerpo en suscripciones y primas elevadas. Parecía, aquélla, una situación duradera de una verdadera Jauja, que, como es natural, terminó en graves decepciones para muchos.

Pero no es este el lugar de esta clase de reflexiones y yo me li- mitaré a contar un hecho que retrata, más que nada, el ambiente de aquellos momentos.

Enrique Gana, pariente mio, aunque lejano, pero muy amigo de mi familia, tenia originalidades interesantes. Era ingeniero de la Escuela de París y tenía buena fortuna. Hizo ensayos industriales con poco éxito y llegó a decir que no insistía ya en trabajar más, por no ser bastante rico para ello. Por lo demás, era ordenado en la administración de su fortuna. En aquellos dias de fiebre bursátil, tenía dos caballos de tiro, de los que no estaba satisfecho, pero por la adquisición de los nuevos que quería, le pedían dieciocho mil pesetas, y se propuso esperar a que sus ingresos de rentas se lo permitieran sin extorsión. Alguien, a quien dijo esto, le contestó que por qué esperaba, cuando, en aquellos momentos, era tan fácil ganar esa cantidad. No había más que ir al Boulevard, comprar cualquier valor, esperar la subida y volver a vender para tenerla.

Enrique, que lo oyó, fué convencido a buscar a su primo Tomás, que era síndico o presidente en la Bolsa reciente. -Oye, Tomás, cómprame un valor cualquiera que suba, pues quiero ganar dieciocho mil pesetas. -Hombre, no, tú me dirás qué compro; yo no te puedo decir qué es lo que va a subir. Enrique insistía en que fuese cualquier cosa. Su primo le enseñó una lista de valores para que él escogiera y pidiéndole fija la cantidad a comprar. Leyó la lista y paró en el renglón que decía «lrún y Lesaca». -¿Qué es esto?, preguntó. -Minas, le contestó su primo. -Pues cómprame cuarenta mil duros a fin de mes.

Pocos días después de hecha la compra, el agente decía a Enrique: - Tienes suerte, ha subido tu compra; ya ganas más de ocho mil pesetas. -Bueno, sigue, que quiero más. Siguió subiendo elvalor y, un buen día y a nueva pregunta, le dicen: -Pues, liquidando hoy, ya ganas cerca de veinte mil pesetas. -Vende, ordena Enrique. Al día siguiente de la liquidación, pide al vendedor los dos caballos deseados, los lleva a sus cuadras y hace venir un pintor para escribir encima de sus dos pesebres los dos nombres de «lrún» y «Lesaca».


El Arenal

LOS domingos y días de fiestas, el Arenal cambiaba de aspecto. Después de la misa de once y media, en que empezaba la música, se formaba el paseo y, en el camino a la Sendeja, se formaban grupos de amigos, que, sentados o de pie, miraban y comentaban a las muchachas, que eran las únicas que paseaban. Los pollos y jóvenes del tiempo, como Fernando Zabálburu, Lanriarri, Paco Saralegui, Pichín, Canellas, Alberto Aznar, los Urcolas, etc., en primera fila; más atrás, ya los casados y machuchos, como Tomás Zubiría, Juan Carlos, Lope Alaña, Enrique Diego, Pepe Mar y otros; de la cuerda musical alternaban comentarios y audiciones de la banda municipal.

En «las Acacias» se formaba un paseo de señoras distinguidas del barrio: Aldecoas, Martinez Rivas, Linares, Olábarri y Zubirías, Gil, Arisqueta, Hoffmeyer y otras.

Con el último número del concierto de la banda, terminaba todo paseo y partía, en su mayoría, hacía las calles del casco, con tal uniformidad y prontitud que, según Pacho Gaminde decía, se hubiera creído que levantaban la alfombra desde la Sendeja y la gente caía rodando hacia el Correo.

* * *

Durante algunos días del año, especiales, cambiaba de fisonomía el salón del Arenal.

Uno de ellos era el «dia de tocinos», sábado de gloria, en el que, desde bien temprano, por las mañanas, se llenaba de aldeanos con cestos y mesas, donde se exponía toda la charcutería casera, resultado de las matanzas del cerdo en cada caserío.

Allí se pasaban la mañana cocineras y amas de casa, mirando y cantando para aprovisionar las despensas de jamones, chorizos, longanizas, tocinos y cuanto despojo daba de sí el utilísimo animal de cerda. También los aficionados hacían su ronda, husmeando algunas filigranas, como patas y rabos, y probando las longanizas y chorizos de procedencias afamadas ya, acabando por llenar el bolsillo con algún envoltorio, con papel de estraza, en el que iba la exquisitez con la que rompían el domingo la cadena de cuatro vigilias seguidas, a que entonces obligaba la Semana Santa.

En Carnaval, era siempre el Arenal punto de reunión final de todas las comparsas y estudiantinas, así como de las máscaras que se proponían «dar bromas»: porque las que sólo querían saltar y bailar, aguardaban a la tarde para vestirse de jebos y jebas e irse a los Campos Elíseos.

En uno de esos días salimos del Kurding media docena de amigos vestidos de blanco con sábanas y manteles, pelucas y barbas largas blancas. El uno llevaba un atril y el otro un libro negro muy grande. Durante toda la semana anterior, habíamos hecho, entre varios, sendos versos para cada una de las muchachas más en boga entonces en Bilbao, y haciendo alusión en ellos a sus cualidades, defectos y noviazgos; y la colección era de más de treinta de aquellos florilegios. AIIí estaban todos en el libro, que al llegar al paseo y al dar con una de las interesadas se abría, se colocaba sobre el atril y después de cantar el nombre y el folio se le recitaba a coro su verso correspondiente.

Yo recuerdo ya poco de ellos, y aun sólo retazos, pero a una muchacha de las más guapas, a quien hacian el oso dos de nuestros amigos y entre los que se mantenía en equilibrio, recuerdo que empezaba su tirada diciendo:

Tiene esta chica dos novios,
uno gordo y otro flaco,
y divide sus favores
de tal manera entre ambos,
que el gordo va enflaqueciendo
y el flaco se va engordando.

Poco tiempo después murió el flaco y varios años más tarde se casó con el gordo.

A otra que tenía gracia de andares y presumía de amistades politicas y literarias:

Fulanita de Tal... pisa
de un modo tan saleroso,
que todos le hacen el oso
cuando se dirije a misa.
Tan agradable meneo
ha logrado entusiasmar
al insigne Castelar
y a Práxedes, don Mateo.

A otra que era muy vivaracha, inteligente y bastante romántica, pintaba, hacía versos y hasta largaba citas latinas:

Menganita de Tal..., la gran artista,
la que tiene de novios una lista,
la que coge un pincel, pinta un pandero,
o traduce sin tacha al gran Homero;
la que toma vinagre con cemento
y palidece mirando al firmamento, etc....

Y asi con las demás. Los jóvenes que hoy lean estas cosas, de listas de novios, hacer el oso, etc., se sonreirán probablemente, pensando en lo lejos que estábamos de los flirts, de las modernas fraternidades de bar con las muchachas y del charlestón delicado y cadencioso, pero los viejos que hemos alcanzado a ver las dos maneras o modos de ser en la juventud, también nos sonreímos pensando en la mucha mayor sencillez de espíritu, que en el fondo revela este moderno, especialmente en los muchachos, sobre nuestra complicación y ansiedades antiguas para con ellas.

Lo que pasa es que nuestra generación, como las anteriores a ellas, era emotiva y latina, era uno de los dos polos sobre los que gira la vida. Mientras que la actual generación se empeña en ser insensible y yanque, ni siquiera sensual , es decir, que se ha ido al otro polo y que a nosotros nos fué bien con lo nuestro, como a ellos les va bien con lo suyo.

En cuanto al ripio en los versos, también estaba de moda. Hubo uno de esa figura retórica que hizo furor en la época entre nosotros y que creo puede pasar como modelo en el género.

Era un consejo advertencia práctica, que daba Germán Aguirre a su sobrino Félix (el pobre Pistolán), y que para mejor memoria lo puso en verso:

Los que están piedra picando
a nadie dejarán cojo,
pero, francamente hablando,
le pueden saltar un ojo.

En cuanto a nuestros versos de Carnaval, fueron leyéndose casi todos con enorme regocijo de los concurrentes al paseo, que se estrujaban para oírlos de cerca. Al final, eran tales los apretones y vaivenes. que nosotros, lectores, estábamos mareados y sofocados con nuestras almohadas en el vientre, pelucas y caretas, y gracias a las almohadas, no acabamos allí, pues fuimos a parar debajo de bancos y sillas del paseo y volvimos bastante maltrechos a desnudarnos al Kurding.

Había, después, máscaras dando bromas, que sacaban a luz trapicheos que se habían comentado en el año, y otras que decían cosas graciosas, aunque muy atrevidas, a las gentes.

Entre éstas, era de admirar Canellas, modelo de lo que entonces empezó a llamarse cara dura.

Una tarde salió al Arenal y arremetió con las personas más serias de Bilbao, como don Pablo Alzola, don Casimiro Acha y otros aún de más edad, suponiéndoles historias y aventuras fantásticas y guaseándose sobre su talento para ocultar a la gente tanto trapicheo.

Todos los oyentes y los mismos interesados, no podían menos de reir y celebrar lo inverosímil y gracioso del diálogo, pero la gracia mayor del caso consistía en que Canellas hablaba, si con voz fingida, pero no llevaba absolutamente más disfraz que una oblea bien pegada en mitad de la frente y una caja de ellas en el bolsillo, para sustituirla, muy apurado, en caso de caérsele la primera.

La tienda de Pacho

DESDE las primeras etapas en estas memorias he recordado a Pacho Gaminde. No es de extrañar; fué, para nuestra generación, lazo de unión con épocas anteriores y muy grato a todos.

De unos 30 a 35 años más de edad que nuestro grupo de amigos, sabía, por ello, y nos contaba cosas interesantes de antaño; tenía, sin embargo, espíritu tan joven o más que el nuestro y de las cosas del día disfrutaba como nosotros y las comentaba como ninguno.

A un humorismo sano y sin igual, unía un sentido crítico finísimo y el arte de expresarlo todo con una sencillez y naturalidad envidiables. Y como humor, asuntos, critica, expresión y lenguaje eran de la más intima médula bilbaína, no es posible evocar la visión del Bilbao de nuestro tiempo sin traer a cuento algunas de las infinitas cosas que dijo e hizo, y como una de las facetas más sugestivas y brillantes de esta visión.

He dicho ya algo de lo que de su juventud, la escuela y algunas cosas de sus primeros tiempos contaba. De muchacho, fué a América hacia 1850. con su hermano Benito. Hizo el viaje en un buque de vela, de Bilbao hasta Guaymas, en el estado de Sonora, de Méjico y en las costas del Pacífico, tardando meses en la travesía, y, según él, con tal experiencia, que no llevaban ni siquiera una baraja para jugar en el camino. Contaba que se mareaba y que tenia tal miedo que, a cada balanceo del barco, se apoyaba en la borda que subía, para hacerla bajar pronto; y que para dormir tranquilo, procuraba tener despierto al capitán, pegando con sus pies en la cabecera de la litera de aquél. Desembarcado en Guaymas, después de tan largo viaje, lleno de otras muchas penalidades, resultó que apenas había empezado su odisea. El cólera estaba en su apogeo a la llegada, y en la casa de comercio de Oseguera y Compañia, a la que iban recomendados los hermanos, habían fallecido los jefes y se había cerrado. Mientras llegaba la carta respuesta de España, dando soluciones a aquel apuro, los dos hermanos procuraron colocarse; Benito consiguió un puesto en un escritorio y Pacho el de profesor de piano de. una rica señora, en cuya casa vivió. La señora, que se llamaba doña Amparo, se pasaba el dia abanicándose en una mecedora y matando mosquitos sobre sus brazos. La lección se daba de vez en cuando y, en varios meses, sólo consiguió enseñarla una polka, que empezaba sentándose al piano, colocando los dedos uno a uno sobre las teclas, arrancándose a un aire lento y dando tropezones; aire que, poco a poco, iba acelerando, hasta acabar en galop frenético y un aporreo de teclas, que Pacho nos describía e imitaba en el piano pintorescamente.

Como doña Amparo resultase conspiradora contra el Gobierno de Méjico, fué desterrada, con toda su servidumbre y familia, a Texas. al campo y a una estancia, a donde fué Pacho también. Contaba que allí lo de la polka avanzaba poco y que tenían ataques de apaches, que eran cazados a lazo y a tiros, y a los que, una vez prisioneros, cortaban las orejas. Cuando terminó el destierro, volvió doña Amparo a Guaymas; dió un baile para celebrar su libertad y en él, contaba Pacho, que colgó, de un lado al otro del salón, una sarta de orejas secas de apache atravesadas por una cuerda, y que fueron los mejores trofeos de la fiesta.

Algunos años después... volvía Pacho por los Estados Unidos, esta vez ya en vapor, pero no con menos aventuras, pues le robaron el billete del pasaje en Nueva York y, ya con sus escasos recursos de bolsillo, tomó otro de tercera clase, viniendo en un camarote común con unos vendedores de loros. Traía en una bolsita interior y colgada en el pecho, un collar de perlas, que doña Amparo le confió para arreglarlo, repasarlo; y otra con perlas, que eran sus ahorros, y con las que, en París, formó otro collar, que vendió a la Princesa de Metternich.

Este depósito de perlas, en aquel camarote común de barco, le hizo pasar por serias inquietudes en el viaje.

De su paso y estancia por París, en aquellos tiempos de auge del segundo imperio, contaba cosas divertidísimas. Gran aficionado a música y estrenándose entonces las óperas de Meyerbeer, recordaba,



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Cena romana del Kurding. Lectura de una comedia de Plauto.
Fotografía tomada por el autor


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Cena hablada del Kurding, el día del carnero inglés
Fotografía tomada por el autor



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El billar del Kurding
De izquierda a derecha Emilio Saracho, Emilio Vallejo, Narón Gorbea,
Manuel Losada, Juan Basterra, Pacho Puente y Pepe Urigüen; en el panel
del fondo, pintado: José Allende.- Fotografía tomada por el autor.


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En el Arenal: Grupo de pollos.
De izquierda a derecha Paco Saralegui, Leopoldo Diaz, Enrique Urigüen,
Fernando Zabálburu, Pepe Ortiz de la Riva y Alfonso Canellas.
Fotografía del autor.-1897

con entusiasmo, aquellas solemnidades y nos enseñaba un álbum curioso en el que, entre las firmas de casi todas las notabilidades de la época, tenía las de los cuartetos de cantantes que estrenaron «Hugonotes», «La Africana», «E! Profeta» y «Roberto el Diablo».

Ese álbum lo fué completando más tarde y, por cierto, nos contaba con qué emoción fué un día a recoger la firma de Sara Bernhardt en los principios de su gloria: -¡Qué amable me recibió y qué cosas más interesantes me dijo! -¿Y usted qué le decía, Pacho?, preguntábamos nosotros. -Pues, yo le explicaba cómo era Bilbao y el Campo Volantín, las calles bonitas y derechas, pero con tejados torcidos y feos, como señoras elegantes con sombreros viejos, y el Arbol gordo, la Casa de Jaspe, los Caños y el Arenal y... le gustó mucho.

Vivía entonces en Paris su prima Eloisa Gaminde, casada con Abaroa, mujer inteligente e interesante y que estaba muy au dessus du panier, como allí se decia entonces.

Pacho frecuentaba mucho la casa de su prima, aunque, por conservar su independencia, vivía en un cuarto modesto de barrio apartado.

Por entonces, se daban en las Tullerías unos bailes los jueves de cada semana, muy íntimos y de escasos invitados, y de los que, por esta misma circunstancia, eran muy codiciadas las invitaciones.

Un día, en un almuerzo en casa de Eloísa, se hablaba de ellos y se comentaba que la Emperatriz tuvo empeño en dar fresas a sus invitados del último, y no pudo conseguirlas, y que Eloísa tuvo la suerte, dos días después, de poder dárselas a los suyos, aunque pagando a un franco cada fresa, precio que entonces era algo fabuloso. Se hallaban en el almuerzo los Embajadores de España, y como Eloísa mostrase gran curiosidad por ver esos bailes, su amigo el Embajador, que marchaba con su señora a Londres, le ofreció mandarla sus invitaciones para que fuese en su nombre con otro señor, pero advirtiendo que su acompañante deberla ir de uniforme.

-Magnífico; pues voy con Pacho, dijo Eloísa divertidisima.

-Y ya sabes, Pacho, procúrate un uniforme, por lo menos de general; el jueves vamos. Al día siguiente, al mandarla el Embajador las invitaciones, la advertía de que, según noticias, la Emperatriz estaba disgustada de que se hubiesen suplantado personas con invitaciones de otras en el último baile y que, por tanto, tuviese cuidado.

Pero Eloísa no desistió y aun consiguió de las señoras de Agüero, sobrinas de Prim, un uniforme de éste, que tenían en su casa para sus viajes a París, y el cual, arreglando algo las mangas, iba bastante bien a Pacho. El bicornio con plumero lo tenía que llevar en la mano porque ése ya no le cabía.

Llegado el jueves, salieron ambos de casa de Eloísa, y en gran coche, para las Tuller!as.

En el camino y al llegar, tuvo Eloísa un momento de temor y dijo a Pacho: -Mira, a ti no te importa, sube solo primero y, si no te pasa nada, me vienes a buscar; te espero en el coche. En efecto, Pacho, con su plumero bajo el brazo, gran uniforme y una gorra escocesa, que trajo para cubrirse en el coche y que se le olvidaba quitar, bajó y, muy decidido, empezó a subir la escalera imperial, donde, en cada peldaño, uno de los cien guardias a cada lado, daba, con su partesana, un golpe en el suelo a su paso. Queriendo saludar al primer guardia, se quitó la gorra y la echó hacia fuera; luego iba subiendo y saludando a todos y diciendo, por lo bajo, cada vez: -Si supiérais que soy Pachito. Llegado arriba fué anunciado con el nombre de su invitación en alta voz y pasó sin novedad. Entonces bajó a buscar a su prima y subieron de nuevo juntos, entre los guardias y, penetrando ya en los salones. -¡No hay idea, decía, de cómo estaba aquéllo!, ¡qué elegancias! La Princesa Matilde, la de Metternich, la de Brunswigh, como estrellas brillantes, y la Emperatriz, rodeada de princesas y embajadoras, presiosa de toda presiosidad. ¡Y qué saludos y qué monadas! -¿Y Napoleón, qué tal? -Presioso también, rodeado de Morny y los demás.

-¡Qué bien, Pacho, le decíamos, ¿y qué tal pasó usted la noche de Duque? Porque, en aquella fiesta como si lo fuera usted, y ¡embajador y general a la vez! -¡Pues mira, bien; la espada me hacía tropezar a veces y pegar en las piernas a otros señores, pero, por lo demás, bien; yo tomé muchos helados porque había buffets en varios sitios y, para que no me conocieran lo mucho que repetía, iba alter- nando. Yo saludaba a todos y todos me saludaban, y hasta los que sabían que era Pacho me llamaban general.

Al terminar la fiesta acompañó a Eloísa a su casa, y luego, con su gran uniforme y plumero al brazo, se fué a su cuarto del barrio. Cuando el coche lo dejó y se fué, llamó a la puerta, pero se puso a pensar en la dificultad de sacarse las sendas botas altas solo y en su cuarto; llamó a un vigilante de paso y, sentándose en el quicio de la puerta, le rogó tirase de ellas, gratificándole por el esfuerzo.

La patrona de su casa, al abrir la puerta y encontrarse a Pacho de uniforme, con las botas en una mano y el plumero en la otra, hizo mil gestos de asombro al entregarle la palmatoria. Mientras subían las escaleras se disculpaba la pobre señora de no haber sabido antes que su huésped fuera un general; y como Pacho se volviese para explicárselo, tuvo el descuido de dar con la llama de la vela en el plumero, que all! quedó hecho cenizas, como el generalato efimero de nuestro querido amigo.

El día de Reyes, en la comida de casa de Abaroa, se repartió un pastel y se advirtió a los comensales que, a quien le tocase en suerte el grano de haba famoso, quedaba obligado a dar otra comida como aquélla a todos. Pacho, tanteando su pedazo con el tenedor, advirtió ya que allí había algo duro y, aterrado de las consecuencias, consiguió, disimuladamente, meter un trozo en la boca con el tropiezo. En efecto, era el haba, pero un grano enorme, de porcelana y con una carita, y pasó unas serias angustias y malísimo rato para tragársela disimuladamente.

Como consecuencia del escamoteo, no aparecía el futuro pagador de la comida y, entonces, atribuyendo la falta a descuido del pastelero, se impuso la dueña de la casa la obligación de repetir la comida. Al día siguiente y después de una purga y de unos trances apuradísimos, Pacho se confesaba a los Abaroa, quienes celebraron mucho la aventura, manteniendo gustosos el cumplir ellos con lo ofrecido por Eloísa a los convidados.

En París tuvo excelentes relaciones y conocimientos y, durante toda su vida, recordaba con deleite aquella época álgida del «bel canto» y de la ópera, de la Patti cantando «Traviata» y lo grandioso de los bailes de «El Profeta». -¡No hay idea!, repetía, y tocaba al pia- no los aires favoritos y culminantes de esas y otras óperas contemporáneas del Imperio. Tenía una gran disposición natural para el piano y, especialmente, tocaba los valses de John Straus, Metra y Waldteufel, a la moda de entonces.

Se decía que a Straus, que le oyó tocar, le llamó la atención, asegurándole un gran porvenir si estudiaba seriamente el piano.

Cuando volvió a Bilbao, puso una correduría marítima en la calle de la Estufa, cosa que encajaba poco con sus aficiones, que eran más bien artísticas y decorativas, y, como París le atraía siempre y pensaba en él constantemente, buscó un colaborador para la correduría e ideó poner una tienda de novedades, para tener pretexto de ir a menudo de compras allá. La puso en la calle del Correo con el título de «Au monde elegant», título que nadie pronunció nunca, pues se llamó siempre y para todos «la tienda de Pacho».

Tenía novedades en la parte delantera, y en la segunda mitad, pianos y música. De los pianos a la venta, tenía siempre dos bien afinados, para poder tocar a dos pianos con los amigos, especialmente con Javier Arisqueta y Juan Carlos Gortázar, y allí se hacía tertulia y música en las primeras horas de la noche, pasando, al oírle tocar y hacer comentarios, ratos deliciosos. Tenía dos libros gordos encuadernados, para tocar a dos pianos, con trozos de Gounod, que él adoraba: «Romeo y Julieta», «Fausto», etc., y otros dos con piezas variadas y escogidas, y a las dos series las llamaba Gounod y el serdo. Esto último, al de las piezas variadas, pues, según él, no tenía desperdicio. El final de sesión eran recuerdos de aires de la Patti y valses, que tocaba con verdadera devoción y con unas exclamaciones contenidas de entusiasmo que nos emocionaban a los oyentes.

Esto era agradabilísimo, pero lo grande era lo de la tienda y, sobre todo, el mecanismo comercial que empleaba y que era absolutamente antieconómico. En cuanto tenia impaciencias por París, empezaba por decir a su dependiente, Nazario, que ya era preciso ir para refrescar la tienda; hasta que el dependiente asentía y, entonces, formaba con él una lista de las compras a hacer. La lista era, generalmente, de cosas aisladas y con aplicación y comprador ya definido: un reloj de comedor para el regalo de boda a Fulanita y que compraría su tía Zutana. Un espejo para el cumpleaños de la otra, que su madre quiso comprar el año pasado y no hubo. Un juego de palangana que le falta a otro y que le preguntaba cuándo lo traería. Y así el resto. Salía con la lista y, al llegar a París, casi siempre escribía a Nazario haberla perdido y pidiendo una copia. Era el pretexto para estar ocho días más, tiempo que tardarían la carta y la contestación de Bilbao. En este tiempo veía escaparates, casas, teatros y cuanto había de ver y saborear; se unía a los bilbaínos que encontraba en París, les ayudaba en sus compras, hacia visitas y se divertía. Llegada la lista. empezaba a comprar todo lo mejor que veía y en las tiendas más céntricas y caras de los bulevares; completaba, daba instrucciones de envío y volvía siempre entusiasmado y contando maravillas de París.

A la llegada de las facturas y letras, era ella. Se presentaba el cobrador del Banco España, que él llamaba el de Bien Estamos, por las iniciales de la gorra, y se ponía furioso por el cambio. -¿Cómo podía ser que mil francos fuesen mil doscientas pesetas? Nos interpelaba a todos, sacando dos monedas de a peseta y de un franco. -Veis, decía, son iguales; ésta con un chico y éste con una señora, pero son iguales. ¿Por qué hay que dar doscientas pesetas? ¿Y para quién son? Porque no son para el de París; deben ser para Pedro Muñoz. Este era un cambista que hábía frente a su tienda y que le preocupaba cuánto ganaba sin dar cosas ni ir a París.

Luego, a las compras las colocaba en el escaparate y en el interior y se extasiaba contemplándolas. Las más bonitas las llevaba a su casa, porque le daba pena que algún indiano, de los que decían «desanche», «luz elástica» y «atmósfera de reloj», las compraran y no las apreciasen.

Un día se presentó uno de estos indianos pidiéndole «un capricho para regalo». Tenía sobre una mesa un precioso centro con cuatro figuras y el indiano preguntó que para qué era y quiénes eran las figuras. Pacho, furioso y guasón, le dijo, con mucha seriedad, que aquello era para poner arroz con leche y las figuras las partes del mundo donde se comía ese postre, y, tocando la barbilla de cada una, le iba explicando: -Esta es Europa; ésta, Asia; ésta, Africa; y ésta..., el Ensanche. El indiano quedó confuso y, naturalmente, no compró el centro y nosotros presentes, sin poder contener la risa, nos retiramos al fondo de la tienda.

Otra de sus preocupaciones eran los catalanes y los alemanes: De los primeros, temía que le cambiasen y le falsificasen todo. Contaba que, en una ocasión. encargó a un viajante una Dolorosa, cuya muestra de cabeza le hablan enseñado y era muy hermosa, con la condición precisa de que fuera exactamente igual a la muestra. Decía que le mandó una imagen horrorosa, que se parecla a una tendera, vecina suya, gorda y a quien él llamaba «Cláusula», porque en una ocasión le contó que su hijo cazaba con una escopeta de cláusula.

En otra ocasión pidió unos crucifijos y se los mandaron con unos nimbos de hoja de lata en ellos y unos remates en la cruz, que se soltaban y que los convertían en cosa de pacotilla.

Y ya, en otro capítulo, he contado lo que le sucedió en la Exposición de Parls, al comprar unos muebles que deblan pasar por Barcelona, desde Italia, y los rechazó por solo ese tránsito y de miedo que se lo falsificaran al paso.

De los alemanes tenia la idea de que hacían todo gordo y feo y que los angelitos y figuras de centros y candelabros estaban como rellenos de manteca y de cerveza y eran como de salchicha. Para él, París y ninguna otra procedencia, pues allí todo era fino y delicado, elegante y gracioso.

Otro aspecto de la tienda era el palco. Asl llamaba él a la puerta abierta desde la que, de pie, con algún amigo, vela pasar a la gente por la calle del Correo. Y allí de las observaciones de Pacho. De vez en cuando, las interrumpla para sacudir a los chicos, que, con la nariz pegada en el cristal, miraban el escaparate: -Chicos, ¡fuera!; se mira con los ojos y no con los mocos.

Luego, volviendo al puesto, decla: -Mira. alli viene fulano, fíjate, ya ha dado el bajón. Eso del bajón, como todo lo de edad, enfermedades y muertes, era su gran preocupación.

Venían, a veces, las señoras de un sermón, en grupo y con mantilla. Un dla Pacho las interpeló: -¿Qué os ha dicho el predicador? -Ay, Pacho, ha estado sublime; debió usted haberle oído; ha hablado de la muerte y ha dicho que hay que tenerla siempre presente. -Pues yo, no; si hubiera en la botica de Somonte pfldoras para ol- vidar, compraría y tomaría. Además, ya sabéis lo de los mejores frailes, aquéllos que dicen a otro hermano: morir tenemos; el otro le contesta fastidiao: ya lo sabemos. Mirad, yo tengo en casa un álbum de fotografías que no hay sermón que le iguale en eso de pensar en la vejez; figúrate que están allf Pilita, joven y sonrosada, y Lesca, pollo. (Estos aludidos tenían entonces ya ochenta y más años). ¡Qué tristeza no dará eso!

Cuando las señoras insistían con él en que Dios veía, Dios castigaba, Dios se enfadaba, etc., él se ponia furioso: -Vosotras creéis que Dios es como Chávarri, que va por la mañana al escritorio y le dice al dependiente, mientras ve los papeles: «Hoy, que llueva; que le toque la lotería a Mauricio, el de Belosticalle; que se muera la gorda de las Ollerías, y que le den viruelas al barrendero tuerto». ¡No!, eso no es así, no puede ser, ¡veréis qué chasco cuando vayáis al otro mundo! Dios ya tiene todo hecho y está mirando y sonriendo de lo coitaos que somos todos y de nuestras tontadas.

A mi hijo, que un día pasó por allí, le preguntaba: -¿Ya eres bueno? ¿Ya quieres ir al sielo? ¿Te gusta el tosino del sielo? Pues, figúrate como será la bersa.

También dec!a que lo mejor del cielo es el que no habían letras de cambio y no vienen los del «Bien Estamos» (Banco de España) o los del «Buen Balanse» (Banco de Bilbao). Que le parecía muy agradable estar rodeado de buenos, pero que tenía miedo de estar allí triste, porque, en general, los buenos son tristes.

Su ilusión era que, para su gran vejez y para retirarse él, «llegase a haber un e convento de alegres». Un convento de no reñir y dejarlos a todos en paz, con buen chocolate, caldo limpio, merluza frita, solomillo y, de vez en cuando, morcilla, sandía y helados, y, en las fiestas, tosino del sielo y tarta. Que hubiese piano y se pudiese llevar Gounod y el serdo y «no hubiese más botica que de hierbas».

Cuando, por aparecer un médico, se hablaba de enfermedades, era para él lo de más interés. Un día le dijeron que una muchacha, conocida suya, sufría de vejez prematura. Qué cosa, ¿hay eso también?, ¿jóvenes que son ya viejos? ¡Qué raro! Y dígame usted, pregunta al médico que hablaba, ¿no habrá juventud tardía para mí?

Decía que él prefería tener médico malo a médico bueno: -Mira, si estás en la cama y te ve un médico malo y te dice que tienes pulmonía, te ríes y no crees; pero si viene Obieta y te dice eso, pues te has fastidiado. Nunca tomaba medicamentos y los que le ordenaban, los dosificaba exactamente, echándolos luego al vaso de noche. Si estando enfermo se sentía con fiebre, metía las manos en agua fría, para que el médico, al pulsarle, no lo conociera. Y en ocasión de hacerle un análisis, mandó llevar al laboratorio secreción de otra persona, engañando al médico.

Cuando se hablaba de morirse no ocultaba su protesta. -Pero, Pacho, le decíamos, hay que conformarse. -¡Ayl, mira, si fuese todos juntos, a las tres de la tarde, en el Arenal y cogidos de la mano, no me importaría tanto, ¡pero eso de que se queden otros! -¿De modo que usted, Pacho, seria capaz de quedarse el último y solo? -Si -¿Y qué haría usted? -Pues, vería lo que tenía en la cómoda la de Epalza y comería los jamones de la tienda de Blanco. -¡Bueno! Pero, al fin, se pudrirían los jamones, todo se llenaría de polvo y estaría usted muy aburrido. -Más aburrido estás muerto, nos replicaba.

Por fortuna, Pacho tenía una excelente salud y un apetito notable. En una ocasión, después de haber comido, repitió el café, luego el postre; luego, recordando lo bueno que fué el principio, pidió y comió; luego, cocido, y acabó con la sopa con que antes empezase. En otra, le acompañé yo a comprar una sandía, fruta que le gustaba con pasión, y fuimos a sentarnos a un banco de la Estufa, donde, bajo el balcón abierto de Javier Arisqueta, le oíamos a éste tocar el piano. Eran ya las nueve de la noche y, a pesar de lo agradable de la estancia, yo me levanté para irme a casa, y Pacho, que habla catado y probado la sandía, se quedó allí sentado.

Al día siguiente le pregunté si se habla comido la sandía en el banco y me contestó, con toda modestia: -Comerla si, pero fui a otro banco, para que no dijesen que fué de una sentada.

Su pasión eran los helados. y como tenía una horchatería enfrente de su tienda, el verano tomaba cantidades enormes, sobre todo de horchata de chufas, que era el refresco de su predilección. Cuando empezaba y acababa la temporada de horchata, me telefoneaba siempre, diciendo: -Tú, ven hoy, que hay aquello. Yo iba, y antes, en su tienda y para tomar aquello, cogía dos floreros de cristal, me daba uno y, con el otro bajo la americana, pasaba corriendo, como un chico, hasta el mostrador del horchatero. -Cárgueme usted este vapor, decía, y, después de repetir con el mío, me llevaba a una mesa de rincón. Apenas ponía el barquillo en la boca y aspiraba, empezaban los elogios: - ¡Qué bueno!, yo quisiera una bañera de esto, bañarme y, estando dentro, aspirar por la fulla. Una cosa grande que no se acabe; en esto, ves, ya baja la marea y da tristeza. Hubo años que contrató con el horchatero, por dos pesetas, lo que sobraba a las nueve de la noche, y se tomaba cantidades enormes de horchata, entre suspiros de satisfacción.

Otro de los grandes atractivos de vecindad de su tienda, eran las visitas de un dentista, que vivía también enfrente, y que le contaba cosas tan extraordinarias, que nos telefoneaba para que le oyésemos y no le dijéramos luego que eran trolas suyas.

En una de estas visitas, fué lo del «ubano». Pacho tenía mucha afición a los pájaros raros y los traía de París. A veces tenía en la tienda jaulas con algunos, y en una de esas ocasiones entró el dentista. -¡Qué bonitos pájaros tiene usted!; éste es gorrión de Manila; éste, colibrí de caperuza; éste, mirlo de Australia; ésta es una hembra de penzolí del japón, éste... - Caramba, cuánto entiende usted de pájaros, dice Pacho. -Sí, no lo sabe usted bien; conozco todos. Mire usted, en una ocasión y en los alrededores de Madrid, un hermano mío y sus amigos cazaban pájaros con red, y yo estaba con ellos. Al ir a la red, nos encontramos con más de mil, y muchos de distintas clases, que apenas conocian mis compañeros ni mi hermano. Yo los clasifiqué a todos por sus nombres, y, ya al final, me encontré con uno excepcional. ¿Sabéis lo que tenéis aquí? - No. - Pues el ubano, pájaro rarísimo; ¡como que sólo viene una vez cada mil años al mundo! Y así era, en efecto.

Todos los presentes nos miramos, y nos mordíamos los labios de risa mirando a Pacho y, en efecto, éste, con mucha seriedad, le interrumpe y dice: -Caramba, pues ya es usted listo, para llegar a conocer al pájaro ese que viene cada mil años; porque como estamos en 1892, aquél era el segundo pájaro que había venido todo lo más.

El dentista no supo qué decir; todos soltamos la carcajada, y que- dó ya la historia del ubano consagrada como una de las trolas más grandes de la historia. Tuvo luego la repercusión del Kurding y de la Habanera.

El mismo vecino le contó en otra ocasión que una señora que él conoció en Madrid, hizo un viaje a América, naufragó y fué a salvarse sola en una isla, donde no había más que un mono, grande y hermoso, que desde el primer momento la obsequió con nueces y la acompañaba. Llegaron a enamorarse, y se casaron y tuvieron un hijo monito; pero la señora echaba de menos su vida de Madrid, y un día, al pasar de lejos un vapor, le hizo señas con un pañuelo que le quedaba; la vieron del vapor, destacaron un bote y la recogieron de la playa, llevándosela a bordo. En esto, aparecio el mono marido, y al ver aquella fuga de su esposa, coge a su hijito, y tirando fuerte al separarle las dos piernas, lo abre en dos pedazos y los tira al agua en presencia aún cercana de la madre.

Esta historia trola, comentada por Pacho, era algo incomparable, de divertido y graciosisimo.

Después de contárnosla, llamaba al vecino y, muy serio, lo presentaba a los oyentes, diciendo: -Este es el señor que tiene una amiga, que ya os conté cómo naufragó y se casó con un mono. -Si, -decía el otro encantado- Rosita González, que tal vez ustedes conocerán. -No, decíamos los oyentes, y Pacho le añadía: -Sí, este señor sabe muchas cosas. Nos tiene usted que contar aquello de su amigo, que fué a vender sombreros a un pueblo de Africa, de negros, de esos que comen gente, y cómo se libró él gracias a lo listo que era.

-Si que lo oirá usted y con todo detalle.

Y asi por el estilo muy a menudo. Era morirse de risa.

Cuando nos contaba sus sueños y sus cuentos, se sonreía, porque de ordinario eran criticas de cosas finamente hechas, pero siempre con esa claridad y sencillez de parábola evangélica y esa forma bilbaína, que eran su mayor encanto.

De uno recuerdo, memorable del todo. Nos dijo que habla tenido un sueño y quería recordarlo. Soñó que Dios quiso de nuevo bajar al mundo, para dar una vuelta y ver de cerca cómo andaban aquí las cosas. Salió del cielo y cayó en Inglaterra. Paseó, lo vió todo y, satisfecho, no pudo menos de decir: -Estos ingleses son protestantesitos, pero desentes; y, ¡qué bien tienen arreglado todo!... Pasó a Francia, recorrió todo lo que quiso y también le gustó, diciendo: -Estos franchutes, saben vivir, tienen esta parte del mundo monísima y bien arreglada, y ellos son alegres y muy serviciales y amables... Habrá que perdonarles ese poco de cancán que les divierte...

Acabada de ver Francia, se le ocurrió: - Pues ahora, ya que estoy cerca, voy a ver España, ese pueblo en que dicen que yo reinaré. En efecto; se metió en el tren y bajó en lrún. Apenas puesto el pie en la estación, un maletero, con un baúl, le tropieza, y otro tropieza con el primero, lanzando los dos, a gritos, dos tremendas blasfemias contra su santo nombre. -No debe ser aquí, dijo, y dando media vuelta se marchó, sin querer ver más en aquel viaje.

Hay todo un mundo de reflexiones en este sencillo cuento de Pacho, que como otros suyos, no eran simples chirenadas.

A veces, en la tienda, era escaso el movimiento, y en días lluviosos de invierno no se vendía nada y la tertulia era a puerta cerrada. Una de esas noches, Pacho se dolía de ello; eran ya las siete de la tarde y proponía a Nazario el cerrar. Un tertuliano viejo y rico, que hizo su fortuna en el comercio, en América, le motejaba de poca resistencia, diciéndole: - A nosotros, en América, nos daba muchas noches la una de la madrugada tras del mostrador. -Ay, sí- contestaba Pacho-, ya estaría usted, don Fulano, pero vendiendo.

Le gustaban mucho las expansiones de alegría de los chicos jugando en la calle, y en un cuaderno famoso, que ya sería curioso hoy encontrar y conocer, apuntaba en notas las canciones de los que oía pasar ante su tienda.

-Ya ves, decía, qué quieres más canto de felicidad que este que cantaban ayer tres chicos saltando y cogidos de la mano:

Hoy mos comido pucha,
porque es día del padre.
¡Vivaaaaaa...!

Con todos estos incidentes no era pues de extrañar que aquella tienda tuviese para nosotros grandes atractivos y formase parte muy principal de nuestras distracciones y nos dejase recuerdo imborrable.

Otras cosas de Pacho

PERO no sólo en la tienda disfrutábamos del humor y ocurrencias de este original y delicado amigo. Un día nos dijo que habla encontrado en la calle a una señorita de su tiempo y que recordando haberla oído cantar, hacia ya muchos años, le habló de ello y que, con gran asombro suyo, le dijo conservaba fresca su voz y tendría gusto en cantar delante de él y sus amigos.

De esta señorita y sus hermanas he hablado ya, al describir los paseos de corridas en el Arenal, pero no las conociamos en la intimidad, aunque lo deseábamos mucho hacía tiempo.

Así, fuimos con él cuatro o cinco a casa de aquella artista de tan admirable temple, y tuvimos el gusto de conocer, en su casa, a las señoritas de (.t.r.z..t.). Eran cuatro hermanas solteras, de las cuales, la más joven contaría, entonces. cerca de los sesenta años, pero que conservaban un humor, una actividad y unas dotes verdaderamente envidiables.

Cada una de ellas sobresalía en algo, siendo la especialidad de la mayor, que era Lolita, la de contar unos cuentos especialísimos y muy originales. La segunda, que se llamaba Aurea, era la que cantaba, con un amore y un empuje, que parecía que no habían pasado los años para ella. La tercera, Julia, tocaba el piano y acompañaba a su hermana; y la cuarta, Agustina (Aguchis), era la polla y el encanto y admiración de sus tres hermanas.

Hechas las presentaciones y recuerdos de paseos, aquellas encantadoras y amabilísimas señoritas nos enseñaron su casa y la visitamos toda en su compañía y con toda clase de explicaciones: primero, la cocina, limpísima y reluciente, donde la criada, sentada junto al fogón, con delantal y cofia impecables de blancura, estaba en actitud de reina egipcia petrificada; después seguían los cuartos, con sus camas de ferrocarril, esto es, montadas sobre unos canales de madera encerada, invención de ellas, para moverlas y mudarlas con facilidad. Sobre las colchas había las almohadas de día, que eran como unos enormes lazos de peluche y raso, en colores y rellenos de pluma y que, según ellas, eran sólo de lucimiento y se quitaban de noche. Uno de los cuartos se llamaba «de Ocharan», porque, según decían, el papel era igual a otro que había en casa de aquel señor; otro era el de la «polla enamorada», y se llamaba así, porque en el dibujo del papel había unas jaulitas con un pájaro blanco dentro en actitud de cantar. Durante el paseo, se daba con la puerta del cuarto escusado de la casa, que estaba abierto y brillante de limpieza; una de ellas se adelantaba y, al acercarse los visitantes, tiraba de la cadena: -La cascada, decían las demás. Qué limpio, decia Pacho, y, entonces, la de dentro, añadía: -Si, pero, además, la sirvienta lo pasa todos los días con limón y estropajo.

Y se llegaba al comedor, que era una preciosidad. Al entrar, se colocaba una de las hermanas a cada lado de la chimenea y ante unos armarios cerrados; otra de ellas, explicaba: -Esta es la semana de manzanas. En efecto, en todas las baldas, encima de todas las copas, en el aparador. en la chimenea, en un centro de la mesa y en cada rincón posible, había una infinidad de manzanas en filas, pirámides o montadas en vértice. -Tenemos semanas de huevos, de peras, de melocotones, de naranjas y de sidra, y así estamos siempre como en el campo. El efecto era abrumador y no nos atrevíamos a comentario alguno, mirando a todos lados. -A veces decian-variamos el centro y, en vez de esa lámpara, ponemos una sombrilla con enredaderas cayendo y manzanas en las puntas de las varillas. Es precioso, pero sólo para las fiestas de día, pues de noche hace falta la lámpara.

Daba terror pensar en la ágil actividad que tendrian que desplegar las cuatro hermanas en aquellas tareas.

Al volvernos a admirar la chimenea. nos ensenaron al niño Pepito, que era una muñeca, en camisa, sentada, con un brazo en jarras y una flor postiza en la otra mano: -Es la primera muñeca que tuvimos y que conservamos con cariño. Esta camisita la cortó Lolita, la cosió Aurea, la bordó Julita y la planchó y puso Aguchis; vean ustedes qué monada.

De repente, las dos hermanas, situadas en los armarios de junto a la chimenea, abrían, a la vez, sus puertas, viéndose dentro varios vestidos de mujer con los cuerpos en lo alto, con las mangas hacia arriba y las faldas colgadas debajo. -Son los trajes de corridas. En efecto, eran sus galas, que, desde hada muchos años, usaban para el Paseo del Arenal en esos días y que nosotros ya conocíamos.

Pacho, conociendo la historia, se acercaba diciendo: -¡Qué magnífico, qué hermosas telas de seda gorda! ¡Ya no se hace nada parecido! En efecto, picaban enseguida y contestaban ellas: -Sí, solo para coser este gris, de hermosa tela, se rompieron catorce paquetes de agujas.

Luego se pasó a la sala. Allí, en el centro y sobre una mesa, estaban los cuadernos de música de Aurea, forrados de cuero de Rusia y con su nombre en todas letras y doradas en la pasta. Según decían, tenían tanta música, que, cuando algo hacía falta en el teatro, venían a buscarla allí; y había costado tanto, que perjudicaba a las demás en su hijuela. En un lado estaba el piano y detrás un inmenso cuadro de la Virgen, cuya serpiente del pie parecía salir del cuerpo de Julita, cuando se sentaba a tocar.

Después de unos preliminares sobre lo brillante de la voz de Aurea, que, a su juicio, era una voz macho, y de unos pujos de modestia de las hermanas, empezó la audición, que fué magnífica: Una aria de «Due Foscari», la cavatina de la muerte de «Atila», el «Trovador» y «Traviata» y, luego, el bolero de los «Diamantes de la Corona», tocando Julita, cantando Aurea y Aguchis y tocando Lolita las castañuelas.

Fué aparatoso y memorable y de tal éxito, que quedó ya convenido en organizar un concierto formal y con «más personas de convite» para oír aquellas maravillas.

Luego, Lolita nos contó el cuento de la «Bella Pera», que no se dejaba coger de nadie, orgullosa en lo alto del árbol y que asi fué engordando y madurando, hasta que un dia, con un ligero viento y ya pasada, vino a caer, no en boca de un príncipe, sino sobre ¡un m.c.rd.! Y esto último, dicho con tal solemnidad, que no había medio de contener la carcajada.

El del tamborilero de Lequeitio, que se dejó coger en la Plaza por el toro de cuerda, embobado al mirar la belleza de Aguchis con mantilla, que estaba en un balcón del Ayuntamiento.

Estos cuentos. con acción y coro de las hermanas, tenian un encanto especial.

Alabando la belleza del cutis de Aguchis, nos decian sus hermanas que «era tan blanca, que sudaba leche».

Los que sudábamos café, para no estallar de risa a cada momento, éramos nosotros, que, al fin, salimos con la esperanza del gran concierto ofrecido.

Este llegó y fué magnifico. Yo fui vestido y peinado de Donizetti, con corbata de vueltas y pelo hacia adelante. Luis Aznar y María Jane no podían ya subir la escalera de los estallidos de risa por las observaciones de Pacho. Este recomendaba el no reírse ante el niño Pepito, y no olvidarse de alabar y aplaudir todo.

Vino mucha gente, ansiosa de conocer aquel conjunto de cosas deliciosas. y además de la que se veía en la sala, ellas aseguraban que en cuartos oscuros de la casa había mucha gente de luto.

Empezó el concierto y después de un aria de Mercadante y de lo de Atila la furiosa, como ella decía, vino lo solemne, que fué, el «Miserere del Trovador», con tenor y coro. El tenor era Tous, nuestro amigo, que estaba en un cuarto, detrás de una reja hecha con listones y en una puerta de la sala. Dentro del cuarto, sentado en el suelo y con una vela sobre una mesa de noche, para leer su papel, cantaba Tous su parte; Aurea, tras el piano, que tocaba Pacho; Julia, Aguchis y algunos de nosotros en el coro, y Lolita, dirigiendo con energía, sobre todo en las frases cortadas del «Miserere» ... Fué grandioso.

Luego, y antes del convite, hubo una segunda parte de piano solo por julita. Esta tocó dos piezas de fuerza, como alarde de virtuosismo, y luego, lo que le pedía el auditorio: -Toca aquella polka que le gusta tanto al Marqués, decía Lolita, y venía la polka. -Y aquella habanera que le gusta al Conde, pedía Aurea. -Y la marcha que le gusta al General. Después de varias piezas así pedidas, Lolita pidió la mazurka que le gustaba a «don Fulano de Tal». Comentábamos ya que este admirador fuese así, un simple mortal sin titulo, cuando de un extremo del salón añade Aguchis: -Este señor es millonario, y tiene una finca en ... en ... Jaén, con pajarera y pesquera, añade Julia al empezarla.

Después de muchos aplausos y al levantarse Julita saludando, pidieron que tocase algo Javier Arisqueta. Este se sentó al piano y como dijese que no sabía qué tocar, dice Pacho de una esquina: -Javier, toca aquello que le gusta tanto a la Diputasión...

Luego vino el convite, en que había de todo: chocolate, dulces, frutas, sidra y una anguila de mazapán, que guardaban desde Navidad y estaba algo dura. El niño Pepito, con su camisita y su flor, presidía desde la chimenea el ágape. María Jane quería llevárselo y nos costó disuadirle. Hubo cuentos en la mesa y alusiones a la belleza de Aguchis, acerca de la cual contaban que: «cayendo enferma de cólico, recomendó Obieta unos lavatorios mecánicos y que al aplicárselos y acercarse, quedó aturdido y confuso, diciendo que nunca vió nada más hermoso».

Y reanudado el concierto y luego de otra aria, vino el grandioso y patético final, para el cual se apagaron todas las luces de la sala, quedando solo encendida y en el centro una única, en farol verde, que nos bañaba a todos de una tenue claridad. Así estuvimos un buen rato y cuando ya nos creyeron empapados de pleno idealismo, el piano preludió y siguió el canto, casi suspirado, de Aurea, diciéndonos el «Adiós», de Schubert, de una manera tan conmovedora y romántica y coreado de tan largos y profundos suspiros de las otras tres, que gracias a la oscuridad pudo acabar sin el estallido, que al final, y con una frase oportuna de Pacho, tuvo su expansión.

Aquel concierto fué, pues, memorable, y posteriormente tuvimos allí reuniones y visitamos con frecuencia a aquellas buenísimas e interesantísimas amigas a quienes por cierto Julián Gayarre también conoció y visitó.

Buenas, amables, cariñosísimas y con el encanto de vivir su juventud unos cuarenta años después de extinguida y sin darse cuenta de ello ni del cambio de los tiempos, costumbres, modas y gustos, eran una verdadera delicia del espíritu, que saboreada en la compañia y con los comentarios de Pacho, son inolvidables.

* * *



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En el Arenal: «Háste amante».'
Fotografía del autor.-1896.


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El Cuartito
De izquierda a derecha: delante. Lope Alaña, Juan Carlos Cortázar;
detrás, Luis Pueyo, Eduardo Torres Vildósola.



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Pacho Gaminde delante de su tienda; al fondo, el pilar de la avellanera.'
Fotografía tomada por el autor.-1895.

Con Pacho hacíamos también expediciones. Una tarde fuimos a Pedernales con él seis o siete amigos: Juan Carlos, Javier y Luisa Arisqueta, Luis Aznar, Ramón lbarra, algún otro y yo, con intención de cenar, dormir y pasar en el campo el día siguiente. De Guernica íbamos en un coche de los que se llamaban familiares, de varios asientos.

Pacho, en la delantera, charlaba con el cochero y le preguntaba, si no habla visto u oído hablar de una torre alta que se llamaba de Eiffel y si la carretera, que estaba desierta excepto por dos personas que se veían de lejos, estaba siempre tan animada y con tantas señoras. El cochero le decía que sí, pero que aquellas no eran señoras, sino dos curas que paseaban. -¡Qué feliz es éste,-nos decía a nosotros -no sabe nada y cree que el mundo acaba en Bermeo.

Apenas llegados a Pedernales y ya anochecido, nos hizo ir, cogidos de la mano y en fila india, por un maizal, a lo que él llamaba la «gran Opera de Pedernales». Después de andar un rato y ya junto al río, nos hizo parar y callar, «para oír el silensio», como él decía, y que, en efecto, viniendo de los ruidos de poblado era lo más agradable e impresionante que podíamos oír.

Cenamos enormemente, y Pacho tomaba cantidad formidable de arbejas con patatas, perrechicos, chuletas con pimientos y arroz con leche, que había encargado no faltase. Por la noche, como estuviésemos acostados todos en cinco alcobas que rodeaban una sala, oíamos a Pacho que se revolvía en su cama dando algunos suspiros y quejidos: -¿Qué pasa, Pacho, está usted malo? -¡Ay. no, pero... me siento serdo! Las arbejas están haciendo a morradas con los pimientos y no puedo salir de esta cama de canutillo. Fuimos a verle y, en efecto, en el centro de una cama alta, estaba hundido y desaparecía entre los colchones, que le envolvían como a la crema del pastel que él evocaba. Eso no impidió que, al levantarnos por la mañana, le encontráramos en el balcón vestido de Baco, con corona de hojas de parra, una sobremesa por la espalda y una caña en la mano, con la que cogía cerezas de un árbol cercano y que devoraba. Un jarro de leche y dos tazas de chocolate con bizcochos hacían el resto del desayuno.

La comida, en el pórtico de la iglesia y ante el precioso espectá- culo de la ría de Mundaca, fué terrible. Dos sopas, más arbejas con patatas, cocidos, chorizo, chuletas, pollos, perrechicos, pucha en abundancia, dos fuentes de cerezas y café.

Gran sobremesa y charla amena y. como el día se nublase algo, a alguien se le ocurrió ir de visita, a pie, a la finca de Pedro Allende Salazar, en Murueta. Pacho no era partidario de andar a pie, pero, al fin y en vista de no darnos el sol, salió con cuatro de nosotros; los demás fueron en coche.

Al llegar a Busturia, carretera adelante, el sol volvió a salir y calentaba; Pacho iba delante, con el sombrero en la mano y ya sudoroso; los chicos de la escuela salían de clase y nos rodeaban curiosos: -¿Chicos, de dónde salís? -De la escuela. -¿Ya aprendéis mucho? -Sí, contestaban a coro. -¿A que no sabéis quiénes eran los sinco lerdos de Egipto? -No. -Pues, nosotros, y seguía andando ya resignado hasta Murueta, donde, después de una merienda que nos dió Perico Allende Salazar, aún se llevaba al coche dos enormes ramas de cerezo con fruta, para írselas comiendo en el camino.

* * *

Pero las expediciones grandes eran las de Lequeitio. Eloísa Gaminde, su prima, viuda entonces de Abaroa, y ya Condesa Torregrosa, pasaba allá los veranos, en su palacio de Uribarren, que antes del incendio, que lo consumió todo por el interior, era algo magnifico, y amueblado y puesto regiamente. Era Eloísa la persona más amable, simpática y cariñosa que podía encontrarse, y recibía allí, por las fiestas de San Antolín, con verdadera esplendidez a numerosos amigos e invitados; consiguiendo, entre su trato y el de su familia, tan agradables, una mesa exquisita, lo delicioso y magnífico de la estancia, tenernos allí encantados. Los Arisquetas, Juan Carlos Gortázar, los Aznares, Diego Mazas, Francisco Arteche y Rosario, su esposa, mi mujer y yo, y otros varios, solíamos ir con Pacho varios veranos, esos días, por una semana.

Un año, el muy simpático don Eduardo Aznar, padre, nos llevó, a toda la colonia bilbaína, a bordo del remolcador «Bilbao». Pacho no era muy marinero, a pesar de su largo viaje a América, y conservaba lo del mareo y un santo temor al mar. Apenas subido a bordo, extendió un colchón sobre cubierta y allí se tumbó, chupando limones todo el recorrido.

lbamos disfrutando los demás del viaje y, de vez en cuando, pasábamos a verle:

-¿Qué tal, Pacho?, y, mirando hacia la costa, decía: -¡Ay, veo un buey, qué envidia! -¿Pero, se siente usted mal? -No, mal no, pero prefiero estar en la cársel, y volvía a echarse.

En Lequeitio hizo mil cosas raras; vistió un muñeco con frac y, cuando estábamos todos al pie de la gran escalera, momentos antes de anunciar la comida, lo echó por la barandilla abajo, con espanto general.

Se metía en la cama a la hora del almuerzo y, al no verle venir a la mesa, íbamos a buscarle a su cuarto, encontrándole en la cama con careta y cantando en italiano.

Por las noches, venía a la tertulia la simpática familia López de Calle, que tenía otra espléndida casa en Lequeitio; se hacía música con Javier y Pacho y se jugaba a los juegos de moda entonces, como el acertijo vivo. Una noche y en este juego, apareció Pacho vestido con un largo traje de baño, careta y un farol encendido en la cintura. Nadie podía acertar el significado: ¿De angulero?, ¿de sereno de mar?, ¿de boya luminosa? ¡Nada, nadie acertaba! Pacho, paseándose por entre todos, desafiaba la adivinanza. Por fin, preguntó: -¿Sopitas? -Si, le dijeron los vencidos.

-Pues... de alumbranoches, y escapó a su cuarto entre las risas de todos.

Eloísa, que tenía joyas magníficas, y entre ellas un famoso collar de perlas, las enseñaba todos los años a las señoras que, encantadas, quedaban haciendo comentarios.

Pacho, ya de vuelta en el familiar, en que volvíamos por Guernica, y que con una bola de miga de pan y un palillo en la corbata simulaba una perla, decía a las señoras: -¡Qué cosa, lo que son las joyas! En mí nadie creerá que tengo perlas buenas, y ésta traje yo mismo de California.

Zubieta, la patriarcal y espléndida casa-palacio, donde Mario Adán de Yarza y su familia vivían en Lequeitio, era también lugar donde, varios días de aquellos, íbamos con Pacho a tomar el chocolate, con leche recién ordeñada; Pacho decía que aquello «era la casa de Abraham y mucho mejor que las Tullerías».

* * *

Seria interminable si pretendiese seguir con los recuerdos de Pacho, puesto que, en mis últimos años de Bilbao sobre todo, no hubo día que no nos hiciera disfrutar de su humor inagotable y de su fina gracia. Es, además, muy dificil hacer comprender, a quien no lo conoció personalmente, lo que todo esto era al verle y oírle a él. Nunca, excepto alguna vez, en casa de las señoritas de la tertulia, le vi reírse; y vestido casi siempre con un chaquet o una larga americana, pantalones anchos y una enorme corbata, chalina de lazo flotante, concentraba en su plácida cara serena una aureola de alegría y de guasa irresistible al más triste.

En sus últimos años y al ir una noche a cenar a casa de los Zabalburu, de cuya familia era muy amigo, tropezó en el jardín, tuvo una mala caída y allí empezó su fin.

Los médicos lo pusieron a régimen, y como no podía tomar helado me hacía a mí tomarlo, y él, sentado enfrente, disfrutaba viéndolo tomar y discutiendo si era mejor o no con canela. Un día, en una de esas escenas y sintiendo él su mal, me dijo:

-Ya sé, pronto tendré que ir; llegaré al cielo y me dirá San Pedro: «¡Hola, Pachito!, ¿ya vienes tú también?» Y le pienso decir: «Sí, pero si me deja usted pasar, ya le contaré a usted cosas de esos de Bilbao». Llegó su último día, y cumplidos sus deberes religiosos, estaba postrado, mientras una buena monja le hacia reflexiones: -Sí, don Pacho, todos tenemos que ir allá, y qué felicidad para usted ir así, santamente y con el cariño de su familia y sus amigos, cuando Dios le llama a usted. Pacho parecía resignado, pero aún, con un esfuerzo, pudo incorporarse y decir: -Ay, sí, pero si le pudiera usted decir que no me llame todavía.

Murió tranquilamente, y todos le lloramos porque fué bueno.

Adoraba a su hermana, quería a sus dependientes, a sus amigos; nunca hizo mal a nadie, alegrando, en cambio. la vida de toda nuestra generación. Con su aire infeliz y tranquilo, era todo un hombre y no le faltó valor personal. Siendo voluntario auxiliar durante el sitio y al hacer una guardia en Mallona, encontró a su relevo temblando en la garita: -¡Ay, Pacho, qué miedo! -¿De quién?, dijo Pacho. -De estos muertos. -Ah, yo no; me importan más los vivos con fusil que están detrás de la aspillera.

En otra ocasión, en la Puerta del Sol, de Madrid, un chulo se le atravesó en la acera, mirándole con aire de guasa; Pacho, muy sereno, le levantó en brazos, lo llevó a medio de la calle y lo dejó allí en el suelo, siguiendo su camino.

Disfrutó cuanto pudo, pero de alegrías fáciles y sencillas; así, todo sonreía a su lado, y las cosas más tristes con él se dulcificaban.

¡Delicioso recuerdo el de este buen amigo!


La Semana Santa

YO no sé si la Semana Santa de hoy en Bilbao tiene tanto interés para los actuales bilbaínos, como lo tenía en otro tiempo para nosotros, ya que era una de las épocas del año más animada y llena de notas típicas e interesantes.

Se empezaba ya desde el lunes y con la función del Quinario, en San Antón, por la tarde; en Ia cual, alternando con la predicación y oraciones de aquel devoto ejercicio, se tocaban, los cinco primeros días de la semana, las «Siete Palabras» de Haydn, en cuarteto de cuerda y durante las meditaciones.

En nuestros primeros tiempos, el sermón o ejercicio estaba a cargo del arcipreste y párroco, don Pedro Castañares, y que venía haciéndolos, muchos años antes, con el cuarteto anterior de los Amann, Juan y Emiliano, Palme y Antonio Torres. Hacia 1890 debió fallecer, y en el cuarteto sucedimos nosotros al anterior.

Poco después, las nuevas disposiciones eclesiásticas sobre ejecuciones musicales en la iglesia, acabaron con esta costumbre del cuarteto.

Había luego las famosas «Lamentaciones» en Santiago, donde era organista Aureliano Valle. Este y José Luis Ansón, que lo era de San Antón, hacían reverdecer en estos dias las obras de don Nicolás Ledesma, que se tocaban y oían, con gran placer y devoción, por profesionales y aficionados a la música.

La «Lamentación del Miércoles», de Ledesma, que es muy hermosa y tiene un pasaje brillante de tenor, la aprendió Julián Gayarre, con la intención de cantarla en Santiago, pero celos en ceder puesto tan honroso en ese dia de los de la capilla, impidieron que lo hiciera.

Luego habla las tinieblas, donde, de chicos, armados de martillos y carracas, íbamos encantados a romper la cabeza a Judas y clavar, en el barullo, al suelo, los vestidos de algunas beatas. De estas carracas las había de distintas formas y tamaños y una extraordinaria en casa de Palme, que se manejaba entre dos personas. La guardaba don Gustavo Rochelr en su casa de la calle del Correo. Por cierto que en una ocasión fué, este simpático, original y muy aficionado al arte, de viaje y, siendo los dias de Semana Santa, recordó que sus sobrinos estarian intrigados buscando este artefacto, y, a fin de evitarles desasosiegos, puso, desde Toledo o Sevilla, donde estaba, este originalísimo telegrama a su casa, en Bilbao:

«Armario chiquito, carraca grande.-Gustavo».

Durante el martes y miércoles que precedían a las procesiones, la gente joven estaba muy ocupada organizando elementos de ellas. En las procesiones todo se organizaba bajo la dirección de «Chomin Barullo», que era el representante del patrono de la Cofradía, cuyo cargo, y por tradición, estaba vinculado en la casa de Azurduy. Por cierto, que uno de esta antigua y noble familia se hizo popular, pues de él se decia, que era tan glotón que se comió el emplasto. Es de advertir que, en la época, estaban muy en uso, como emplastos calmantes y reconfortantes, los de pastel español, mojado en vino de Jerez, que se aplicaban al cuerpo.

Para las procesiones, en primer lugar se armaba el escuadrón de fariseos, con su capitán; se escogian los nueve muchachos, se repasaban y arreglaban los vistosos trajes de soldados romanos, guardados en el Convento de la Encarnación, y, desde el jueves, en los Oficios, empezaban a hacer guardia permanente en el monumento, de dos en dos y a los lados del mismo, hasta salir en la procesión del viernes en el Santo Entierro, haciendo guardia a la urna, con paso ritmico bien ensayado.

Recuerdo un año en que fué capitán Eduardo Aznar, y otro en que lo fué el hijo mayor de don Sabino Goicoechea.

Después se buscaban los elementos, que eran también cuatro muchachos que en la procesión del viernes llevaban arrastrando por el suelo cuatro banderas, representando al Cielo, la Tierra, el Agua y el Fuego. Tenían que agenciarse éstos la levita, chistera, guantes blancos, etc., de indumentaria y ensayar con Chomin, el solemne arrastre cadencioso de los palos de banderas y los cuatro a la vez.

Luego, los que pedirían para «La Soledad» en San Juan y San Antón, mientras la imagen estaba en aquéllos templos y acompañarla en su llegada y marcha y en las procesiones.

Y, por último, los que pedían para el entierro de Cristo.

De éstos había uno muy clásico; hombre modesto, pero muy celoso de ese devoto cargo esos días, que con cara placentera, una varita en cruz, negra, una chistera, levita y pantalón de una moda anterior en varios lustros a aquellos en que la usó, era una institución y cosa necesaria en la puerta de San Antón.

Y venían los Oficios y los monumentos, de los cuales había algunos pintados y decorativos, como el de «La Encarnación», que tenía forma de palacio judío y templo; el de «Santiago», que había sido pintado por el famoso pintor Luis Paret, a fines del siglo XVIII y en el que como fondo había un lienzo con un cielo que se movía en forma de péndulo, y de gran efecto; el de «La Esperanza», con fariseos pintados en actitud de guardias en reposo, delante del templo, a modo de casa de Pilatos; y otros, ya más modernizados y que visitábamos con fervor religioso y artistico a la vez.

Los Oficios, las Corporaciones haciendo las estaciones y las procesiones.

Estas eran de un interés enorme.

Los bultos, que así se llamaban los pasos propiedad de la Cofradía, se guardaban en unos almacenes de las Ollerías. Verlos bajar por aquella cuesta hasta Achuri y hasta colocarse en la Plaza Vieja, era lo primero. Después del flautín y tambor anunciadores empezaba: «La Oración del Huerto», bajo un laurel con naranjas colgantes y entre las que se veía el angelito del cáliz. ¡Con qué ilusión recuerdo haberlo visto de muy chico, desde un balcón de la calle Somera, a donde me llevaron! «La Cena», con sus flamantes trajes de damasco flotante y el aliciente de buscar a Judas entre los Apóstoles por lo de la mano en el plato. El muy artístico grupo de «El Prendimiento» y el de «Los azotes», completaban, con «La Dolorosa» y «San Juan», el programa del primer día. «La Coronación de Espinas», con «Anachu», el de la postura burlesca; «La Cruz a cuestas», con «Fracagorri» y su amplio resoplido en la corneta; «Las tres Cruces» y «El Descendimiento», pasaban el viernes al paso rítmico de los forzudos conductores; y a la luz de las hachas de cera y de las velas de la iluminación, se veían relucir las caras brillantes, las barbas hirsutas, los ojos saltones y los pelos ensortijados de los sayones y figurones, moviéndose con una cadencia peculiar de costado, que Alberto Maruri imitaba perfectamente, hasta cortarla en seco y con una cadencia más seca y menor, con el golpe de martillo del conductor de cada paso.

Y allá del «Entierro de Cristo», los «Fariseos», los «Elementos», «La Dolorosa», «San Juan», las Corporaciones, la música y el séquito de devotas.

De chico también, me llevaron a una casa de la carrera y me pusieron en un balcón con otros dos chicos desconocidos. Uno de ellos, cuyo padre debía ser concejal, desde que apareció el primer estandarte y el silbo de apertura, nos anunció que lo veríamos a aquél vestido muy elegante, siendo el Ayuntamiento; y con la obsesión de lucirnos a su padre, no nos dejó apenas ver la procesión. Cuando ésta ya terminaba y llegaba el famoso Ayuntamiento y el padre tan deseado. precedidos de chistu y atabalero, el muchacho se volvía loco con los «¡ya viene; mírale, aquél es; ahora me va a mirar; ya va a pasar!», y allí fué lo gracioso. El otro tercer muchacho, hecho todo ojos para buscar y temiendo no encontrarlo, le pregunta apresurado: - ¿Cuál es, el que toca la flauta? Después de todo, con su tricornio y casaca roja, el chistu era el más destacado del Ayuntamiento y correspondía a las descripciones del compañero de balcón, mejor que los oscuros señores de frac que apenas se distinguían. Ahora, que el jarro de agua fría fué enorme y el compañero se nos marchó enfadado.

Como antes he dicho, «Chomin Barullo», que era alto y fornido, dirigía la procesión, y ¡cómo la dirigía! De levita, y provisto de un bastón, como los de tambor mayor, con gran bola y borlas doradas, recorría cien veces durante la carrera, de principio a fin, la procesión, dando órdenes, alineando a las hachas, haciendo parar o andar, acelerarse e igualar la distancia y la distribución en el camino. Todo jadeante, sudoroso y colorado, daba, realmente, la impresión de la sofocación que produce el barullo, y lo mismo en estos casos que en las cabalgatas, los toros y las fiestas de toda clase, en las que siempre tenía algo que ver, se hacían visibles su buen deseo y sus dotes de organizador y director que, además de su bondad y simpatía, le reconocían todos. Juan Amann, sin embargo, le discutía; decía que algunas veces se equivocaba y embrollaba las cosas; que a él le había alguna vez causado sustos y trastornos y como consecuencia de ellos una vez tuvo en sueños un susto horroroso.

Según decía, soñó que una tarde tomaba café en el Suizo sentado con Chomin. En esto, se dió cuenta de que un gentío inmenso pasaba hacia la Sendeja por el Arenal y preguntó a su compañero: -¿Oye, Chomin, qué es eso? ¿Donde va toda esa gente? -Pues, a la Salve, hombre; ¿no sabes que hoy, a las tres y media, es el juicio final? -¿Qué me cuentas? -Lo que oyes; vamos allá y verás; yo sé bien cómo está todo y tengo que arreglar algo aquéllo. Y, sorbiendo apurados el café, echaron a andar. Ya cerca del Campo Volantín, empezó a oírse la trompeta, que era muy fuerte, y el gentío ya muy apretado, viéndose amigos de Durango, de Marquina y de todas partes. Juan Amann decía que miraba a Chomin descorazonado de no llegar a ver nada y éste, a empujones, abría camino y así llegaron bastante cerca de la Salve. Allí le preguntó: -Bueno, ¿y tú sabes cómo va a pasar ésto? -Sí, hombre, está claro; mira, Jesucristo viene de Serantes y, por lo tanto, tenemos que quedarnos junto al pretil de la ría para estar a su derecha, ya que, como sabes, allí quedan los buenos, los del cielo; si vas hacia la Begoñesa, te quedas hacia la izquierda fastidiado. Ven, sígueme. En efecto, de tres o cuatro empujones más, llegaron al pretil y hasta se subieron en él, viendo muy bien todo aquel mar de cabezas. En esto, suena la trompeta muy fuerte, se abre el cielo, hay un relámpago y se le ve bajar a Jesucristo hacia Deusto; éste avanza poco a poco, bendiciendo a todos, y al pasar por entre la gente, abre un camino, que hace la famosa división de buenos y malos; así, pasa frente a ellos y Juan Amann, contentisimo, alaba y elogia la previsión y sabidurla de Chomin.

Pero en esto sucedió una cosa horrible. Ni Chomin ni Juan Amann habían visto que frente a donde estuvo la casa de Delmas, había un estrado con una butaca. Al llegar alll el Señor, subió a él, pasó y... dió vuelta, sentándose de espaldas a Bilbao.

Quedaban ellos a la izquierda, y Juan Amann, viéndose ya en el infierno y achicharrado, con una congoja enorme, se tiró a la ría de cabeza, despertando todo apurado con la soñada sensación del remojón.

Y le quedó la desconfianza hacia la sabiduría de Chomin Barullo.

Lo que más animaba las procesiones era la rastra de los mirones por entre las calles de la carrera, antes y durante su paso, viendo balcones, miradores y ventanas llenos de chicas guapas, que, a pesar de las cinco vigilias de la semana, tenían mucho y bueno que ver para la gente joven.

El viernes Santo, después de la procesión, era la solemne Salve en San Juan, emocionante y espontánea manifestación popular ante la Dolorosa, luego de ser conducida de San Antón.

El mismo viernes, de doce a tres, el sermón de «las Siete Palabras», que fué una especialidad de don Félix Azcuénaga, el viejo profesor del Instituto y que, con un patético muy suyo, pero muy interesante, alternaba con el cuarteto y sus «Siete Palabras» de Haydn, completas, y el terremoto del mismo. A la salida, de chicos, y cuando aún no actuábamos de músicos, solíamos esperar y explorábamos las caras de las devotas: «ésta ha llorado, ésta no ha llorado», eran nuestros comentarios.

El sábado, el «Stabat Mater», en San Antón, a las siete de la mañana, hora en que rebosaba la iglesia para oír la hermosa composición de don Nicolás Ledesma, y donde Rasche, Arando y otras voces privilegiadas, con la orquesta y capilla dirigidas por Ansón, hacían del acto una hermosa solemnidad; de alli se iba a desayunar a la casa de la novena, de Begoña, para bajar después al matadero a ver los cebones.

Por último, venia el fin de la semana con los tocinos, que con jamones, chorizos, morcillas y longanizas se exhibían en el Arenal.

Años después, se dispuso que la procesión fuese de día. Yo estaba de paso en Bilbao, pues vivia ya fuera, y me dijeron que una clásica señora de la calle de la Cruz, a quien preguntaron qué le parecía del cambio, contestó sincera y preciosamente: -No me gusta de día, no luse la sera. Era verdad, perdían mucho el brillo y el misterio con el cambio.


Sevilla

UN invierno de aquéllos últimos del siglo, lo tuve que pasar yo en Sevilla, por asuntos relacionados con mi industria. Había allí una verdadera colonia de bilbainos. Por de pronto, casados y establecidos allí, dos viejos amigos, que eran Perico Zubiría, el muy simpático y siempre afable, y Félix Urcola, el glorioso y magnífico, que se nos había vuelto andaluz. Luego estaba Enrique Salazar, que, de pintor, se nos había vuelto minero allí, y de paso, pero en temporada, Ricardo Longa (Dick), Pepe Amézola y Albizuri. Conmigo estaba Tous. También vivía un señor, que se llamaba don Francisco Unzaluz, natural de Orozco, y que estuvo allí establecido, habiéndose retirado de una confitería que tuvo durante muchos años y que se le disolvió materialmente, en una gran crecida del Guadalquivir, al que endulzó.

Era un tipo popularísimo, y pasar con él por el mercado era muy divertido, pues todas las vendedoras le llamaban y regalaban naranjas, frutas y golosinas, y él las contestaba con un gracejo, que nadie hubiera sospechado era natural de un vizcaíno de Orozco.

Le llamábamos «el Cónsul de Bilbao», por ser un señor tan amable y servicial que en Semana Santa todo bilbaino que visitaba Sevi- lla, le encargaba la busca de alojamiento y le daba mil encargos. que él cumplía contentísimo. La mejor recompensa para él, era que, hacia Navidad o Semana Santa, se le enviasen unas buenas bacaladas y unas botellas de chacolí.

Pero lo interesante era al entrar en su casa de la calle de Lerena. Llamar a la cancela y oír desde fuera una conversación preliminar entre mujeres en voz alta y en una lengua rarisima, era la primera impresión. Aquel idioma sonaba a algo conocido, pero que no cabía precisar. Y era nada menos que vascuence con acento andaluz cerrado. Una criada, de Orozco, que llevaba con el matrimonio Unzaluz 30 años en Sevilla, y la señora de la casa, eran las interlocutoras, que aun a través de tantos años, seguían con la lengua natal, así adornada de ceceos, de eses aspiradas, de supresión de consonantes y otros matices, que la hacían tan extraña.

Y, por último, estaba en Sevilla Ignacio Zuloaga, en plena actividad, con un estudio puesto en el más clásico rincón de la calle de la Feria.

El estudio de Zuloaga, que era interesantísimo por varios conceptos, era el punto de reunión. Allí venían también a pintar artistas franceses, amigos de París de nuestro eibarrés, y entre picadores y toreros, que eran los modelos habituales; artistas, visitantes, lo pintoresco del patio que de la ventana del estudio se veía, donde la cháchara y el dicharacheo andaluz chispeaban entre vecinas y comadres, y lo interesante de la concurrencia al barrio de la Feria, que era una especie de Rastro, componían un conjunto tal, que no podía darse nada más divertido y ameno.

De allí salieron expediciones a tientas de ganaderías, donde Ignacio Zuloaga, dirigido por «Quinito», «Algabeño» y otros toreros, toreaba hasta 52 vacas sucesivas en un solo día.

También hubo de torear Tous, que, a la primera embestida, perdió sus gafas en la arena; pérdida que le valió una de golpes y cardenales tal, que fué la admiración de los mismos toreros, hasta proclamar que «el ingeniero tenía mucho corasón».

Las famosas lecciones en la Academia de toreo de don Manuel Carmona, viejo maestro, que las presidía, y que tenían por único ejemplar lidiable a un novillo propio de la Academia, y que, natural- mente, sabía mucho más que don Manuel y todos los toreros. Las lecciones de Zuloaga, de Enrique Salazar y de un pintor francés, que se hizo traje de luces y lo dejó hecho hilas en una tarde que toreó en una fiesta en su honor.

Las sesiones de cante jondo y de baile, en «El Burrero», y otras expediciones al campo y pueblos de los alrededores.

Y, por último, hasta una compañía minera. entre Longa, Amézola, Albizuri, Zuloaga y yo, que fué un éxito en el delicioso período de los sueños, y más siendo éstos entre cañas de manzanilla y chatos de vino duro; aunque de realidades, después, poco fecundas.

Pero lo que salió mejor y más grande de aquel estudio, fué el propio Zuloaga. El pintor que conocíamos había trabajado con una tenacidad digna de todo apremio y lo habíamos visto pasar por todas sus distintas fases, en las que desarrolló su técnica y aun todas las técnicas de su época. Lo habíamos conocido, primero, gran dibujante y haciendo ensayos sobre la forma que entonces en Italia más privaba. Lo habíamos seguido cuando fué a Roma y, apreciando lo falso del rumbo de aquella fase moderna, allá en boga, la vituperó; y para contestar a los que replicaron que «vituperaba por impotencia», pintó su famoso «Forjador», que dejó a todos admirados, marchándose a París. Lo conocíamos perfeccionando en París aún más su corrección de dibujo, y allí cogió, en brevísimo tiempo, todo lo que el impresionismo imperante pudo enseñarle, y llegó a dominarlo entre los primeros. El mismo fué luego a Londres, y viendo los retratos de Wisler, también de momento, en la capital inglesa, logró apoderarse de su técnica y hacerlos en forma de confundirlos con los del pintor inglés.

En los intermedios de esa labor perseverante, hecha a puños y con sus propios y escasos recursos, le veíamos venir, de vacaciones, entre nosotros a Bilbao y nos decoraba el Kurding y el Casino de Bermeo, y hacía retratos nuestros, de los cuales yo tuve la suerte de tener dos, uno ya reproducido en otro libro y el que en éste aparece, así como el de Manuel Losada. Fué el que, apasionado del Greco, revolvía el Museo del Prado, para sacar a la luz obras arrinconadas de él; y nos hacía de Velázquez y de Goya descripciones y apologías tan entusiastas, que despertaban en nosotros verdadera devoción a estos viejos maestros. Pues, bien; ese pintor, aunque ya notable, no era todavía más que la crisálida del gran pintor que, en Sevilla, rompió el capullo en que su arduo trabajo y su seriedad le envolvían, para volar, con alas brillantes, por el mundo artístico universal, pocos momentos después.

Los que le vimos vivir, pintar y luchar entonces, podemos apreciar lo justo, lo sólido y bien fundamentado de sus triunfos posteriores.

Ignacio Zuloaga, después de dominar toda la técnica de su época, tuvo la inteligente comprensión y acertadísima resolución de querer ser un continuador de la gloriosa pintura española, tan deprimida en aquellos momentos, y para empaparse en ella y en el ambiente que la inspiraba, allá, en Sevilla, y, de seguido, en Segovia, trabajó fuerte y duro sobre todos aquellos modelos populares, entre aquellas calles y aquellos paisajes evocadores; y después de empaparse también, en el Prado, en Toledo, Sevilla y en cuantos mil rincones de España recorrió con afán, de cuanto era visible en lienzos, tablas, frescos y cartones de los viejos maestros, acabó aquella temporada de Sevilla pintando un maravilloso retrato suyo, vestido de cazador y con un fondo de Triana, que era ya toda una promesa de su glorioso porvenir.

Aquel cuadro fué a la Exposición de Bellas Artes de primavera en Madrid, y... fué rechazado y enviado a lo que entonces se llamaba «la sala del crimen». Zuloaga fué allá y, lejos de desanimarle el fracaso y seguro de su fuerza y su valor, volvió a embalar su cuadro, exhibiéndolo en el «Salón» de Paris, donde fué comprado por Bélgica para su Museo Nacional.

Pero no fué eso todo; el efecto causado por la pintura expuesta, atrajo hacia él a todo lo más alto de la crítica y de los centros artísticos.

Una casa importante de arte, de París, le pidió cuadros suficientes para hacer una exposición privada suya, en otoño; Ignacio volvió a España, a Segovia, se encerró en un estudio improvisado allí; pintó febrilmente aquel verano y presentó más de veinte cuadros espléndidos, cuya exposición fué un acontecimiento sensacional. La casa de Goupil y Valadon hizo reproducciones en colores, y un nú- mero especial del «Fígaro ilustrado», las lanzó al mundo con la crítica y apología del maestro que ya, así, quedaba consagrado.

Y de allí, ya los triunfos fueron extendiéndose y agrandándose. El Museo del Luxemburgo y otros de París adquirieron cuadros suyos. En Alemania tuvo, durante la Exposición de Düsseldorf, una sala y un éxito resonantes; y, ya en la cumbre, supo llegar a realizar la obra maravillosa, que, aunque ya más tarde, fué acogida en España; primero, por algunos espíritus finos y más libres de prejuicios y, luego, por todo el mundo artístico sano.

Los que, como amigo, le queríamos y, como artista, le admirábamos, tuvimos la satisfacción de asistir a aquella deliciosa fiesta de desagravio en Fornos, pocos años después, donde críticos y artistas le rendían el tributo de su admiración y donde Santiago Rusiñol leyó un precioso trabajo suyo, dedicado a Zuloaga, en el que evocaba escenas en París, cuando él y Casas luchaban y trabajaban con el homenajeado.

Y después de más de treinta años de aquellos días del estudio de Sevilla, ahí sigue, en plena gloria, en París, en América, en el mundo entero y, especialmente, en su casa de Zumaya, donde más de 5.000 visitantes desfilan al año, y donde, mientras pinta a quienes de todas partes del mundo vienen solicitando ese privilegio, vive rodeado del ambiente de la más alta intelectualidad universal y del cariño de sus amigos y familia.

¡Premio bien ganado por su actividad enorme, su talento excelso y su incomparable tenacidad de vasco!

Aquella temporada de Sevilla entre nosotros, terminó por una Semana Santa llena de encanto, y que yo no he de intentar describir ahora aquí, cuando se han descrito ya mil veces y a las mil maravillas en todas partes esas fiestas.

Aquella ciudad bellísima, única en su ambiente de suavidad y alegria, fué bien saboreada y apreciada por nosotros, los bilbaínos allí reunidos; y recuerdo imborrable será siempre para mí el amanecer de aquel sábado Santo en que, reunidos varios en lo alto de la Giralda, oyendo tocar el alba a la carraca enorme de la torre y alrededor de una gran cazuela de sopa de ajo, recordábamos a nuestros Anachu y Fracagorri, viendo pasar y brillar en las calles, todavía casi oscuras, de abajo, los miles de lucecitas brillantes de las velas de procesiones; y arriba. en el cielo pálido, asomar, enorme y rojo, rodeado de nimbos amarillos, al sol espléndido, que iba dorando terrazas, tejados y campiña y venciendo los tonos negros, azules y violáceos de las calles y plazas de Sevilla. Parecía salir de allí el perfume sutil de toda la tradición religiosa española, subiendo para fundirse en el sol y en la luz inmensa.

¡Naturaleza, arte, religión, amistad y el cariñoso recuerdo al rincón nativo; todo estaba alll en tensión y fundido con la suavidad que se funden las cosas naturales en el ambiente!


Política y Economía

MUCHAS cosas pasaron en mi tiempo e interesantes en la política, en Bilbao. Me relevo de hablar de ellas como político, o aficionado, mejor dicho, porque ya dije cuanto se me ocurrió en un libro publicado hace varios años.

Pero las fases pintorescas de las cosas políticas merecen, por lo menos, recordarse.

A fines del siglo pasado, hubo en Bilbao y Vizcaya una serie de contiendas electorales que dejaron memoria. La de don Adolfo de Urquijo, padre de mi querido amigo Adolfo Gabriel, contra Federico Solaegui, en el distrito de Bilbao y para diputados a Cortes, fué memorable. La de Eduardo Aznar y Rodas, en el distrito de Marquina, fué también extraordinaria. De cada pueblo venían a Bérriz, donde estaba un candidato, o a Bilbao, donde estaba el otro, comisiones señalando la última donación colectiva contraria que tenían recibida, y, naturalmente, si le convenía, éste daba otra algo mayor. Esta donación era comunicada, con toda lealtad, al primero, devolviendo la que él hiciera antes, y éste, entonces, elevaba la suya, y vuelta al segundo para la misma maniobra. Se trataba de puentes, caminos, cementerios, lavaderos, etc., no pagaderos por el Estado, sino por los candidatos mismos o de simples cantidades alzadas que debieran



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La torre de Zurbarán.-Calle de la Torre.
Dibujo del natural, al lápiz, por Manuel Losada.-1885.



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La casa de Jaspe en la calle del Correo.
Dibujo al lápiz de Manuel Losada. 1885

tener aquellos destinos o, en su defecto, el del simple reparto entre los electores.

En aquella elección trabajó por Eduardo Aznar y por amistad con él, Adolfo Guiard y hacía una preciosa descripción de una escena en un Centro electoral, inmediato a una pequeña estación del ferrocarril de Durango, a donde llegó al anochecer de un día, después de haber recorrido muchos caseríos y comiendo, para poder andar, sólo pasas, nueces y avellanas. Comida de chimino, como él decía.

En el Centro en cuestión, montado en forma de oficina, había tumulto y una atmósfera azul y gruesa que apenas podía atravesar la luz de un quinqué de petróleo. Este tiraba humo y tufo y daba suspiros luminosos premonitorios de un estallido. Allí había comisionados de dos o tres pueblos que iban y venían de ver al candidato. Una caja de botellas de Rioja, abierta, y varias botellas en mano, descorchadas y bien probadas.

Se cantaba el boga, boga a gaznate abierto, y Adolfo, a quien pasaron una botella, observaba todo aquello.

-¡No tenéis idea, decía, de lo caótico de la cosa! Ninguno sabía lo que decia, ni lo que quería; varios, sentados sobre la mesa, tiraban papeles por el suelo, que estaba lleno de fundas de paja, de botellas, cascos, corchos, cápsulas, más papeles y colillas. Detrás de uno de los sentados en la mesa, había fajos de billetes de diez y veinte duros, que él creía guardar bien sentándose encima, y que eran para devolver al otro candidato, porque su contrario había dado más. Unas cajas de cigarros puros abiertas y casi vacías, cajas de cerillas, vasos, abrigos; palos, sombreros y boinas en todas las esquinas; un enorme paquete de cohetes en un envoltorio roto de papel de estraza; y por encima de todo y como para asfixiarse, paquetes de candidaturas que, en cada canto o estrofas de los cantos, se echaban al aire, desparramándose en todos sentidos y cubriendo casi las personas. El boga, boga alternaba con una filarmónica y, al paso de los trenes, se cogían cohetes a granel y un puro encendido, quemándolos en la estación ante el terror de los viajeros. Hubo una riña dentro y uno tiró a otro un talonario, rompiendo un cristal; el quinqué dió un suspiro largo y se apagó, pero el de la filarmónica siguió tocando hasta las siete de la mañana y, abriendo a tientas cajas de botellas y cohetes, continuó la fiesta.

Hubo también las elecciones de Guernica, entre Gandarias y Allende, que fueron memorabilisimas.

Las de Martinez de las Rivas y Víctor Chávarri, por Valmaseda, verdaderamente épicas, en las que era espectáculo interesante el ver salir de la calle de la Estufa los landós con las talegas y fajos de billetes en el fondo y dos empleados y dos guardias civiles armados en los asientos.

En uno de los días críticos de esas elecciones. estábamos nosotros en un cuarto del Gobierno Civil, en la calle de Santa María, encerrados y bien ajenos al barullo y ajetreo de despachos y pasillos.

Darlo Regoyos, el angelical y delicioso pintor, que era cuñado del Gobernador en funciones, nos daba una sesión de canto y guitaarra, acompañándose unas «murcianas», que aún recuerdo, y que, cantadas por él, eran una preciosidad. Comentábamos allí con Juan Carlos y Javier las riquezas de los cantos regionales, comparando algunos con unas canciones mejicanas. que las muchachas de una simpática familia de Guaymas. los señores de Bustamante, de paso entonces en Bilbao, nos habían hecho conocer, cantadas y bailadas por ellas con exquisita gracia.

Muy lejos de toda política, aunque en el centro oficial de ella, vivíamos muy ajenos al momento culminante de actividad que entonces pasaba.

Luego hubo las elecciones provinciales por Sabino Arana y su enorme votación en aquel renacimiento del amor local; muy sano en su resurgir y, luego, morbosamente desviado hasta funestos desvaríos, que trajeron daños y divisiones perniciosas en el país.

Las luchas del distrito de Valmaseda tuvieron como consecuencia el dividirlo en dos, y se creó el distrito de Baracaldo para Adolfo de Urquijo {hijo del diputado por Bilbao del mismo nombre, hijo político, al propio tiempo, de don José María Martínez de las Rivas), a quien va dedicado este libro.

Así entró en la política este querido amigo mio, que en distintos puestos supo triunfar con todo brillo y prestigio, siendo varias veces Diputado a Cortes por Vizcaya y Senador por Guipúzcoa, y dejando también recuerdo imborrable de su paso por la Presidencia de la Diputación de Vizcaya, ya años después.

Hubo también interesantes y apasionadas jornadas electorales en los comienzos de la lucha socialista con candidatura propia, pasión que ya fué haciéndose endémica y se extendió a todos los partidos, en forma que hubo épocas de elecciones en que los colegios se cerraban a ladrillazos, salvándose los de la mesa tras unos montones de esteras, como yo ví una vez en un colegio de la calle Santa María, o saliendo el Presidente con un ojo averiado por cristales de la urna rota de otra pedrada, como ocurrió en las escuelas de Albia.

La antigua y clásica división, única de los tiempos del bombardeo, en liberales y carlistas (guiris y zuris). se habla borrado y esfumado en mil divisiones y confusiones de ambos bandos y en nuevas agrupaciones de intereses, en que la política pura era lo de menos. Allí, en Bilbao, como en todas partes, el ideal político, que había sido el nervio vital de la sociedad en dos o tres generaciones, empezaba a ser una tontería despreciable ante otros menesteres más prácticos e inmediatos. Y los dogmas políticos antiguos, verdaderas lerdadas. Un republicano federal, un carlista puro o un liberal de Riego eran ya unos sinsorgos que no iban a ninguna parte. Verdad es que ese mismo furor exacerbado de sentido práctico puro, tuvo también apartados, en cierto tiempo, a literatos, escritores y artistas, que también pasaban por chiflados. Afortunadamente, aquello, como todo, pasó, yendo hacia nuevas y más amplias orientaciones.

* * *

Y vamos a ver lo pintoresco del lado económico.

Hubo hacia fines de siglo un proyecto de tratado con Alemania, por el Gobierno de Sagasta y siendo Ministro de Estado Moret, que conmovió a Bilbao. Se había dado un enorme impulso a la siderurgia y al laminado de hierros y aceros. La antigua fábrica de los Ibarras se convirtió en la sociedad de «Altos Hornos»; Víctor Chávarri y su grupo habían montado la «Vizcaya» con todo gasto y valentía; Martínez de las Rivas había desarrollado la fábrica de Mudela extensamente y, además, había montado los astilleros del Nervión; Federico Echevarría trajo «la Iberia», de hoja de lata, a Sestao, y tubos, alambres, clavos, aceros moldeados, construcciones, calderas y maquinaria, etc., iban ya fabricándose junto al Nervión.

Aquel tratado lo echaba todo al suelo y segaba en flor toda la industria naciente. Bilbao hizo un esfuerzo; primero, de unión interior, creando la Liga de Productores Vizcaína; luego, llamó en colaboración a Barcelona, y vinieron los catalanes con Sallarés al frente, al famoso mitin del Teatro de Arriaga, donde, en forma enérgica y calurosa, se condenó aquel tratado. De Bilbao fuimos todos reunidos a Madrid, vimos a Sagasta, que, por cierto, con su peroné roto y extendida la pierna sobre una silla, nos recibió con su escéptica sonrisa y afabilidad habituales. Luego vimos a Moret, que, aunque amabilísimo, no ocultaba su contrariedad; luego a los jefes de partido, subdividiéndonos en comisiones. Por cierto, que uno de los grupos, poco experto en personalidades politicas, confundió a Nocedal, en su propia casa y en visita, con Cerralbo, llamándole «marqués» repetidamente, hasta que uno de los presentes se levantó y, hablando al oído al que llevaba la palabra, le dijo: -Este es Nocedal. Cambiando entonces el disco y llamándole repetidamente «don Ramón» quedó la cosa rectificada; no sin que el finísimo observador que era aquel hombre político, se sonriera suavemente allí e hiciese luego graciosos comentarios.

Fué el asunto a las Cortes y el trotado, que tenia fecha fija para su ratificación, salió aprobado del Congreso y pasó al Senado a ser discutido con urgencia. Se nombró la Comisión que había de dar dictamen y resultó elegido presidente de la misma Víctor Chávarri, entonces senador.

Como la mayoria era del Gobierno, no podía esperarse nada bueno de la votación, que éste pediría favorable a su ratificación; así es que toda la táctica de defensa consistía en retrasar el dictamen y conseguir pasara la fecha ofrecida para ratificarse el tratado. En su vista, y con ese fin, la Comisión del Senado abrió una información pública, amplia, que presidió Víctor Chávarri y gracias a él y a aquella Comisión, a quien el Gobierno apremió, amenazó y prometió inútilmente, se ganó la partida y se salvó de una catástrofe la industria vizcaína.

En aquella información hubo escenas deliciosas. De Bilbao fue- ron a informar, directa o indirectamente, todas las entidades; y ante ella y desde las primeras horas de la mañana, desfilaban las gentes con sendos informes, que, en parte y para los pocos expertos, los hacíamos entre el muy inteligente Joaquin Angoloti, Paco Goitia, el inolvidable guipuzcoano, y yo, allí mismo; largos, muy largos, para consumir el tiempo, que era toda la táctica. A veces venían sustitutos tomando el nombre de entidades y de empresas. Un dia de los últimos, debía informar el director de un ferrocarril de los de alrededor de Bilbao, y se recibió un telegrama, la víspera, diciendo no podía llegar por enfermo. Aquello era grave, era perder una hora preciosa en aquellos momentos y, por la noche y sin decir a nadie nada, telefoneamos a un empleado de Madrid, que hablaba muy claro y despacio, estuviese preparado, y le improvisamos y escribimos un terrible discurso, abominando del tratado que arruinaba a su ferrocarril. Al llegar su turno en lista como director del ferrocarril... tal, se levantó nuestro hombre, que, por cierto, fué de smocking, a las diez de la mañana; sube a la mesa de la Comisión y le pregunta Víctor Chávarri: -¿Pero, usted quién es? -El director de ese ferrocarril, dijo el otro con gran aplomo. Chávarri, que era el presidente del Consejo de aquella empresa y a quien se nos había olvidado avisarle, le miró con cara estupefacta, nos miró a nosotros, que estábamos en el salón, y le dejó leer su precioso discurso. Al final y en un descanso, al pasar por nuestro lado, nos decía que «nos iba romper la cara si le dábamos sustos parecidos».

Mientras tanto y para hacer opinión y jalear la prensa, como nosotros decíamos, celebrábamos dos o tres mitínes por semana y alternando en Eibar, Tolosa, Durango, Zumárraga, Arrigorriaga, Miravalles, Galdácano, etc., cuya descripción, bien hinchada, salía en sendos telegramas en los periódicos de Madrid. Hubo una memorable en Galdácano, en que los oradores, encerrados en un cuarto, iban saliendo al balcón del Ayuntamiento y de allí arengaban a los jebos, que no entendían ni palabra entonces allí de arancel, ni de nuestras cuchufletas a Moret y Sagasta. Aquel mitin acabó en una gran comida en mesa redonda, en el Puente Nuevo, donde el popular e inteligente secretario y alma de la Liga, que era Alfredo Alvarez, (Pipo), y que rebosaba de alegre simpatía, cantaba «La Mascota» en aquello de firuliru-liru y firuliru-lau y nos hacia andar a saltos a todos los comensales, a caballo sobre las sillas y dando vueltas a la mesa. ¡Y qué cuentos, aleluyas famosas y chirenadas nos contaba y decía a los postres!

Realmente, la aridez económica se dulcificaba y suavizaba con aquel humor y aquel ambiente; y hasta el austero y siempre tildado caballero, que era don Pablo Alzola, no podía menos de sonreírse primero y reírse francamente después en aquellas faenas gastro-politico-económicas.

* * *

Vino también, en los últimos años, de visita a Bilbao y por primera vez, el «Instituto del Hierro y el Acero» de Londres; llegaron los expedicionarios en el trasatlántico «Ormuz» y unos quinientos visitantes entre congresistas y señoras.

Para organizar la recepción. el «meeting» y las fiestas, se nombró una comisión numerosa, que se subdividió en sub-comisiones.

El gran caballero inglés, de grato recuerdo, Mister Gill, director de «La Orconera», dirigía lo del «meeting» mismo y expedición a las minas y, muy a conciencia, cronometraba, prácticamente y a pasos lentos, la distancia que había entre la estación de Portugalette y el Instituto. En la expedición a las minas tocó a Adolfo de Urquijo pronunciar un discurso; lo hizo en inglés y muy brillante; únicamente él decía, después, con gracia, «que le chocaban las calurosas felicitaciones de los bilbaínos, quienes le decían que el suyo era un inglés que entendían clarísimamente como ninguno, y que, en cambio, los ingleses no le decían nada».

A Luis Aznar y a mí nos tocó organizar dos fiestas; una, de gala, en el Teatro Arriaga, y otra, excursión a la casa de Juntas de Guernica, con comida en Pedernales.

En la primera salimos bien, salvo en un ligero tropezón. Como Mister Gill nos pidiese con empeño a última hora «baile español», para hacer este número contratamos a «Las Macarronas», unas artistas que actuaban en un café de los barrios altos y que nos dijeron eran de primera, pero sin nosotros verlas. Llegó el número y pasa- mos un rato espantoso. Viendo a los ingleses sonrientes, muy vestidos y amables, sentados en sus butacas, nada nos hacía traslucir asombro en sus tranquilas fisonomías, pero los contoneos y líneas curvas exageradas de una de ellas, que resultó estaba en «meses mayores», nos dejaron a Luis y a mi aterrados al mirar al escenario. Pasamos un malísimo rato y aunque la sala se caía de aplausos, no tuvimos valor para felicitar después a la infeliz «Macarrona», causa del disgusto.

Lo de Guernica salió muy bien; Luis Aznar hizo el speech bajo el Arbol; Lady Dale, señora del Presidente, contestó muy oportuna y delicadamente; y se fué a comer a Pedernales la comitiva, donde Luis, Casimiro Olazábal, que, como siempre, era Alcalde de Guernica, y yo, nos habíamos dado un verde para organizar la comida de mil cubiertos, improvisar jardines, colgadores, lavabos, etc. Allí me di yo cuenta de lo fácil que es dirigir y maniobrar con ingleses y lo difícil que es hacerlo con españoles. Habíamos dividido las mesas en secciones: A, B, etc., así como los coches del tren especial. A cada invitado se le entregó en la estación de Achuri una medalla de cartón, clasificándolos en esos grupos. Pues, bien, llegaba un inglés a las puertas del Hotel de Chacharramendi, y enseñando su cartón preguntaba: -¿E, bi, ci?, etc., se le indicaba su camino y sonriente y callado lo seguía sin chistar. Llegaban los nuestros, y el tumulto era enorme: -¡Oye tú, Pepe Orueta, a nosotros nos han dado la E y no nos gusta,vamos a ir a la C, que van éstos!-¡Oye tú, a mí me habéis puesto en la F, y es una lata, voy a la B! - ¡Oiga usted, ¿será lo mismo ir a la B o a la D, verdad? Y así todos.

Se calmó la sed de llegada con cientos de botellas de lnsalus y vino blanco. se comió bien, luego cantó el Orfeón y hubo entusiasmo y efusiones británicas y bilbaínas. Al final, se cantó el himno inglés. puestos todos en pie, y luego, la Marcha Real y el Guernikako Arbola, igualmente. Luego..., un orfeonista cogió una guitarra y cantó una malagueña. Los ingleses, creyendo que aún seguían los himnos, siguieron en pie y largaron sendos hurras, en lugar de las palmadas del caso.

Hubo luego fiesta en el barco, y las visitas a fábricas, puerto, etc., de rigor. En la parte seria de trabajos del Congreso, hicieron un bri- llante papel los de don Pablo de Alzola, sobre las minas y fábricas de Bilbao y la región.

Fueron muy complacidos y publicaron en Londres un libro lujosamente editado, detallando toda la expedición.

* * *

Por último. hubo por entonces una Exposición Industrial en Madrid, en el palacio del final de la Castellana, a la derecha, junto al Hipódromo.

Para Bilbao señalaron una sala grande, y fuimos allá, encargados de instalarla y arreglarla, el muy simpático y querido amigo Joaquín Angoloti, para las fábricas de Altos Hornos y Vizcaya, y yo, para ocuparme de las fábricas menores de derivados.

El local era grande, pero destartalado y poco sólido por todas partes para maniobras de peso. Madrid mismo entonces estaba muy desprovisto de medios de descarga y tracción. Así que las dificultades eran bastantes. La primera aventura que con este motivo nos ocurrió fué la siguiente:

Altos Hornos había imaginado su instalación haciendo un fondo y marco con sus productos: vigas, ángulos, tes, carriles, chapas, etc., y en el frente una reducción en pequeño de la máquina de su tren grande de laminar. Para dar idea de sus grandes proporciones, ideó poner a un lado del pequeño modelo, un cilindro de alta presión en tamaño natural y el de baja al otro lado.

Se fué montando todo lo de detrás y avisaron de Bilbao que salía el cilindro de alta, pesando bastantes toneladas, y empezó nuestra preocupación. Fuimos a la estación del Norte y allí no había grúa capaz para descarga. En la estación del Mediodía, a donde se llevó el vagón, se podía descargar, pero no había ni camión bastante fuerte ni medio de tracción para llevarlo.

En Artillería nos cedieron carro y tractor y, después de unas faenas complicadas, empezó nuestro tractor y su carro tras de él a marchar por el Botánico, Recoletos, Castellana y derrumbando dos o tres alcantarillas al paso. Subir al palacio fué otra dificultad, y por fin apareció ya el tractor en la puerta misma de la sala destlnada a Bilbao.



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Iglesia del Convento de la Encarnación.
Dibujo al lápiz, del natural, de Manuel Losada.-1886



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Esquina de Artecalle.
Dibujo al lápiz, del natural, de Manuel Losada.-1886

El suelo de ésta era más alto, aunque poco, y esto obligaba aún a otra tracción, que se hizo felizmente, hasta ponerlo sobre rodillos en la sala. Pero al correrlo sobre ellos hacia la instalación, el piso de madera, que no era muy fuerte, se hundió y allá se fué el cilindro a un abismo de dos metros. de donde ya no fué posible sacarlo.

Se nos ocurrió ponerle una barandilla con telas en circulo al hueco y limpiar abajo, para que el cilindro se viese bien, y alli se quedó hasta el dia de la inauguración, en el que al llegar S. M. la Reina Regente y asomarse para verlo en el fondo, con exclamaciones de asombro, vimos que hablamos acertado como reclamo, pues el efecto de ver allí aquella pieza que «hundía los suelos», era mucho mayor para el resultado que se buscaba, al señalar luego lo que era el cilindro en el pequeño modelo y con respecto a la máquina. En cuanto al cilindro de baja, que era mucho mayor, se telegrafió a Bilbao para que no lo mandasen.

Pero hubo otro incidente, que me dió ocasión de oír algo muy extraordinario que nunca olvidaré.

En la Exposición habla varios vinicultores. Entre ellos, el gran señor que era el Duque de Sexto, Marqués de Alcañices, que venía de vez en cuando a ver la marcha de su instalación de cosechero y que con su amabilidad y agradable conversación nos entretenía. Mientras sus empleados colocaban hojas de parra postizas y con ligeros alambres para adornarla, nos decía al elogiársela que no, «que era sencillamente vergonzosa, y bien lo decía tanta hoja de parra como había que poner para cubrirla».

Pero nuestra gran preocupación fué un gran vinicultor de vino espumoso en España y muy conocido, que, a la entrada misma de la sala de Bilbao y en una rotonda enorme, tenía su instalación a gran lujo. Entre los elementos de su exhibición tenia unas preciosísimas máquinas locomóviles inglesas, pintadas y presentadas a las mil maravillas, que chafaban y rebajaban nuestras modestas máquinas de Bilbao y que aún se presentaban vergonzantes y reducidas.

Angoloti y yo resolvimos hablar a aquel señor y tratar de convencerle de que aquellas máquinas, para él no tenía importancia quitarlas y, en cambio, nos hacia daño no haciéndolo. Nos lo presentaron y, encontrándolo amable, le invitamos a cenar en el restaurant que se preparaba en la misma Exposición. Allí. delante de un besugo y dos velas en candeleros, le expusimos nuestro pleito. Se conformó y aceptó, y nosotros, agradecidos y efusivos, pedimos una botella de champagne para desmostrarle reconocimiento y celebrar el éxito. La marca, claro está, era la suya y, con ese motivo, recayó la conversación sobre su elaboración y su labor personal en aquella industria. Al hablarnos de su labor comercial y de propaganda, ya nos dijo que en una ocasión y al dar en Buenos Aires una comida a la prensa, puso una composición en su champagne con el que descompuso aquella noche a sus invitados.

-Al día siguiente todo Buenos Aires habló de mi champagne..., decía él.

-Pero hablarían mal, le deciamos. - No importa, hablaron mucho, que es lo principal; el anuncio estaba hecho.

Nosotros, indoctos aún en esas altas filigranas del reclamo, nos callábamos, pero Joaquín, a hurtadillas, me miraba a mi y luego a la botella, llevándose la mano al estómago con un aire de pánico que no dejaba lugar a duda.

Y aquí viene lo bueno.

Después de un silencio hube yo de preguntarle: -Pero tendrá usted varias calidades, no todo su champagne será de primera. -Todo, dijo, todo lo que sale con mi marca es excelente.

-¿Y qué hace usted del que por algún incidente de manipulación le resulta a usted verdaderamente malo? ¿Lo tira usted con pérdida?

-No, verá usted. Al que me sale muy malo, le pongo una etiqueta francesa, para desacreditar al champagne francés.

Después de esa contestación se acabó la cena y nos separamos aterrados, Joaquín y yo, de la potencia como anunciante de nuestro vecino y, sobre todo, de la fuerza de su fe al pretender desacreditar como champagne, precisamente, al francés.

-Somos muy fuertes los españoles, amigo Pepe, me decía Joaquín, y no hay duda que llegaremos muy lejos con nuestras geniales ideas, como las de ese amigo que, entre paréntesis, habrá usted notado se nos ha comido el besugo entero, mientras nosotros le oíamos con pánico bebiendo su champagne.

El Kurding

DE todo tiempo y por ser Bilbao pueblo comercial activo primero y minero después, ha tenido relaciones en el extranjero, siendo muchos los bilbaínos educados en Inglaterra, Francia, Alemania y Bélgica e innumerables las personas de Bilbao que viajaban por el extranjero, y estoy por asegurar que mucho más que hoy, proporcionalmente, a pesar de la diferencia de facilidades en los viajes de entonces y ahora.

Recíprocamente, había en Bilbao colonias de extranjeros interesantes y, sea por lo que fuese, la mayor parte de ellos se adaptaron mucho a nuestras costumbres y muchos llegaron a ser casi bilbaínos y amigos de nuestra mayor intimidad.

* * *

De ingleses y escoceses que yo recuerde, hubo una familia muy antigua, los Ancell, a cuya madre y dos hijas conocí. De ellas, una, Emilia, casó con el Conde de Roncali y fué mi vecina en la Estufa, y a su hermano, un muchacho rubio, que tuvo, por cierto, un fin trágico. En un viaje a Londres, en compañía de su buen amigo y simpático cazador que era Máximo Aguirre, y después de una función de teatro, se separaron para sus domicilios respectivos. Máximo fué a buscarlo al siguiente día y allí no había aparecido; se puso toda la policía en su busca y no se dió con la menor traza de su paradero ni se supo ya jamás de él.

Cónsules ha habido varios, descollando entre ellos el ya citado Mister Horace Young, que lo fué largos años. De muchos años data también la convivencia en Bilbao de las familias de Mac Lenan y Mac Cleod, uno de los cuales, Federico, fué un buen amigo nuestro.

Los Stephens, cuya generación joven, con otro Federico también y sus hermanas, todos amigos nuestros, vivían en Portugalete y eran nuestras parejas de baile en el salón del Balneario, con las Shide, de otra muy simpática familia que también alli residía. Este grupo tenía. casi todo él, intereses mineros. Sandon, don Enrique, que casó con una señorita de Shide, montó la fábrica de mechas de lturrigorri y, más tarde. fué minero.

Alfredo Simpson es otro amigo antiguo también. El veterano Mister John Brown, director que fué durante muchos años de las minas y ferrocarriles de Galdames con su familia. Simpático como upocos, cariñoso y expansivo y muy aficionado al deporte náutico; fué una verdadera institución y tuvo grandes y extensas amistades.

En sus últimos años de estancia en Bilbao solía dar una fiesta en su casa de Sestao a fin de verano, en la que, después de una comida grandiosa, se jugaron partidos célebres de pelota entre amigos de la robustez y talla de Félix Urcola y Alberto Aznar.

Amigos íntimos suyos fueron también Félix Chávarri, primero, y, luego, Emilio Saracho (el joven), e inolvidables son las escenas entre éste gran amigo bilbaíno y el inmenso «Don Juan», como le jllamábamos, y que darían materia a varias páginas de un libro como éste. Su marcha a Inglatera, al retirarse de los negocios a los ochenta y más años y después de cuarenta de residencia en Bilbao, fué emocionante. Fuerte como un roble, a su edad, nos despedía con unos apretones de manos terribles de duros y largos, en que él ponía toda su fuerza de muchacho, su corazón de amigo y su lealtad británica, y dejó recuerdo imborrable en los que le conocimos.

Don Juan Davies, otro señor inglés y minero, que vivió muchos años establecido y murió de edad avanzada en Bilbao.

Muy original y simpático, era muy amigo de Pacho Gaminde; siendo delicioso verles juntos. Don Juan con su sinceridad de niño y Pacho con su ironía infantil también. A pesar del tiempo que llevaba en Bilbao, hablaba un castellano pintoresco. Pacho le llamaba «Cebollo», porque decía que no podía conseguir que diga Policía en vez de Polisero, o hablase de «mixturas de fresos y frambuesos», y que cuando iban a Santurce en coche y al llegar al alto de Sestao, decía siempre que «ya óle de la mar».

Cuando convidaba a comer a Pacho a su casa de solterón y buen vividor, le enseñaba primero las manzanas de su huerta, en manzanos enanos, preciosas y bien cuidudas. Pacho decía que todas tenían nombre para don Juan, y cuando le robaban una pasaba un gran disgusto. Luego, en la mesa, le hacía probar todo género de salsas, especias y cosas raras que recibía de Inglaterra y unos perrechicos que cultivaba en la bodega y a los que Pacho les tenfa pánico: -¿Qué tal Pacho? -Muy buenos, don Juan, le decía no obstante, por no disgustarlo.

Un día le dió a probar un vino nuevo raro, que le mandaba un amigo de Malta, en un barril que acababa de abrir. Tomada de él una botella, se sacó a la mesa y sirvió una copa a Pacho. Este, al probar, notó un gusto desagradable como de petróleo y se calló: -¿Qué tal, Pacho? -Bueno, contestó éste. Don Juan se puso furioso al beberlo a su vez. -¿Por qué no me ha dicho usted que tiene gusto a petróleo cuando le di a probar? -Creí que siendo vino de China o así, sería ese su sabor natural. -Pues no, es la servidora que ha encontrado esa mala botella y usted me debió decir.

Otro día, almorzando los dos solos, sirvieron espárragos. En la fuente había doce, y al servirse calculó Pacho, siendo el primero y según decía luego, que tomando cinco de los doce y dejando siete para don Juan quedaba bien, y así lo hizo. Don Juan se puso furioso, y después de unas pintorescas explicaciones, resultó que para él lo correcto hubiera sido que Pacho se sirva cuatro, él otros cuatro y quedasen cuatro para el servicio.

Pero lo más notable de don Juan Davies, es lo que cuentan dijo un día de esos de excursión oficial a las minas y a las que iba invitado. Como era costumbre en esas expediciones, se subía en el recorrido por el famoso «plano inclinado de la Orconera». Ese día, que hacía sol, había ya abajo preparada la vagoneta o vagón correspondiente para los visitantes. Al llegar allí la expedición, don Juan Davies se separó de ella, y en vez de subir con los demás y después de quitarse la americana y el sombrero y con su sombrilla abierta, empezó a trepar a pie por la ladera del monte. Al verlo, uno de los de la vagoneta le gritó: -Don Juan. ¿no viene usted aquí? -No. ¿Qué, tiene usted miedo? -Sí. -¡Hombre, qué cobarde! Y a lo cual don Juan, volviéndose de cara a todo el grupo, replica: -Más vale ser cobarde cinco minutos, que difunto toda la vida, y siguió subiendo a pie.

Mister W. Gill, director de la Sociedad Orconera, fué otro caballero inglés de feliz memoria. Correctisimo y amable gentleman, era de los típicos y modelo de su raza. Inspiraba simpatía y respeto y toda su familia era de igual trato cariñoso y correcto. Pacho lo trataba bastante y le admiraba, envidiándole la facilidad de su vida. Preguntándole por él un día, nos dijo que estaba en Egipto, curándose una pequeña molestia del oído. -Ya ves, estos ingleses qué listos son; ¿cómo quieres que se mueran? Tienen un constipado y van a Persia, ¡no han de curarse! Mister Gill tenía también su humour y delicada ironía y parece que recién venido para España, y en un viaje a Madrid, vió que le hacian tantas zalemas y disputas en las puertas para que pase primero, que llegó a decir que «en España, era más difícil pasar por una puerta abierta que por una puerta cerrada».

Hacia fines de siglo, daba en su casa de Luchana y por la época de Navidad, un baile, al que soliamos asistir algunas familias y señoras de Bilbao, Tomás Zubiría y María, su señora; los Arisquetas con Luisa, su hermana; Julio Lazúrtegui y señora; los Aznar; mi mujer y yo, y con nosotros Pacho, que como siempre era lo mejor de la fiesta. En aquellos años, la vida social antigua se habla casi extinguido, sin empezar la que más tarde y adaptada a la vida moderna en lugares públicos, hoteles o clubs, se ha ido formando.

Había pocos bailes, no sólo en casas particulares, donde ya no había casi ninguno, sino que ni en la Bilbaína, ni los de sociedad de los Campos Eliseos se daban ya, salvo en los salones de balnearios y playas y en verano. Así, había poca costumbre, y las señoras para ir y vestirse se telefoneaban y preguntaban qué ponerse, estando de acuerdo para no chocar entre ellas y con la colonia inglesa, que, naturalmente, asistía ya más numerosa a casa de Gill.

Un ano hubo uno, que por darle originalidad y carácter español, se convino en que fuese de «candil», colgándose varios de éstos encendidos en el salón y poniendo a la orquesta de guitarras y bandurrias detrás de un biombo de laurel que se improvisó; a pesar de lo cual y de torarse aires españoles, naturalmente, no llegó a tener más ambiente que el que pudiese tener en Southampton.

La fiesta resultaba siempre deliciosa, se bailaba mucho valses y polkas, de vez en cuando rigodones, pero con preferencia «Sir Ro- ger de Coverly» (Virginia). Para este baile subía Mister Gill a un estrado con un libro, que era el tratado de baile y al dar la palmada y sonando la música empezaba la primera figura. «Very good», «All right», decía Mister Gill satisfecho, mostrando el libro. Pero, de vez en cuando, Joaquín Arisqueta, más inquieto y agitándose gritaba: -¡Aquí hay cadena, vengan! Y empezaba a cambiar manos, zarandear y pasear, saltando, para hacerla. Cuando Mister Gill se apercibía, agitaba el libro descompuesto y gritando: -¡Non chain, non chain!, y, ante todos parados a sus llamadas, nos mostraba con el índice, en el libro abierto y vuelto hacia nosotros, el pasaje en que allí decía que en vez de cadena era otra la figura.

Se corregían aquellos desmanes y se volvía al baile «secundum artem» y dentro de la más exquisita exactitud, que era la gran satisfacción del dueño de la casa.

Luego venían la cena, los craks, los gorros de papel, las bromas bajo el mistletow, que con nuevos bailes y refrescos duraban hasta el amanecer, seis o seis y media de la mañana.

A esa hora y al acompañarnos para subir a los coches nos despedían correctísimos los dueños de la casa, de frac, y a su lado su hijo, el ingeniero, que practicaba de obrero en los Astilleros del Nervión, con su traje azul de mecánico y un cesto de comida en la mano dispuesto para ir ya a la fábrica. Entonces todavía estas prácticas de trabajo no estaban aclimatadas aquí y chocaba y se comentaba que aquel muchacho tan distinguido y elegante, mudase su frac por el traje azul de obrero.

Jaime Selby. Vino a Bilbao de ingeniero a los Astilleros del Nervión, cuando la construcción de los famosos cruceros, hacia el año 85, y aquí se quedó y vivió, hasta hace muy pocos años de hoy, o sea unos cuarenta años. Era un bilbaíno más y de calidad, de alta estatura, ojos azules clarísimos y vivos, color encarnado, sano y fresco, cuerpo fuerte y pelo blanco como la plata. Era en sus últimos años para todos sus amigos un niño enorme, que rebosaba vida, confianza y alegría al verlo. En lo moral, era lo mejor que puede desearse en un amigo. Un verdadero corazón de niño grande e inaccesible a todo lo bajo, innoble o inmundo, y rebosando cariño, amistad, generosidad y bondad en todas formas.

Si la historia de estos recuerdos pasase de esos treinta años de mi vida en Bilbao, o sea de 1870 a 1900, éste y otros amigos míos y suyos ingleses tendrían también aquí recuerdo mucho más extenso; pero aún de aquella época es su célebre exclamación de Plencia, a donde después de llevarle varios amigos a pie desde Las Arenas y al descansar, al fin, en una terraza, muy sudoroso, dijo levantando el primer bock de cerveza: -Tengo una sed, que no vendería por cinco duros.

En su bondad, por todo y por todos, tenía en su casa recogidos un muchacho pobre, perros, gatos y hasta un loro, cuya última enfermedad cuidó y vigiló él y acompañándole en tertulia sus amigos; y la escena del triste fin del pájaro al caerse ya del palo, es algo enorme de extraordinario, sobre todo contada por Emilio Saracho.

Conservo una carta de Selby a Emilio, desde Arnedillo, a cuyos baños fué por una dolencia reumática, en la que cuenta la decepción que allí le dieron confundiendo Wisky con Vichy, que con otra de Pacho Gaminde en su viaje a Noruega de visita a unos amigos, son dos viejos recuerdos que muchas veces releo, con alegría siempre renovada y fresca al pensar en el os.

Cuando murió, rodeado del cariño de todos sus amigos, y coincidiendo casi con Alberto Aznar, fué cuando Emilio explicaba su empeño en llegar a ir al cielo, por la certeza que tenía que Jaime tenía ya alllí su puesto eterno.

Y añadía, que procuraría estar cerca suyo, evitando quedarse junto a algún pelmazo como Cristóbal Colón, que contándole su viaje le diera una lata eterna.

* * *

De la colonia francesa recuerdo como los más antiguos a Emilio Traverse, ingeniero que vino a Bilbao a dirigir la fábrica del gas, recién montada, y casó con Amalia Bengoechea, de muy conocida familia bilbaina. Traverse tocaba el violoncello y Amalia tocaba el piano y escribia música y, ambos, como aficionados, formaban parte de los programas del Salón antiguo de la calle de los Jardines.

Don Carlos Jacquet y familia, que fueron vecinos míos en la calle de la Estufa cuando la guerra, viviendo ellos después allí aún mu-



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Orillas del Nervión, cerca de Echévarri.
Fotografía tomada por el autor.-1895


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Orillas del Nervión, junto al actual puente hacia Echévarrl.
Fotografía tomada por el autor.-1895



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El Arenal en la feria de tocinos, en 1897.
Fotografía del autor.


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Banquete de inauguración de la Filarmónica, con asistencia de la
Junta de San Sebastián, en el salón del Teatro Arriaga.

chos años más; sus hijas casadas en Bilbao, con muchachos de familias conocidísimas, tienen hoy descendencia entre lo más florido de la buena sociedad bilbaína.

Fundó una casa de banca que él y sus hijos llevaron siempre muy bien y fué un señor bueno y agradable y un bilbaíno de hecho.

Comanditó con otro compatriota suyo, don Juan Lasserre, unos grandes almacenes de hierro en Ripa, que desaparecieron con la expansión comercial de Altos Hornos.

Don Lorenzo Capitaine montó una paragüería en el Boulevard. Tenia una hermosa figura, coronada por una cabeza blanca inolvidable, adorno que heredaron su hijas que, aun de muy jóvenes, llamaban la atención por la blancura de su pelo sobre caras aún jóvenes y agraciadas.

He hablado ya de Carbonell, el peluquero famoso de la Plaza Nueva, y de su hija, y también tuvimos dos fotógrafos, que fueron Carrouché, a quien yo apenas conocí, pero de quien eran todos los retratos de la época de mis padres en Bilbao, y Froget, otro señor que, establecido en la calle del Correo, perdió su estudio en el famoso incendio de la casa de Delmas, en aquella calle. De él son varios clichés antiguos del tiempo de la guerra de vistas de Bilbao, que aún hoy se conservan entre museos y aficionados. De sus dos hijas, simpáticas y buenas señoritas, amigas nuestras y de Pacho Gaminde, una de ellas murió de más de noventa años, viviendo aún otra de edad muy avanzada y conservo su buen recuerdo.

Don Domingo Blanchard fué el fundador de una dinastía de comerciantes de tejidos, estableciéndose de antiguo cerca del Portal de Zamudio, donde hoy todavía continúan sus sucesores; de su casa salieron también los fundadores de otros establecimientos similares.

Retirado con buena fortuna, fué su sucesor inmediato Manuel Bilbao, el famoso cazador de tordos de que ya hablé en otro lugar de este libro.

Una excelente señora su hija Constancia, casó con Federico Solaegui, el emprendedor hombre de negocios y luego diputado a Cortes, siendo hoy también su descendencia de lo más conocido de Bilbao.

Era don Domingo Blanchard un hombre tan bueno, que merece señalarse un rasgo que honra su memoria. En sus últimos años, cuando ya rico y retirado de sus negocios se veía ocioso, solía visitar a sus viejos amigos y paisanos y en ocasiones y al entrar en la paragüería del anciano Capitaine, se podía ver a éste en la trastienda de la paragüería acompañado de Blanchard, que, para ayudar a su amigo, trabajaba con él en varillas, mangos y forros, en delicado homenaje de amistad leal.

Don Juan Bautista Rochet fué un minero importante y también muy conocido.

Monsieur Alfonso Etchats, oriundo del Pais vasco francés, fué director de la Sociedad Franco Belga muchos años, viviendo en Luchana con una amable familia, de la cual alguno de sus hijos casó en Bilbao y emparentó con familias anglo-bilbaínas.

Don Roberto Marshall, ingeniero químico, fué director de las fábricas de Productos Químicos y Explosivos de Galdácano y Elorrieta, y sus simpáticas hijas también tuvieron enlaces con conocidas familias de Bilbao.

Como vecino industrial, en Zorroza solía yo verle y tratarle a menudo en los talleres, o en los suyos de enfrente, en Elorrieta, y recuerdo por cierto que estaba con él el día de la famosa explosión del vapor «Cabo Machichaco» en Santander. La explosión de este barco, que salió de Bilbao cargado de dinamita en las bodegas y lleno en escotillas y cubiertas de hierro en barras, de hoja de lata y clavos, esto es, componiendo en conjunto una colosal máquina infernal, fué memorable y una verdadera catástrofe.

En Bilbao se tuvo noticia del suceso casi inmediatamente y estaba yo con Marshall en Zorroza cuando supimos la noticia los dos.

-No puede ser eso, me dijo. No ha podido ser más que una pequeña explosión parcial, el barco llevaba tal cantidad de dinamita que de estallar toda se hubiera oído de Bilbao y se hubieran conmovido los cristales.

Como era técnico en la materia, le oí y callé. Luego supe que, en efecto, la explosión ocurrida hizo temblar los cristales en Castro Urdiales y no se oyó en Bilbao, pero, en efecto, no explotó de una vez toda la dinamita y al día siguiente y hundido ya el barco, tuvo lugar la del resto que aún quedaba. Aquella impresión y la que producía Santander dos días aun después, cuando yo lo vi, es también algo inolvidable.

Por último, aunque belga y no francés, Leopoldo Belfroid, minero y muy amigo de Víctor Chávarri y su grupo, fué un bilbaíno más. Casó también en Bilbao con persona de familia distinguida y tuvo muchas simpatías entre todos por su carácter, mientras vivió allí.

* * *

Alemanes y austríacos ha habido también en todas épocas, especializándose varios de los primeros en el comercio de ferretería, que se denomimaba así, de «Los Alemanes»; y, más tarde, en minería, maquinarias y electricidad.

Las casas de ferretería de Andersch, Arechavaleta y Ritcher, Yohn, Taubman, etc., proceden de fundaciones de ese origen, habiendo todos sido raíz de familias que son ya hoy muy bilbaínas.

Entre los mineros posteriores, don Otto Kreizner fué un afortunado, retirándose en los años de fin de siglo a su pais y construyó en Wiesbaden una preciosa casa, a la que llamó «Villa Bilbao».

Fué visitada, años más tarde, por mi hijo, por tener con aquella familia lazos de antigua amistad por vecinos.

Don Eugenio Erhardt, cónsul de Alemania en Bilbao y representante muchos años de la casa Krupp, era persona muy agradable. Cuando más tarde se retiró a Colonia, tenía tal hábito de la vida bilbaína que se llevó allá servicio del país y recibía garbanzos, chorizos y otros componentes de unos suculentos cocidos, con que nos obsequiaba a nuestro paso en expediciones por aquellas tierras. Por ello y por su exquisita y reiterada amabilidad, convinimos los amigos en considerarle como «cónsul honorario de Bibao en Colonia».

Don Jorge Ahlemeyer vino de ingeniero a Altos Hornos, pero poco tiempo después se establecia por su cuenta en el negocio de suministro y montaje de material eléctrico, representando a fuertes casas alemanas de electricidad de entonces. Desarrolló tan brillantemente su negocio que, pocos años después y con la colaboración de otro inteligente dlemán, don Walterio Reinhard, tenía montadas una enorme cantidad de centrales eléctricas en España y fundadas socie- dades para su explotación. Al principio del siglo se retiró, pasando su negocio a una sociedad anónima que llevó su nombre.

Era grueso, de carácter bondadoso y apacible, muy aficionado a la música, tocando el violín, y a la lutería.

Carlos Reincke fué un inteligente ingeniero mecánico, que vino también a Altos Hornos y pasó luego a formar parte de nuestra Sociedad de Zorroza. Muy amigo de Alhemeyer, acabó por asociarse a su empresa, muriendo, aún joven y en plena valía, poco tiempo después.

Como austriacos yo no los he conocido originarios, pero hay dos familias en Bilbao que parecen tener ese origen; familias numerosas y activas que, en nuestra generación y para nuestro círculo, eran casi un sector de Bilbao por sí solas y de los más interesantes. Son las familias de Rochelt y Amann que, con sus enlaces con las de Palme, Maruri y Pinillos, fueron muy interesantes y contribuyeron al desarrollo y progreso de Bilbao en muy distintas actividades.

Los unos, como comerciantes de hoja de lata y montando su estampación; los otros, como comerciantes en grande de coloniales; los otros, como comerciantes de tejidos y mercería, teniendo en nuestra generación desarrollo muy importante en grandes almacenes de carácter ya más amplio y general; y otros, en ferretería. A la par que en todas esas actividades comerciales de los establecimientos de los Rochelt, Palme, Amann y Maruri, los hermanos Juan y Emiliano Amann, secundados por sus hijos, especialmente José Isaac, montaron y desarrollaron el primer tranvía de Bilbao a las Arenas y luego otras empresas importantes, bien como interesados o como directores y organizadores.

Don José Isaac Amann que, además de montar y dirigir tranvías y ferrocarriles, tenía un don especial de organización. fué el fundador del agradable y precioso pueblo que es hoy «Neguri», defendiendo así de la incultura la vivienda sana, grata y buena para el inmediato porvenir de Bilbao.

En cuanto a actividades artísticas de la familia, este mismo Pepe Amann, como era familiarmente conocido, era un formidable dibujante y artista aflcionado de gusto exquisito, según he dicho ya antes. Otro gran artista de esta familia fué Juan Rochelt, fino y exquisito también como ninguno en sus dibujos a pluma y en sus cuadros de paisaje pintados al óleo. Otro artista verdadero, aunque modesto, fué don Ricardo Rochelt, que pintó a la acuarela muy felizmente. Su hermano Gustavo pintaba y dibujaba también y genial de carácter como pocos; salía al campo a pintar del natural, llevando su caja de colores, caballete y silla plegables, sombrilla, etc.; a cuyo equipo añadía él un marco vacío de cuadro, en el que encuadraba y escogía el motivo que quería recoger en el suyo, y un soplador de esparto, colgado de un botón de la americana, que tenía la doble aplicación de servir de abanico o de defensa en el asiento para humedades.

De este don Gustavo pudieran contarse infinidad de cosas originales y dichos muy ingeniosos en libros de mayores extensiones que éste.

Luis Rochelt, pintor distinguido y cultísimo conocedor de todos los Museos y Pinacotecas de Europa, es otro artista de la familia.

Su hermano Rafael es también un inteligente y buen aficionado al dibujo y a la pintura, del que, por no ofender su modestia, nada añadiré.

En música, la afición de esas familias, así como el conocimiento y el buen gusto, eran generales, siendo asiduos asistentes a teatros y conciertos como los primeros, y algunos como Ricardo, hijo, en el piano, Alfredo y Ramón Rochelt en el violín, Tomás Amann con voz de tenor y tocando la viola, los antiguos don Juan y don Emiliano también en violín y viola y don Emilio Palme, fueron discretos y buenos aficionados ejecutantes. De esta familia era también el muy simpático Pepe Mar, que, con voz de tenor y buen pianista, fué alma de capillas de varias parroquias y organista suplente en San Juan.

De escritores hubo y hay uno, que es Oscar Rochelt, al que tampoco quisiera ofender en su muy sincera modestia; pero de quien lo menos que puede decirse es que puede clasificarse entre los primeros escritores costumbristas, no sólo locales, sino nacionales, y repetirle que nos saben a poco su precioso «Alcalde de Tangora» y demás contadas obras; y que veríamos con mucho interés y cariño a sus sucesoras.

* * *

En noruegos y suecos también hemos tenido colonia y, en gran parte, adaptada y fundida ya en Bilbao por sus enlaces.

Don Hilario Lund fué de los primeros y más importantes noruegos que se estableció para el comercio de productos de su país, madera y bacalao, tomando su casa grandes vuelos y con resultado.

Don Hilario fué un señor alto, rubio y bondadoso, tipo clásico escandinavo y que, expansivo y generoso, se captó siempre las simpatías generales; fué muy amigo de don Emilio Castelar, a quien tenía en admiración. Casado con una señorita buenísima, íntima amiga de mi madre, doña Juana de Ugarte, tuvo una descendencia con sello escandinavo, toda ella inconfundible. Su hijo mayor, Hilario, fué amigo íntimo nuestro y queridísimo. Una noche de Navidad, en los tiempos de nuestras capillas, después de cantar la misa del gallo en los Carmelitas de Begoña, bajamos a Bilbao; alguien tenía un silbo o una ocarina y a la una y media de la madrugada se nos ocurrió bailar un aurresku en la plaza de Santiago. En ello estábamos cuando, del fondo de la noche brumosa y de la calle Bidebarrieta, vimos atravesar, a escape, una camilla cubierta, llevada en hombros, y varias personas apresuradas detrás, en dirección a Achuri. Alguien se destacó de nuestro grupo y, preguntando, supimos por él que un dependiente de casa de Lund, herido en accidente, era conducido al Hospital Civil. Al día siguiente supimos toda la verdad. Hilario, nuestro querido amigo, después de una alegre cena de familia, festejada doblemente en su casa por recuerdo de un gran premio de lotería en igual fecha de otro año, había sido víctima de un accidente mortal, nunca bien explicado en sus causas.

Para todos nosotros. que le queríamos entrañablemente, fué una gran pena y para la familia un golpe espantoso. El pobre don Hilario apenas levantó cabeza ya y se fueron con «Hilarito» todas sus alegrías y expansiones.

Otra hija, Juana, casó con nuestro querido amigo don Aniceto de Achúcarro, de quien ya se habla en otro lugar de este libro como médico y gran aficionado a la música, y su descendencia ha sido de frutos brillantes, sobresaliendo el malogrado doctor Nicolás Achúcarro, de tan corta pero brillante historia en la medicina española; otra casó con Pedro Clausen, noruego también y que fué socio de la casa; y otro hijo menor, Luis, a quien apenas tuve ocasión de tratar, vivió varios años después, dejando descendencia.

El señor don Pedro Clausen era también afable, fino y bondadoso, de gustos sencillos y familiares y tuvo amistad con don Otto Kreizner, el mismo alemán antes citado.

La de Mowinckel fué también otra familia noruega interesante de esa colonia. La primera generación debió ser muy antigua; y al fijarse en Bilbao, algún otro hermano lo hizo en Santander, donde hubo otra rama dedicada también al mismo negocio del bacalao y la madera. Los padres murieron o marcharon a Noruega, no lo sé, y, mientras, la casa seguía en Bilbao. De los hijos, y de chicos, conocí a Gerardo y Conrado y a una muchacha hermana, algo mayor que ellos, preciosisima y que también llamaba la atención como belleza en Biarritz, en 1874, a donde emigraron durante el bombardeo.

Pasados algunos veinte años, los dos muchachos, recién casados, volvieron a Bilbao; primero, el uno y, luego, el otro a ponerse al frente de su casa. Conrado, que vino el primero, recuerdo nos dió a sus antiguos amigos y los de su familia, una comida memorable, a la que asistió Pacho Gaminde, que era un entusiasta de Noruega.

Nos recibieron él y su esposa, que era una simpática muchacha noruega, llamada Elga, y, reunidos los invitados, que éramos diez o doce, pasamos a un gabinete inmediato al comedor, donde una mesa llena de aperitivos del Norte hacia de prólogo. Platos de caviar, arenques, pescado ahumado y todo género de preparados picantes y fuertísimos se rociaban con aguardiente de Danzig, Ginebra, aguardiente ruso y otros explosivos, en los que su fuerza expansiva natural estaba aún reforzada con pimientas de todas partes, mostazas y amargos. Una buena sentada en la mesa del prólogo y ya tirábamos humo al pasar al comedor, donde con toda solemnidad nos sentábamos alrededor de una mesa, preciosamente adornada, y donde cada comensal tenía enfrente de sí unas doce copas de varios tamaños, formas y colores, como índice de la música que había de envolver la suculenta letra de aquel magnifico drama lírico. Unas sopas de cangrejos y rabo de buey, bien sabrosas y picantes también, para ponernos a tono, y luego... una serie de platos fuertes con otros de legumbres, salsas y adornos que no tenia fin y que, por no ser prolijo, diré solamente que duró en su sucesión tres horas largas y que, seguramente, las boas, al prepararse para su sueño de todo el invierno, no llegan con mucho a lo que para nosotros fué la provisión de aquel día. Esto en la letra, en lo sólido; porque en la música, en lo líquido, yo no he visto en los días de mi vida nada parecido a lo que allí nos presentaron de beber los amos generosos de aquella casa. Ya he dicho lo de las doce copas. todas llenas por turnos y rellenas aun después del turno y en cuanto estaban vacías, pero esto era lo de menos, pues esa era la pitanza voluntaria de cada uno, encima de la cual había la oficial y obligatoria y que consistía en lo siguiente: Apenas ingerida la sopa, el dueño de la casa, después de una amable alocución, que empezaba y terminaba con el famoso Sckoll, tomó un enorme cuerno de búfalo o no sé qué otro animal bovino y que hasta entonces estuvo sobre el aparador; este cuerno tenía un aro de plata en su parte ancha extrema, donde estaban grabados los nombres y fecha de la boda de los anfitriones; otro aro, como cintura, en el centro, daba apoyo a dos grandes patas de ave, también de plata, y su punta, que se apoyaba en la mesa forrada del mismo metal, hacían, para el conjunto, un apoyo con el borde hacia arriba. Conrado descorchó dos botellas de champagne, con las que llenó el interior del cuerno y, después del Sckoll final y del saludo, él y su mujer bebieron de él, pasándolo para igual formalidad al primer invitado, haciendo lo mismo éste y, así, de uno a uno, en ronda, hasta volver al dueño de la casa. Este bebía otro trago, volvía a pasar y, así, durante toda la duración de la comida, siguió circulando sin cesar por la mesa el cuerno, con la sola intermitencia a que obligaba el volver a llenarlo cuando el interior se vaciaba.

Es de advertir que, según la leyenda norteña, que allí se citó, la felicidad de los cónyuges dependía de nuestra resistencia en aquel trance y, por tanto, era imposible negarse a consumir turno, so pena de grave descortesía. Toda la defensa posible era el pequeño retraso por ocupación bucal y el cerrar prudentemente los labios al levantar el cuerno y el codo con él.

Pacho decía que con aquello del cuerno más que borrachos llegaríamos a estar ahogados, pero que comprendía que para apagar lo



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Durango.
Dibujo al lápiz de José I. Amann.-1878



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Apuntes del puerto.
Dibujo al lápiz de José I. Amann.-1877

de los arenques y cangrejos con aguardiente, que decía le andaban ya como cohetes en la tripa, ya hacía falta aquella bomba municipal, que hacía, además, de pedal de órgano en la fiesta.

Después de la comida el café, los licores y de nuevo los aguardientes.

Al levantarnos, después de las tres horas, en la mesa del prólogo y de los aperitivos de antes sendas filas de botellas de cerveza, jarras y vasos, con o sin tapadera, nos esperaban hospitalarias, invitándonos a aplacar la sed. Nos sentamos una hora más y al levantarnos, ya de noche, decía Pacho, en guasa, a todos que no se fueran, porque en Noruega, a donde él solía ir y por eso sabía, era de muy mal gusto y estaba mal visto el no quedarse a cenar en la casa en que ha sido uno invitado a comer. A pesar de ello, salimos, después de dar las gracias por tan espléndido banquete y ya entrenados para viajes a Escandinavia.

Conrado y su señora pasaron tres o cuatro años y se fueron a Noruega, viniendo a sustituirlos Gerardo, su hermano mayor, con su señora, distinguidisima, sportiva, especialmente en náutica, y con distinciones por ello del Rey de su país; y tan agradables y simpáticos los dos, como sus hermanos que les precedieron. Los frecuentamos bastante y se identificaron mucho con la vida de Bilbao, marchándose también a su país dos o tres años después y dejándonos grato recuerdo.

Don Federico Langoor y su señora Rajna, director él de «La Compañía de Maderas», fué también un matrimonio de noruegos, muy simpáticos, finos y agradables. Vivían en la casa transportable de madera, que antes he citado, en frente de la Salve y final de Uribitarte. Yo les traté algo, y conservo muy buen recuerdo, pero Pacho Gaminde era muy asiduo. Solía ir por las noches a hacer tertulia a su casa y llegó a tener muy estrecha amistad. Los veranos los pasaban en gran parte en Noruega y en una hermosa posesión dentro de un precioso «fjord», no lejos de Cristianía. Pacho fué varias veces con ellos y a la vuelta nos contaba las maravillas y sus entusiasmos por aquel país, donde «en verano no saben cuándo dormir las gallinas porque es un día perpetuo, y en invierno, como todo es noche, hay que cenar tres veces, jugar mucho al tresillo y dormir mucho».

Conservo de él una preciosa carla de allí escrita y que firma «Calón», nombre de un rico minero de entonces; costumbre que tenía en casi todas sus cartas y adoptando nombres variados de millonarios y poderosos. En ella, y después de unas descripciones efusivas del país, en donde según dice: «no sube ni baja la marea y no hay botas viejas, ni gatos muertos en la orilla y es todo una presiosidad»; se extasía ante el hecho de haber visitado la cárcel de Cristianía, toda limpia y reluciente, y donde en aquel momento no había ningún preso, porque según él, «nadie meresía en el pueblo. ¡Ya ves qué felisesl», añade, y termina: «En este momento vengo de acompañarle a haser una visita a Rajna, y mientras ella dentro de la casa visitaba, yo he estado fuera paseando y comiéndome la pared que era de frambuesas. ¡Y pensar que nosotros creíamos que aqui no hay más que bacalao!»

«Adiós, recuerdos a todos esos. Pronto iré a tomar horchata y al palco con vosotros. Tuyo, Calón».

Otros noruegos, todos ellos muy agradables, hubo que yo apenas conocí, dependientes de las casas de Lund y Mowinkell, que vivieron muchos años y se hicieron bilbaínos ya de hecho; de entre ellos traté y conocí a uno llamado Hans.

Y por último, los Suizos. Yo no conocí más que de vista a los que de ordinario aparecían en los mostradores del café y pastelería de su nombre y fundación; pero debieron ser éstos gente muy amable y que tenia muchas simpatías y relaciones en Bilbao. En mi época, Antonino Mayor era uno de los de su mayor intimidad y hacía con ellos tertulia en repostería y cocinas. Si, como parece cierto, el café de la Plaza Nueva lo fundaron en 1811, han sido varias las generaciones que han pasado por ahí, hasta los últimos que fueron sus poseedores. Son, por tanto, dignos de señalarse por su antigüedad y su obra entre las colonias extranjeras en Bilbao.

El famoso y antiguo letrero pintado en lienzo, que aún se conserva en la entrada del café primitivo y por los arcos de la Plaza Nueva, señala esa fecha, y era motivo de admiración para nosotros, de chicos. Dos camareros con sendas patillas rubias, de gorra, frac cruzado, pantalón corto de seda, con sus mandiles delante, sostienen con una mano el cartel y muestran con la otra al curioso el texto de su leyenda, escrito en caracteres italiano, primero; de cursiva inglesa, luego, y góticos en la úllima línea, y que dice así:

Café Suizo y Pastelería de Matossy y Compañía fábrica de toda clase de licores y venden vinos generosos españoles y extranjeros.

A los lados de ambos camareros hay en una mesa, a la derecha, algunos adminículos de servicio y, entre ellos, un pastel, montado en forma de kiosco, con cuatro columnas, y en el otro lado, además de unas copas y botellas de formas y colores atrayentes, una bandeja con sendos helados o sorbetes blancos, cremas y rosas que surgen de las copas en penachos rizados, que nos embobaban, haciéndonos relamer de gusto al contemplarlos.

A juzgar por el letrero, los fundadores eran de una honradez exquisita. Hoy no se atrevería ningún establecimiento de su clase a anunciar que fabrica sus licores, ni aun para convencernos que son de confianza; y tienen que ser de Holanda, Escocia, Francia o el Báltico, para ser, como exige la clientela, legítimos. Pero, además de la honradez declarada, debieron ser de mucha probidad en cuanto a las calidades y factura de todo cuanto vendían, que era superior. Pronto les valió esto justa fama, y asi, de este primer café bilbaíno, se propagaron por toda España y, años después, no había capital de provincia en ella sin su café Suizo correspondiente.

Más adelante, la razón social pasó a ser «Matossy, Fanconni y Compañía», y aunque este segundo nombre, como el primero, son de origen italiano, debió ser suizo también el nuevo socio y ambos de esa región fronteriza de cuatro naciones y que de antiguo tiene fama de producir grandes hoteleros, restauradores y cafeteros.

Y yo no sé si serán recuerdos ilusorios, pero puedo decir por mí, que como aquellos Oporto, Moscatel, Málaga, y aquellos Anisete, Rom y Cognac del Suizo viejo, no he vuelto a paladear más.

Recuerdo de un famoso Rom, en botellas redondas y bajas, que cuando la fuerte grippe (dengue) de 1894-95, hizo furor como remedio infalible para reaccionar, traspirar y curarse después de un letar- go encantador. Y también, que en tal ocasión llevé una de ellas a un ingeniero alemán de Zorroza y amigo, a quien encontré muy postrado. Le dejé la famosa botella y al día siguiente me dijo que, después de vaciarla a tragos, habia pasado la noche soñando que él era una locomotora, con escupes de vapor por todas partes y hasta con calor y silbidos apropiados,encontrándose después feliz y tranquilo y completamente curado.

En cuanto a la pasteleria y bombones ya he hablado de ellos con otros motivos y me relevo de más elogios, con sólo repetir que eran excelentes.

Así, pues, el café Suizo en Bilbao, con sus excelencias, llegó a ser una institución. A su alrededor se agruparon luego el Club de Regatas y la Sociedad Bilbaína, que se servían, en gran parte, de su bodega y reposteria. En su salón de arriba, adornado con columnas y terciopelo rojo, se dieron bailes importantes; años más tarde jugaban sus famosas partidas de ajedrez Pepe Vitoria y mi padre político, don Alejandro Rivero, tarareando éste sin parar, mientras, el himno de Riego, y siendo ambos dos ases de ese juego, entonces. En su billar hubo sensacionales partidas de desafio entre grandes jugadores, y además, toda nuestra generación pasó jugando por aquella mesa.

Hubiese sido, pues, imperdonable no citar a esta colonia suiza tan interesante y cuya labor tanto arraigo tuvo en nuestra Villa.


El éxodo

EN 1901 y por razón de mis ocupaciones industriales, marché a vivir a Madrid con mi familia. Aquel primer año aún pasé el verano en mi casa de lndauchu, pero ya desde el siguiente los tuve que pasar en Guipúzcoa, por razón también de mi trabajo.

Al salir pensé que aquella ausencia de Bilbao seria temporal solamente, pero resultó definitiva. Es dificil saber a dónde nos lleva cada paso de nuestra vida. Así es que, primero, Madrid y poco a poco, después y más intensamente, esta preciosa provincia de Gui- púzcoa, que fué la de mi madre, me retuvieron suavemente, pero con lazos que el tiempo ha hecho ya indisolubles, según parece.

En los primeros años iba bastante a Bilbao y pasaba temporadas. Fuí conservando, pues, frescas, amistades y afectos; poco a poco empecé a ver desaparecer viejos amigos y de los más queridos: Pacho, Eduardo Aznar, Gorbeña, Javier Calle, Pacho Puente fueron de los primeros.

Aún venía y pasaba, con una pena y tristeza infinitas, por delante de aquella tienda, más llena y próspera que nunca y para mí vacía ya y de toda hoquedad; de aquel escritorio de Eduardo y de aquella casa donde fueron los cuartetos de Achúcarro, los del Cuartito y el mismo Kurding.

Pero aún vivía el Cuartito, trasladado a la calle del Correo, con Juan Carlos, Javier, Manuel Losada, Rafael Rochelt, Eduardo Torres, etcétera, y a donde venían Romualdo Arellano, Ramón Aras, Juan Aguirre y otros buenos bilbaínos y aficionados.

Y había... Adolfo, que, por sí solo, era ya mucho. Un año, el de la guerra europea o siguiente, me cité con él desde Madrid. Era enero, con unos días hermosos y claros y convinimos en comer y pasar el día en Arteche, un chacolí de la falda de Banderas, con una sala grande y un balcón maravilloso sobre la ría, con el fondo de Arraiz, Ollargan, Cobetas, las minas y Serantes. Al subir, ya me explicó varias cosas, entre ellas la génesis de una construcción semi-rústica que hiciera un indiano en la falda del monte y su estilo arquitectónicv, que él llamaba «hidro-catalán».

En el chacolí nos reunimos con otros amigos que fueron llegando, Eduardo Torres, Hilario Sertucha, «Champán» y Antonio Arteche, y, mientras y después. pasé unas horas deliciosas e inolvidables. Allí le oí la explicación lógica y clarísima de las causas de la guerra europea, que era la siguiente: -Un alemán había inventado un cuello postizo de camisa, otro una máquina de hacer aquellos cuellos, otro puso una fábrica de estas máquinas y otro había hecho un trust para hacer dieciséis mil fábricas de máquinas de cuellos. Pero ya no había pescuezos y había que salir por ahí para coger los de franceses, belgas, los del Congo, los del Tonkín y toda la cosa; y ¡pum!. .. ahí tienes la guerra.

Esto nos contaba paseando por la habitación, con salidas al balcón y entre disertaciones admirables sobre las minas, las fábricas, la ría, el violeta de los montes, el amarillo y verdoso del cielo al caer la tarde y en una admirable y deliciosísima charla, cálida y verbosa, llena de imágenes y comparaciones asombrosas como yo no he conocido igual.

Luego, al bajar, nos contó lo de la expedición a Silos con Areilza, Norza y otros amigos. Allí, las peroratas de Adolfo les hicieron sospechosos, ante pueblo y monjes, de ser unos inspectores de contribuciones que venían a perjudicar al pueblo, los prendieron y metieron en la cárcel, costándoles sus gestiones y buen trabajo el salir, después de una mala noche.

Luego le dejamos en el famoso «Club Alpino», de la calle de Jardines, donde no subían a los Alpes, pero cuya puerta de la calle no se cerraba más que dos noches al año. Navidad y Viernes Santo, y era, por tanto, un refugio inestimable para Adolfo.

Había, además, arriba una cocina y una cocinera, que era la que guisaba, servía, mandaba y hasta negaba la comida o bebida al que ya ella veía franquear la línea del sano aguante.

En la pared, eso si, había muchas fotografías de montes nevados; y nuestro buen amigo y chimbo real, Hilario Sertucha, era presidente.

Fué la última.

Pocas semanas después y en Madrid, uno de esos papeles azules, que alegran de joven y ya de viejo despiertan recelo al recibirlos, me decía lacónicamente: «Adolfo murió hoy buenamente; abrazos». Era de otro amigo que lo sentía como yo.

Luego supe, en efecto, lo bien que murió en buen cristiano y bilbaíno, con serenidad y diciendo las cosas como él sabía decir y enfocar:

-¡Ay, Adolfo! ¡Hijo de Juli, quién te ha visto y quién te ve: entre cuatro tablas y rodeado de bustiña! Parece ser de lo último que dijo.

Me hizo recordar, al oírlo, el famoso «Colorín colorao. este cuento se ha acabao», de otro conocido bilbaíno, también en igual trance e igualmente sereno.

Recuerdo es el de Adolfo de los más intensos, y eso podrá juzgar- lo, no sólo el que haya seguido este libro, que está animado todo él por su recuerdo, sino todo el que conozca y oiga a sus amigos, quienes le contarán cosas nuevas de él, magníficas, que aqui no van, y otras que yo no conozco o recuerdo, ya que derrochó alegría e ingenio a raudales por donde pasó.

* * *

Durante el verano y para recordar a mis amigos y las antiguas temporadas de balnearios, venía yo a pasar ocho días al reciente entonces «Ciub Marítimo del Abra», viviendo en uno de los cuartos del Club. Un amigo me decía que venía «a tomar las aguas de Benito», aludiendo a Junguitu, el administrador, que nos trataba muy bien; y allí, en la tertulia de la noche, con Gorbeña, Alfredo, Angel Llana, Momo Arellano, Renovales, Rafael Yohn y otros, lo pasaba muy bien. De día, algunos pinitos marítimos, a los que nunca fuí muy aficionado, como excursiones en el «Laurak bat», con el magnifico Benigno Chávarri, el gran Michel Alzaola, que al final de las comidas entre amigos y poniéndose una servilleta por escafandra, buceaba bajo la mesa para buscar el tesoro del capitán Grant y, mientras, le cantábamos los valses de esa escena en la zarzuela, Joshe Mari Gortázar (el pájaro), Pablito Alzola y, al mando del famoso y simpático Capi y olaveagués de buena cepa, Juan Bilbao.

Había, por último, el «Gibraltar», de la Bilbaína, delicioso y ameno como pocas cosas, con Selby y varios buenos amigos ingleses, el gran Alberto, Aznar, Rafael Yohn, Paco Renovales, Rogelio, etc., y, dando vida y alegria extraordinaria a todo, el grandioso y muy querido amigo Emilio Saracho (el joven), que, con su gracia enorme, sus bromas y sus dichos, daría lugar y materia para otro libro como éste y sobre el que, por no herir su modestia, que conozco y aprecio tanto como su valer y su gran corazón, no me extiendo más aqui.

Después, fueron cayendo aún, uno a uno, Juan Carlos, Alberto Aznar, Selby, ¡qué sé yo cuantos!

Un día fuí al «Ciub Marltimo del Abra» a una fiesta de noche. Mi hijo mayor había ya terminado su carrera de ingeniero, que la hizo en Bilbao e hizo también alli sus amistades. Pasaba yo por entre un precioso grupo de muchachas jóvenes, entre las cuales había hijas de amigos míos que yo no conocía y oí al paso que una a otra se decían: -Oye, ¿sabes quién es ese? -No. -Pues, el padre de Pepe Orueta.

Ya lo había oído, el «Pepe Orueta» de Bilbao ya no era yo, era el «padre» del de ahora, del que venía, y al que habla que ceder el puesto con gusto y satisfacción pero un poco triste.

Pocos años más tarde aún, tuve que cumplir con el sagrado deber de hacer el traslado de los restos de mis padres y parientes de Mallona a Derio.

Con ese motivo vi el nuevo cementerio magnífico, lo recorrí lleno de encanto y curiosidad: aquí, Ugarte; aquí, Enrique Gana; aquí, Víctor Chávarri; alli, los Aguirre; bajo esta enorme y bella losa, Manolo Ayarragaray y con él Pacho; a cada paso, un amigo, un nombre querido. Me quedé asombrado de los que se habían ido.

Decididamente, conocía yo ya más gente de los de Derio que de los de Bilbao, por cuyo boulevard, todo lleno antes de caras familiares, me costaba ahora buscar al paso media docena de conocidos.

Y tuve una triste y dulce pena y, desde entonces, tomé aún más apego al culto y al recuerdo de mis amigos y de Bilbao y ese sentimiento es el que me ha ayudado y servido de única fuente y norma para sacarlos aquí a la luz con el deseo de que mis contemporáneos disfruten de ello como yo; y el de dar satisfacción al deseo de los buenos amigos que me incitaron a ello, especialmente aquel muy querido a quien dedico este libro.


Observación final

A quien haya tenido la paciencia de llegar hasta aquí, siguiendo todo lo escrito, debo advertir que yo no he pretendido hacer historia del Bilbao tal y como ha sido en mi tiempo, sino dar algunas impresiones del Bilbao tal y como yo lo he visto y oído, lo cual es muy diferente.



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Antigua portada y balconcillo de laIglesia de San Nicolás.
Dibujo al lápiz, del natural, por Manuel Losada.-1885



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Portada de la Puerta del Angel, en la Basílica de Santiago.
Dibujo del natural, al lápiz, de Manuel Losada.-1885

Paralelamente a mi modesta vida en la Villa, a mis parientes, amigos, conocidos, hechos que presencié y cosas que oí contar, se desarrollaron otros miles de vidas, la mayor parte más interesantes que la mía, que presenciaron, oyeron y pensaron sobre cosas distintas y aun esas mismas relatadas aquí, bajo otro aspecto o modo de ver distinto a los míos. Si la apreciación sincera de las impresiones de todos los bilbaínos de una época fuese posible integrarla y sintetizarla en algo que, como un enorme estereóscopo múltiple, de miles de objetivos, nos diese el relieve de conjunto en espacio y tiempo, tal vez esa sería la mejor historia de Bilbao en aquella y cualquier otra época.

Sé, también, que la historia se escribe basándose en las relaciones documentadas con números, estadísticas, actas de corporaciones, documentos oficiales protocolarios, etc., y en los que la exactitud de nombres, fechas, medidas y sucesiones es lo más importante y de mayor interés. Esto suele ser lo corriente y lo científico si se quiere.

Pero el relato al margen de esa historia, de todas estas otras cosas y de como fueron aquellos que en su vida tuvieron cosas, aun dejándolas toda su imprecisión, que tal vez las hace más amables, así como su sutil ligereza, esto es, tales como viven en el recuerdo, no deja de tener su encanto e interés. Parece que con ello se capta más la gracia y el perfume de la vida y el de las almas que la vivieron y eso, y sólo eso, es lo que han animado estos mis recuerdos transcritos. Tal vez no sean un mal complemento, por lo menos, de la otra historia seria y documentada.

Después de todo, datos fijos y precisos e impresiones ligeras e imponderables, todo va al mismo sitio, a esa vorágine enorme del tiempo y hasta el abismo de lo eterno, que lo absorbe y borra todo sin preferencias ni compasiones, que no conoció nunca la Naturaleza inmensa, dentro de la que Dios nos ha creado.





EPÍLOGO


Bilbao visto desde fuera

ALGUNOS amigos míos, que conocen mi obsesión y entusiasmo por el Bilbao de mi tiempo, me han preguntado a veces: -¿Y qué piensas del Bilbao de hoy?

Se me ocurre contestar hoy, aquí, a esa pregunta, ya que esa contestación puede completar y resumir todas mis impresiones, viejas y frescas, sobre el particular.

No es este libro, ni por su fondo ni por su forma, lo que se llama un libro de profundidades. Habrá quien lo tenga por un montón de frivolidades; otros, a quienes agraden recuerdos y exhumaciones, dirán que son cosas divertidas, y sólo algunos, tal vez, encuentren que tiene interés verdadero.

Pero sea de ello lo que quiera, no es ese motivo para no terminarlo con algunas reflexiones sobre Bilbao en conjunto que, aunque muy en extratcto y de pasada, pueda yo hacer contestando a aquella pregunta enunciada.

Pero antes de entrar en ello voy, todavía, a hacer una indicación previa.

* * *

Vivimos en tiempos en que la exaltación de todos los patriotismos ha llegado a términos extremos y, sobre todo, a manifestaciones exageradamente ostensibles e incompatibles con la existencia real y arraigada de ese serio y santo sentir.

Todas las patrias, empezando por la celestial, siguiendo por la gran patria humana, pasando por las nacionales y acabando por las llamadas chicas y aun las locales, se han puesto por las gentes a contribución para fines más o menos interesados, y esto muy especialmente en ese campo de ambiciones y apetitos, que se llama política, al que ligeramente me he asomado.

Hay, por tanto, ante todas esas exaltaciones, muchas personas, y yo soy una de ellas, que se sienten recelosas de su sinceridad y empiezan siempre en presencia de un caso, por hacerse la clásica pregunta de nuestro prudente aldeano cuando se rasca la cabeza:

-¿Qué quedrá éste?

No había yo de extrañar, pues, que alguien que me oyese una vez más pregonar cariño a Bilbao, trate de explicarse qué voy buscando con ello.

Mi respuesta a esta segunda pregunta, por adelantado y por lo que valga, es repetir lo que al principio de este libro se dice, esto es, cumplir una fuerte deuda de amistad y tratar de demostrar que, aunque ausente, no soy ni seré nunca un bilbaíno olvidadizo y, mucho menos, renegado.

Eso es lo que quiero como más inmediato y, así, el que desee sólo saber eso, puede detenerse aquí y ahorrarse la lectura de unas pocas páginas de este ya largo libro. Y si quisiese oírme razonar ya con más amplitud lo que pienso y quiero con respecto a Bilbao, puede leer lo que sigue.

* * *

Hace aún unas semanas y con ocasión de celebrarse en San Sebastián el segundo centenario de aquel Conde de Peñaflorida, que, con su labor a través de la «Real Sociedad Vascongada de los Amigos del País», fué un animador y propulsor excepcional de nuestra cultura; nos enviaron aquí las sociedades culturales de Bilbao, y como su representante, a un bilbaíno moderno, muestra preciosa de ellos.

José Félix de Lequerica, el activo, culto e inteligente emisario, nos hizo, en un discurso que ha de publicarse, una magnífica síntesis, en la cual, sin abrumarnos a cifras, nos dió las precisas, unidas a unas muy atinadas y preciosas observaciones, que, en conjunto, formaban una justa descripción del progreso de Bilbao y de Vizcaya en los últimos años siguientes a los que se tratan en estas Memorias; y de su influencia en la economía del resto de España.

Pero no es sólo esa brillante sintesis económica, que será parecida en su resultante a la que todos los bilbaínos de hoy se formen y apreciándola aún mejor que yo, la sola que he de repasar y confrontar con mi observación personal. Quiero ver otros aspectos de la vida bilbaína que, más que en las calles, casas, almacenes, fábricas, minas y puerto, yo la quisiera personificar en el bilbaíno tipo o patrón de hoy, y que será el que ha de impulsar al Bilbao de mañana.

Y vamos por partes.

Yo he seguido, de lejos ya, aunque con mucho interés, todo ese desarrollo y he visto crecer a mi pueblo en cuerpo y espiritu. Recibo sus interesantes estadísticas municipales, presupuestos de Corporaciones, repaso las memorias de muchas Sociedades, de sus Bancos y de su Junta de Obras del Puerto. Conozco, pues, el desarrollo y salubridad de su población, las cifras de su tráfico y de su flota, gran parte de las de su producción; el volumen de su riqueza mobiliaria en carteras, cuentas corrientes, depósitos de valores, etcétera, en Bancos; y otros muchos datos numéricos que tengo en cuenta. Leo los artículos de sus economistas, sus revistas comerciales e industriales. Conozco, también, cuanto mis amigos y conocidos bilbaínos me aportan de todo ese sector de actividades.

Todo lo cual creo que me da una idea bastante aproximada del enorme progreso y prosperidad económicos que se han realizado en todos los ramos de la producción y de la riqueza.

Conozco, algo también, el progreso y desarrollo de su cultura, sus centros de esta índole, sus museos, su conservatorio, sus centros de enseñanza en todos sus grados, sus servicios públicos, su beneficencia espléndida, sus obras sociales; leo con interés sus publicaciones, que no sólo son producciones meramente económicas y literarias, sino que, de vez en cuando, son del campo muy intereresante de la historia de Bilbao, como la de Teófilo Guiard; o de la historia de Vizcaya y su admirable régimen foral, como la de Labayru y la reciente de Areitio, al comentar la obra de Sagarminaga. Por último, leo a menudo su prensa diaria; y, con todos estos elementos de juicio, comprendo ya lo grande y extenso del esfuerzo hecho en estos últimos años y me explico y complazco en el orgullo que los bilbaí- nos puedan sentir por ello, como lo siento yo mismo. Pero aún hay más.

A veces se acercan y llegan aquí para hacerse oír y deleitarnos algunos de sus intelectuales.

Aquí vino el malogrado poeta bilbaíno Ramón de Basterra, dándonos a saborear algo de lo deleitoso de su pensamiento y a hacernos vibrar y sentir con él en su emoción interna.

El exquisito y sutil escritor y poeta también, que es Mourlane Michelena, y que, aunque guipuzcoano, hoy está incorporado a la cultura bilbaína, nos ha regalado, algunas veces, oídos y espíritu con sus conferencias y visitas.

Rafael Sánchez Mazas nos ha dado ratos magníficos con extender ante nosotros esas visiones de paises y tiempos que él sabe evocar, poetizando, a la vez que deja entrever, su vasta cultura sobre cuanto describe.

José Félix de Lequerica se nos ha presentado en sus varios aspectos de economista, político y sociólogo observador, también documentado de datos e impresiones, pero con el tacto exquisito de presentar con tanto o más interés que el hecho o la cifra, su pensamiento y comentarios, que los realzan y avaloran grandemente.

Gregorio de Balparda nos ha dado muestras de lo sólido y robusto de su labor histórica.

Telesforo Aranzadi con su enorme bagaje de investigador etnólogo y sus estudios de mitos, leyendas, usos, toponimia, etc., todo ello bien sentado y tamizado científicamente.

Luis Elizalde pasó mucho entre nosotros y, entre el cariño y la estima de todos, le vimos en actividad en su ardua y hermosa labor de toponimia vasca.

Quadra de Salcedo nos ha traído sus preocupaciones históricas y genealógicas tan interesantes.

Emiliano G. de Amann, Manuel Chalbaud, Eduardo Landeta y... José Vilallonga vienen a cambiar con nosotros sus sólidos conocimientos sobre construcción, urbanización, enseñanza y economía en la «Sociedad de Estudios Vascos».

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Cargadero en Marzana.
Dibujo al lápiz, del natural, de Manuel Losada



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Grupo con Pacho Gaminde y la familia mejicana de Bustamante.


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Juntas directivas de Bellas Artes de San Sebastián y Filarmónica
de Bilbao, con ocasión de la inauguración de esta última.

También es, en parte, conocida aquí la obra de los Zubiaurres, los Arteta, Juan Echevarría, lturrino, Urrutia, Guezala, Tellaeche y otros pintores; la de Mogrovejo, Durrio, Moisés Huerta y Quintín Torre, y la de Guridi, Zubizarreta y algunos otros artistas.

Desgraciadamente, ni el intercambio material ni el intelectual son muy grandes entre Bilbao y San Sebastián para una mayor frecuencia e intensidad, que serían de desear.

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Además, tengo aquí, a mi lado, a dos meritísimos bilbaínos y queridos amigos míos, cuales son: Adolfo y Julio de Urquijo, que, cada uno en su ramo de actividad intelectual, son dos férreos trabadores y han llegado a la cumbre de sus especialidades. En genealogía el primero, con el aplauso y la felicitación expresa de cuanto en España es autoridad en tan ardua materia. En filología general y euskérica e investigaciones históricas el segundo, dirigiendo y siendo, además, el alma de la «revista de Estudios Vascos», honroso cartel de nuestra cultura en todas partes.

Y, por último, aquí, cerca también, tengo a aquel que, joven y ya inquieto e inteligente escritor, debutaba con su primera producción o ensayo teatral en la expedición a Guernica, de hace más de cuarenta años y que menciono en estas memorias.

Hace tres días, en Hendaya charlaba yo con él de estas cosas de Bilbao, mientras un gran pintor bilbaíno, por la mañana, y un gran escultor español, por la tarde del mismo día, trasladaban al lienzo y al barro los trazos de aquella hermosa cabeza. Cabeza hoy cubierta de pelo blanco y de piel bien curtida al aire y al sol, que es asiento de un robusto cerebro y que está en la cima del pensamiento vasco, español y humano.

Miguel de Unamuno, que quiere entrañablemente a su pueblo, saboreaba, contaba y prestaba el mayor interés a cosas y chirenadas bilbaínas, ya que también para él son el espíritu vivo y sensible del bilbaíno.

Días antes le había oído leer, en la modesta habitación de su éxodo y con emoción viva, sus hermosas recientes poesías sobre los latidos de España, llevados a él por las campanas de Fuenterrabía, y un sentido comentario al epitafio en vascuence que se lee en el monumento a los muertos en la gran guerra, del pequeño pueblo vasco de Biriatu allí cercano.

Y pensaba, al recordar frescas aquellas lecturas y a él, rodeado de ejemplares de traducciones de sus obras a varias lenguas del mundo y al verle allí después, sentado en lo alto, para ser reproducido con entusiasmo por aquellos grandes artistas, que aquel ejemplar, tan alto de nuestra raza, no estaba hecho de la dura encina castellana que él mismo suele invocar, sino de nuestro fuerte roble vizcaíno, que reverdece todos los años y lo recababa para nosotros y para nuestro pueblo que él tanto quiere.

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Esos son los frutos y ramas de Bilbao de hoy que yo conozco y que tanto me satisfacen. Pero no es eso todo aún.

Cuando repaso las memorias de los Bancos, las de las más altas Sociedades industriales, las relaciones de minería, ferrocarriles, flotas, los miembros de sus juntas de Beneficencia, los Patronatos de sus Museos, los de su Conservatorio, los de su junta de Sociedades de cultura, los nombres de sus filántropos, de sus artistas, de sus escritores y de sus intelectuales me encuentro con la más agradable de las sorpresas.

Veo allí muchos de los nombres que, aunque adornados de excelencias, títulos y honores, bien merecidos y ganados por su valer y su trabajo, son los mismos que aparecen en este libro con su nombre de pila y su apellido escuetos; de queridos amigos, de estimados conocidos y de hijos y aun de nietos de ellos. Prueba es ésta indudable de que aquella simpática generación, alegre y llena de cosas, era un valor verdadero que, en gran parte, ha contribuido a los triunfos del Bilbao grande de hoy.

Pero, junto a éstos, veo otros muchos, como los de Horacio Echevarrieta, Juan T. de Gandarias, Fernando de Ibarra, Tomás Elorrieta y otros que no he tenido ocasión de citar, pero que son queridos amigos míos también.

Y, además, otros de muchos jóvenes de valía, que bullen y florecen en todas las actividades, pero que yo no he podido conocer. Estos son el complemento de ese ejército victorioso del progreso de Bilbao.

Por otro lado y para completar mi información, quiero aportar aquí lo que durante mi vida en otros pueblos y ambientes he recogido allí sobre Bilbao. He oído admirarlo mucho, pero he visto también que ese formidable empuje y su expansión hacia afuera, no han sido todo lo agradecidos que debieran, incluso por aquellos a quienes más beneficiaron.

Que, como es humano también, ha despertado, en ocasiones, celos y hasta algo más.

Pero no es eso lo que debe, ni puede tener esa actividad y marcha ascendente de un pueblo lleno de vida y de ideales propios, que cada vez serán más vastos y elevados.

Y ese es el esquema de mi documentación.

* * *

Y con todo esto a la vista quiero hacer mi examen reflexivo, precisando, primero, que ese progreso no es un deseo frustrado de nuestra juventud, sino una espléndida realidad.

Ahora bien, a mi edad los juicios sobre lo futuro se analizan y pesan más que en la adolescencia y así me detengo primero a pensar en que ese esfuerzo expansivo de Bilbao, al llevar su trabajo, su iniciativa y su riqueza por toda España y en todos los ramos de su actividad, no ha sido igualado, ni aproximadamente por ningún otro pueblo de la nación; y que, al realizarlo, ha cumplido Vizcaya, y con largueza, los anhelos de su himno al Arbol de Guernica: «Eman da zabalzazu munduan frutua».

Pero como las canas traen ideas de recogimiento, de ahorro, de concentración en el hogar y la familia, tal vez por eso piense que este noble y hermoso esfuerzo, que no cabe aminorarlo, hecho en casa, pudiera ser más eficaz y aun más largamente productivo en el porvenir.

Tal vez también, mi deseo de ver a Bilbao convertido en un cen- tro indubitable, el más completo de España y uno de los primeros del mundo, sea el que me haga pensar, que en esa parle, y por lo que se refiere a Ia metalurgia, que transforme en productos de todas clases su fuerte producción siderúrgica y como ésta transformó el de su minería; se ha seguido una política y una marcha, cuyos resultados han sido: primero, el de tener en España el desarrollo de esa metalurgia derivada de la siderurgia y segundo, el de favorecer con ello a otras regiones que, menos dotadas que la nuestra, pero tal vez más despiertas en ese punto, van llevando esa actividad transformadora hacia ellas. Y yo estimo que ese interesantísimo ramo de prosperidad y de riqueza corresponde a Bilbao y éste no debe dejárselo arrebatar.

Por último, me pregunto si esa Banca formidable, que en las necesidades nacionales ha sido siempre la primera en acudir a ellas, que ha sabido ayudar al rescate por la Nación de ferrocarriles, navegación, obras públicas y otros primordiales sectores de su vida económica; y que al propio tiempo puede ser base grandiosa para el desarrollo industrial futuro, no pudiera estar cimentada ella a su vez en algo más técnico y sólido que la apreciación personal de los valores personales y las cotizaciones bursátiles, que son cosas tan imprecisas y frágiles.

Pero todo esto, sigo pensando, no empaña en nada el triunfo de Bilbao, que ha vivido muy de prisa y en ciertos momentos convulsivos, vertiginosamente; y que en pocos años se lo ha hecho todo por si mismo y aun dando largamente a los demás. Y que todo eso y mucho más, lo hará; y lo que haya de rectificar lo rectificará; y con esa serenidad, que es su característica, y sus inmediatos efectos de valentía, confianza en sí y espíritu de asociación; prosperará y llegará a estar siempre en cabeza de España y a la par de lo más adelantado fuera de ella.

* * *

Y ahora repasado todo esto, y al mirar hoy a mi pueblo después de la ausencia, diré que no sufro la decepción de Pacho Gaminde, con el árbol del Arenal y la casa de Jaspe después de su paso ante los árboles de California y las casas de Nueva York.

Después de ver la parte de mundo que me ha tocado recorrer y tras los años que templan y enseñan mucho, reconozco, eso sí, la dificultad de señalar a algo bueno como lo primero, sin temor de encontrar algo mejor. Sin embargo, tengo poco que cambiar a lo que dije en la síntesis emotiva y casi inconsciente de mi exaltación de muchacho, esto es, que «Bilbao era lo mejor del mundo».

Pensando ahora serena y reflexivamente y creyendo ver el espíritu y el alma bilbaína de hoy, dignos de los de ayer, y con mi cariño y entusiasmo por mi pueblo incólume, creo, y quiero creer, que Bilbao es un gran pueblo, y puede y debe ser de lo mejor del mundo.

INDICE

TEXTO

Prólogo-Dedicatoria

PRIMERA PARTE

1870 A 1880


Página

Recuerdos nebulosos
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El Muelle del Arenal
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Olaveaga
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6
La Salve
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9
El Barquero
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Entre-calles
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Los Caños
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Estradas y chimbos
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15
Los puentes colgantes
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Los Aguaduchos
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La vida social
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Episodio infantil
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La guerra
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El Instituto
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Juegos y juventud
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La Estufa
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Los elegantes
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Otros recuerdos
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47
La Paz
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
49
Interno
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
51
Otras cosas
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
56
Los Colegios
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
58
Tipos populares
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
66
Romanticismos precoces
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
68
El teatro
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
69
La vuelta a Francia
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
70

SEGUNDA PARTE

1880 A 1890

Página

La carrera
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
75
Vacaciones
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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La Exposición
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82
Las Fiestas
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
83
Las Corridas
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
88
El paseo del Arenal
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
92
Los Balnearios
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
95
El movimiento musical
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
100
El Orfeón
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
106
Nuevas orientaciones
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
108
Interregno
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
112
Lo Literario
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
115
El Sport
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
117
Los Cazadores
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
120
Snobismo anticipado
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
122
El Choritoki
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
124
Pintores y artistas
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
126
Mi boda y Pedernales
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
130
El Euskera
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
135
Las Tiendas
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
138
La Exposición de París
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
141


TERCERA PARTE

1890 A 1900

Página

El progreso de Bilbao
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
151
En las afueras
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
154
El Chacolí de Isidro
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
158
El Kurding
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
162
El Cuartito
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
178
El Boulevard
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180
El Arenal
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187
La tienda de Pacho
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
191
Otras cosas de Pacho
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
204
La Semana Santa
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
213
Sevilla
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
219
Política y Economía
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
224

Página

Colonias extranjeras
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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El éxodo
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252
Observación final
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256


EPÍLOGO

Bilbao visto desde fuera
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
261


ILUSTRACIONES

Página

El Chimbero (De una acuarela de Anselmo Guinea)
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
1
Olaveaga[1]
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
2
El muelle del Arenal (1)
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
3
Astilleros de Ripa hacia 1860
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
16
Astilleros de Ripa hacia 1860
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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El Campo Volantín y la Salve
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
16
El Muelle del Arenal en 1874
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El puente colgante de la Naja en 1871
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La casa de Mazas en construcción en 1860
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Vista panorámica de Bilbao en 1878
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Los jardines y el paseo del Arenal en 1874
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La calle de la Estufa en 1874
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«La Batería de la Muerte» en 1874
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El Campo de Volantín en 1868
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El Boulevard hacia 1860
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El Puente y el Arenal en 1872
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La casa de Gortázar en la calle del Correo
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El paseo del Arenal hacia 1850
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El Palacio de Quintana
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Página

Arratia-Villaro
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Arratia. Camino de Ceánuri
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La fuente de San Antón
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Campanario de ermita
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Música
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Primera comunión
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Aldeanita
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Cazador de branque
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Angulero de la Isla
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La casa de Palme en la calle del Correo
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Retrato del autor de este libro por Ignacio Zuloaga
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Adolfo Guiard trabajando en la Punta de Zorroza
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160
El amanecer
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Las Walkyrieras
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La Fuente de la Salud
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Cena romana del Kurding
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Cena hablada del Kurding, el día del carnero inglés
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El billar del Kurding
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En el Arenal: grupo de pollos
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En el Arenal: «Háste amante»
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El Cuartito
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Retrato de Pacho Gaminde
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La torre de Zurbarán
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La casa de Jaspe
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Iglesia del Convento de la Encarnación
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Esquina de Artecalle
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Orillas del Nervión
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Orillas del Nervión
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El Arenal en la feria de tocinos
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Banquete de inauguración de la Filarmónica
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Durango
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Apuntes del puerto
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Antigua portada de San Nicolás
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Portada de la Puerta del Angel en Santiago
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Cargadero en Marzana
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Pacho Gaminde y la familia mejicana de Bustamante
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Juntas directivas de Bellas Artes de San Sebastián y Filarmónica de Bilbao
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  1. Luis Paret, el pintor autor de estos cuadros, era de padres catalanes, aunque nacido en Madrid en 1747. El Rey Carlos lll le encargó pintase una colección de vistas de puertos de Cantabria y ese fué el origen de estos dos cuadros, de los cuales debe o debió haber más en el Palacio Real de Madrid. En 1780 fué nombrado Académico de San Fernando, siendo después secretario de la Academia. Su estancia en Bilbao fué de 1780 a 1784; hizo durante ella varias obras de pintura y de arquitectura, entre ellas el Monumento de Santiago, decoró el interior del Ayuntamiento, hizo la fuente de San Antón y la de la Plazuela de Santiago, un cuadro precioso para el oratorio de la casa de los señores de Gortázar en la calle del Correo, otro en la Parroquia de Larrabezua, con su retablo, dos más en San Antón, etc. Falleció en Madrid en 1799.